Célebre novelista guipuzcoano, de proyección universal, nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872 y fallecido en Madrid el 30 de octubre de 1956.
Estudió la carrera de Medicina en Madrid y Valencia, doctorándose en 1893. Era hijo de Serafín Baroja, un ingeniero de Minas de alma un tanto ingenua y bohemia, cuya verdadera vocación era también la literatura, que cultivó como second métier, y preferentemente en lengua vasca.
Don Serafín, a quien se debe incluso el libro de alguna ópera euskérica, se dedicó principalmente a escribir canciones, algunas de las cuales se harían famosas con el tiempo, como la del Zezen-Susko (o Toro de Fuego) y la Marcha de San Sebastián, a la que puso música el maestro Sarriegui. Así, pues, el que Pío heredara de su padre la inclinación literaria no puede extrañar a nadie.
En realidad, toda la familia, desde tiempos remotos, parece haber sentido la misma afición por las letras y los libros. Su bisabuelo Rafael Martínez de Baroja montó una imprenta en Oiartzun donde, ya a principios del s. XIX, se publicaba una hoja o gaceta titulada "La Papeleta de Oyarzun". El propio novelista confiesa en sus Memorias que una de las razones por las que profesaba simpatía a su abuela era precisamente la de su afición a la lectura. Como quiera que fuese, el caso es que al terminar la carrera, el joven Baroja fue destinado a Zestoa, en calidad de médico titular. Y ocurrió que, al poco tiempo de instalarse en aquella villa balnearia, tuvo tres importantes revelaciones. Tan importantes que decidieron el futuro de su vida. La primera de ellas consistió en percatarse que había estudiado una carrera para la que no tenía afición ni, por consiguiente, aptitudes. "Yo casi siempre empleaba los medicamentos a pequeñas dosis -confesaría muchos años después, con sinceridad y escepticismo de médico frustrado-, muchas veces no producían efecto; pero al menos, no corría el peligro de una torpeza. No dejaba de tener éxitos; pero me confesaba ingenuamente a mí mismo que, a pesar de mis éxitos, no hacía casi nunca un diagnóstico bien, un diagnóstico perfilado de buen médico". La segunda de sus revelaciones fue la de dar con su auténtica vocación. "Tenía allá -explica Baroja, veinticinco años después de su estancia en Cestona- un cuaderno grande que compré para poner la lista de las igualas, y como sobraban muchas hojas me puse a llenarlo de cuentos". Así nació su primer libro, Vidas sombrías. La tercera revelación implicaba su "reencuentro" con el país. Volvía a sentirse precisamente vasco. El joven que a los nueve años abandonara su Donostia natal, para pasar toda su niñez y adolescencia de la Ceca a la Meca -de San Sebastián a Pamplona; de Pamplona a Madrid; de Madrid a Valencia; de Valencia otra vez a Madrid...- regresa a Gipuzkoa lógicamente desarraigado, sin mostrar demasiado entusiasmo ni por el vascuence, ya semiolvidado, ni por las costumbres y el modo de ser de un país que le resultaba nuevo, ajeno y desconocido. Pero, de pronto, se produce el trauma psíquico que pondrá de manifiesto la esencialidad irrefragable de su propio vasquismo.
En uno de sus libros más característicos, abruptos y sinceros -y más famosos también-, en el tremendo Juventud, egolatría, publicado el año 1917, Baroja nos da una versión, muy concisa, como suya, pero tajante y definitiva, del "reencuentro" trascendental. "En Cestona empecé yo a sentirme vasco, y recogí este hilo de la raza, que ya para mí estaba perdido". Y llevado por este súbito y oscuro élan étnico escribiría, allí mismo, en aquel cuaderno suyo de médico de aldea, páginas de un vasquismo exaltado y entrañable, como Mari Belcha, Angelus, Noche de médico, etc. Páginas que aún no han podido ser olvidadas ni superadas.
Dos años duró su estancia en Zestoa, de donde, vista su inadaptabilidad a una profesión evidentemente mal elegida, después de algún intento fallido por establecerse en San Sebastián, decidió trasladarse a Madrid, en donde se hizo cargo de una panadería propiedad de una tía suya. Esta panadería la había venido regentando hasta entonces su hermano Ricardo, pero éste, al parecer, cansado de un negocio en el que no veía porvenir, quería dejarlo para ocuparse de cualquier otra cosa. La vocación volvió a imponerse y el panadero en ciernes hubo de ceder paso al escritor en agraz. Baroja, que ya en Zestoa utilizara el cuaderno de las igualas para escribir sus primeros tanteos literarios, se dedicaría también ahora a lo suyo. Dejemos que sea él quien nos lo cuente: "Este libro -se refería a La casa de Aizgorri- pensado en San Sebastián, lo escribí en Madrid, en un despacho húmedo y negro de la panadería donde estaba, mientras hacía cartuchos de perras grandes y chicas y tomaba la cuenta a los repartidores". También una gran parte de su Paradox fue escrita en aquel viejo despacho. Hasta que por fin llegó el momento de tomar una decisión. Era su cita con el destino. "Había sido -explica Baroja en sus Memorias- médico de pueblo, industrial, bolsista y aficionado a la literatura. Había conocido bastante gente. El ir a América no me seducía. Llegar a tener dinero a los cincuenta años no valía la pena para mí. Quería ensayar la literatura. Ya comprendía que ensayar la literatura daría poco resultado pecuniario, pero mientras tanto podía vivir pobremente, pero con ilusión. Y me decidí a ello". Los comienzos no fueron muy alentadores que digamos. Entonces no existían esas modernas plataformas de los premios literarios, capaces de lanzar y poner en la órbita de la celebridad, de la noche a la mañana, a un novelista desconocido. Había, pues, que ascender lentamente, peldaño por peldaño.
