Concept

Estado francés

El Estado nación tal y como hoy lo conocemos es una construcción histórica fruto del desarrollo de los doscientos últimos años. Esta entidad trata de superar un espacio político dominado hasta entonces por diferentes formas superpuestas de poder, alcanzando la unidad territorial del mismo y culminando, por tanto, un paulatino proceso de centralización político. Esta dinámica que posibilita o favorece el desarrollo de unidades políticas más extensas que en la época medieval, y cuya esencia es la pretensión de soberanía o autoridad última dentro de un territorio, supone, a su vez, la perdida total o parcial de la autoridad y soberanía de las entidades que son subsumidas.

En la construcción de los Estados, en un primer momento, el centro estatal construye la Sociedad y la Comunidad nacionales mediante un conjunto de funciones económicas, políticas y culturales. La Sociedad Nacional es fruto (a) de la creación de un mercado unificado y de una Administración eficiente, (b) de la socialización política de las masas a través de la enseñanza universal obligatoria, y (c) de su integración mediante mecanismos políticos tales como el sufragio universal. La Comunidad Nacional, por otra parte, es obra de una cultura política que alimenta la lealtad de los ciudadanos al Estado y genera un sentimiento de pertenencia a la nación (Letamendia, 1997).

A su vez, la caracterización del control político del poder ejercido sobre el territorio permite acercarnos al análisis de los Estados. Así, el primero de los modelos que se asume es el unitario, y nace con la instauración del absolutismo en el espacio geográfico de las "naciones imperiales marítimas" entre las que se encontraba Francia. En estos territorios, la formación del Estado, que requería la ausencia de una densa concentración de ciudades poderosas, fue tanto más fácil cuanto más alejado se hallaba de la Contrarreforma Católica. Según el profesor Seiler (1999) la configuración de la nación francesa se puede caracterizar como una construcción por dominación, de tal forma que para construir el Estado:

"se utilizó el monopolio de la coacción física legítima en sentido weberiano. Se trata en consecuencia -señala- de un modelo de construcción en el que el Estado es el centro que instruye lo social."

Elemento éste que configura a Francia como un Estado "fuerte" en el que existe un relativo espacio para la sociedad civil tras la eliminación de las formaciones corporativas que le son propias.

Sin embargo, el hasta entonces lento proceso de construcción nacional, adopta a partir de la Revolución Francesa una velocidad superior y un marcado carácter voluntarista. Este carácter se refleja, entre otros elementos, (a) en una demarcación departamental dirigida contra las antiguas provincias y naciones históricas, (b) en informes demoledores contra las culturas y lenguas minoritarias, o (c) en recomendaciones orientadas a su desaparición -algunas de ellas bajo títulos tan expresivos como el del Informe Gregorie: Informe sobre la necesidad y los medios de aniquilar los patois y universalizar el uso de la lengua francesa. A pesar de todo, durante la tercera República (1870-1875), más de la mitad de la población del país, y al rededor de un 80% de los habitantes de las zonas rurales hablan lenguas diferentes del francés. En este sentido, la educación se convirtió en uno de los pilares fundamentales en la creación de esa Sociedad Nacional a la que aludíamos, estableciéndose por medio de las Leyes Ferry (1880-1887) un sistema de escuela elemental gratuita y obligatoria en el que la enseñanza sólo se impartía en francés. A pesar de todo, el proceso de afrancesamiento de los miembros de las culturas minoritarias no debe vincularse sólo al sistema educativo, y tampoco debe considerarse exclusivamente forzado. Así, lo francés -la francité-, no se define únicamente en términos étnicos o culturales, sino principalmente en base a la aceptación del republicanismo, el laicismo y el racionalismo, generándose esa cultura nacional necesaria en la creación de la Comunidad Nacional sobre la que sostienen su legitimidad los Estados.