Así, sus primeras obras pasaron completamente desapercibidas para el público. Pero hubo gente de la profesión que intuyó que allí había algo desacostumbrado. Y escritores como Unamuno, Azorín, Valle-Inclán y Marquina, se ocuparon con interés de nuestro joven don nadie. Después apareció Camino de perfección (1902) y esta novela ya despertó cierta curiosidad. En realidad, fue su primer éxito y le valió un banquete de homenaje que, organizado por Azorín y por el editor Rodríguez Serra, congregó en una vieja posada madrileña á un heterogéneo grupo de artistas y escritores, en el que, junto a consagrados como Galdós, Ortega y Munilla y Cavia, había un tropel de jóvenes bulliciosos e iconoclastas. Luego vinieron El mayorazgo de Labraz y las tres novelas de la trilogía La lucha por la vida. Pero, andando el tiempo, uno de los libros que le había de dar mayor fama fue una novela de ambiente vasco: Zalacaín el aventurero, que llegó a ser libro de lectura en la clase de español de la Sorbona parisiense.
Más tarde, varios libros suyos serían igualmente adoptados como libros de lectura en distintos institutos y colegios norteamericanos. Baroja, vasco de alma sencilla y aldeana, no supo o no quiso cultivar demasiado sus relaciones sociales. Ese capítulo -cada vez más importante, tanto para el artista como para el industrial y el político- que hoy llamamos public relations, le tenía completamente sin cuidado. Un buen día, cansado de la vida agitada, bohemia y un tanto falsa de las tertulias y los cenáculos literarios y decidido a regresar a su país, compró la casa de Vera de Bidasoa, la hermosa y célebre Itzea, convertido hoy en Meca de peregrinos barojianos de todo el mundo, recluyéndose en aquella apartada y deliciosa comarca bautizada por él mismo con el eufórico nombre euskeldun de Bidasoadi. A esa época suya cimera de su retiro navarro pertenecen, entre otras producciones, Juventud, egolatría, la trilogía intitulada Las agonías de nuestro tiempo, César o nada, El mundo es ansí y las novelas de marinos vascos, con sus famosos personajes Shanti Andía, Chimista, Embil, Juan de Aguirre, Galardi, etc.
En Itzea escribió igualmente muchas de las novelas que componen la serie Memorias de un hombre de acción, empresa histórica de altos vuelos que, con mayor o menor acierto y adecuación, ha sido comparada a los Episodios Nacionales, de Galdós. La idea de escribir esta serie histórico-novelesca tuvo su origen en el interés del novelista por la personalidad un tanto misteriosa, extraña y borrosa de un pariente lejano suyo, Eugenio de Aviraneta, que intrigó a más y mejor en la política española de principios del s. XIX. También surgió en Itzea la admirable Leyenda de Jaun de Alzate, entrañable poema vasco, escrito por un autor que tuvo la elegante delicadeza de calificarse a sí mismo de "poeta aldeano, poeta humilde, de un humilde país, del país del Bidasoa". En 1934, Baroja fue elegido numerario de la Academia Española de la Lengua.
A poco de empezar la guerra civil y tras sortear algún contratiempo grave, Baroja hubo de refugiarse en Francia, desde donde, previendo la inminencia del cataclismo bélico que se cernía sobre Europa, intentó sin éxito embarcar para América. Fracasado en su empeño, al volver a cruzar la frontera, se entregó de lleno a su vocación de siempre y, unas veces recogido en la serena paz de su biblioteca de Itzea, y otras en su alegre despachito madrileño de la calle de Alarcón, tuvo todavía aliento para escribir una treintena adicional de obras, entre ellas, sus famosas Memorias. Con lo que su producción, al morir, rebasaba los cien títulos. Anciano ya, su candidatura fue propuesta, infructuosamente, para el Premio Nóbel. Baroja ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano, neerlandés, portugués, ruso, polaco, sueco, noruego, checo, japonés y húngaro, así como al euskera. Ha sido condecorado por la República de Colombia, y la ciudad chilena de Valparaíso le tiene dedicada una calle, cosa que todavía no ha ocurrido en su patria.
En 2005, en el cincuentenario del fallecimiento de Baroja, se celebró en la Fundación Camilo José Cela en Santiago de Compostela, la exposición Pío Baroja, amigo y maestro, donde se muestra la relación de amistad y admiración entre ambos escritores, a través de libros, manuscritos o cuadros procedentes de los propios fondos de la institución.
La muestra contó con una serie de cuadros pertenecientes a la pinacoteca de la Fundación de la época de Baroja, como dos óleos de Ricardo Baroja y Julio Caro Baroja, hermano y sobrino de Pío Baroja; y también de autores como Isaac Díaz Pardo, Juan Esplandiú, Josep Guinovart, Eduardo Vicente, Rafael Zabaleta y Benjamín Palencia.
En julio de 2005, la editorial Caro Raggio dentro de su colección "Memorias" (VIII), publicó un libro inédito de Pío Baroja, La guerra civil en la frontera, donde narra -tras lo conocido en otros libros anteriores, como Aquí París (1998), Ayer y hoy (1998) y Desde el exilio (1999),- aspectos del conflicto personal y colectivo de 1936-1939, considerado por el propio novelista como un continuo de sus memorias.
La primeras memorias de Baroja, con el título general Desde la última vuelta del camino, comenzaron a publicarse por entregas en la revista Semana, dirigida por Manuel Aznar, en los primeros años cuarenta del siglo XX. Con algunos recortes de la censura, fueron publicadas posteriormente en ediciones sucesivas.
MPO