De la misma forma, el desarrollo económico necesario para la creación de un mercado que sirva de base al Estado, permitió un proceso de industrialización y urbanización que acaba desarraigando a muchos campesinos étnicamente orientados, siendo asimilados por unas elites de notables que asumían completamente el ideal francés (Rudolph, 1989). Por último, la primera Guerra Mundial concluye esta asimilación de los habitantes de las periferias, consumándose un proceso de construcción estatal sin aparentes conflictos centro-periferia (Izquierdo, 1998).

Ya hemos apuntado cómo el Estado es el resultado del doble proceso de construcción de una Sociedad y una Comunidad. Pero esta doble construcción también discrimina a otros grupos, diferentes del dominante en el centro, los cuales ven impedido su acceso en igualdad de condiciones a los bienes culturales, políticos y, en ocasiones, económicos que distribuye el Estado. Estos grupos pueden permanecer pasivos, o bien reaccionar, al principio, en defensa de su lengua, religión y cultura; o más tarde, reclamando algún tipo de institucionalización política de su territorio habitado (Letamendia, 1999). En cualquier caso, la emergencia y consistencia de los movimientos nacionalistas periféricos dependerá de la mayor o menor fortaleza de la doble construcción de la Comunidad y la Sociedad nacionales por parte del centro, lo cual, en gran medida, viene determinado por su capacidad para construir un mercado cohesionado. Así, mientras que en el caso francés no se da contradicción entre la localización del centro político y el económico -situados ambos en Paris-, el motor económico se situará en la periferia política (Euskadi y Cataluña) en el caso español; algo que explica en parte los diferentes grados de desarrollo alcanzados por los movimientos periféricos en ambos Estados (Ahedo, 2006).

Finalmente, hemos de tener en cuenta que el Estado no abarca la totalidad de la vida social y económica en las sociedades occidentales. Queda una extensa esfera de acción independiente, la de los individuos y las asociaciones privadas. A pesar de todo, la frontera entre el Estado y esta sociedad civil es difusa, lo que nos obliga a distinguir entre dos modelos de sociedades: las de Estado Fuerte, en las que el éste se concibe por encima y separado de la sociedad civil, proporcionando estructura para ella; y las de Estado Débil en las que es más sencillo, más limitado y se funde en la frontera con la sociedad civil misma (Keating, 1996). Ambas configuraciones estatales van a ser causa y a su vez consecuencia de dos bases teóricas. Así el pensamiento de Locke, que planteaba un Estado nacido para preservar a la sociedad defendiéndola de sus peligros, encaja y promociona el modelo anglosajón de Estado débil. Por el contrario, el pensamiento Roussoniano, basado en la "voluntad general" que surgía para regenerar una sociedad corrompida por la desigualdad de las fortunas, es asumido por los revolucionarios franceses y, paralelamente, traducido en una fuerte centralización estatal (Letamendia, 1997). En este sentido, Francia es quién mejor representa el modelo de Estado fuerte, con su tradición de centralizada como expresión principal de la nación y su unidad. Principio de unidad que tuvo sus raíces en el absolutismo que había triunfado frente a los intereses particularistas y locales, pero que es llevado mucho más allá, y dotado de legitimidad democrática por los regímenes posrevolucionarios.

De esta forma, el cruce del modelo de Estado unitario con el fuerte -que se ejemplifica en Francia- establece una forma de Estado en el que la pertenencia a la comunidad nacional está abierta a los que viven en un territorio, donde todos son iguales ante la ley. Las libertades individuales se convierten en el centro, y precisamente a consecuencia de la doctrina de la soberanía popular no se consideran legítimas las formas de acción colectiva que no pasen por el Estado nación. La tradición roussoniana dota de un contenido cívico al nacionalismo francés, en la medida en que tiende a partir del individuo para edificar la nación; pero posibilita una concepción que no deja espacio intermedio entre estas dos realidades: no hay lugar para una autoridad intermedia entre el Estado y el individuo. La democracia significa, por tanto, unidad nacional, centralización y uniformidad (Keating, 1996).