Sindikatuak

Comisiones Obreras

A finales de los 50 se visualizan claramente los límites del rígido modelo intervencionista económico franquista, que se muestra disfuncional repecto a sus propios fines políticos (Redero, 1992). En consecuencia, el Régimen trata de superar la fase autártica anterior con la implantación de un Plan de Estabilización de la economía, cuyo objetivo es la industrialización del país. Algo, esto último, impensable sin una movilización de los excedentes laborales, fundamentalmente campesinos y mujeres, que tiene como consecuencia una segunda ola migratoria en Euskadi, con las consecuencias conocidas de hacinamiento de grandes masas trabajadoras en las periferias urbanas.

Para acometer este proyecto, se hacía necesaria una limitada desregulación del mercado de trabajo. De esta forma, la Ley de Convenios Colectivos de 1958 se convierte en la pieza maestra de una estrategia que buscaba la introducción de mecanismos de mercado y productividad en la fijación de los salarios. En paralelo, esta Ley pretendía normativizar la negociación a nivel de empresa en el marco de los Jurados, hasta entonces fuertemente controlados por la burocracia del sindicato vertical. De esta forma, sin romper el marco del modelo autoritario de relaciones laborales, se reconocía una mínima autonomía a los agentes sindicales con el objeto de aportar una salida negociada a nivel de empresa a los innumerables conflictos que para esas fechas estaban protagonizándose por toda la geografía española.

Efectivamente, las consecuencias del Plan de Estabilización son durísimas y se concretan en una serie de medidas de ajuste que generan una drástica reducción de los salarios y del empleo; germen de un profundo malestar que precipita un ciclo de movililización obrera sin precedentes. Previamente, en Euskadi, la relativa mejoría del nivel de vida de la década de los 50 sirve de estímulo para una escalada de movilizaciones que comienzan con la huelga de Euskalduna de 1953 y que se mantienen constantes hasta 1958. Tras esta temprana experiencia, que tiene un importante eco en Bizkaia y Gipuzkoa, asistimos en 1956 a un movimiento huelguístico que presenta como novedad el surgimiento de una primera comisión de obreros que representa ante las autoridades a las empresas en huelga. Pero la huelga de 1956 no solo es novedosa porque visualiza una primera lógica de autoorganización obrera, sino también porque su desarrollo prefigura el que será el modelo referencial para el ciclo de movilización posterior: la huelga se inicia en una gran empresa por motivos fundamentalmente salariales; se extiende con el pretexto de la solidaridad a otros sectores y empresas más pequeñas; se organiza a través de comisiones de trabajadores que representan a sus compañeros ante la empresa; como consecuencia de la represión y el desalojo de los trabajadores de las empresas se produce una coordinación temporal de las comisiones de fábricas a nivel provincial.

No obstante, el problema de ese modelo era su carácter extremadamente espontáneo y coyuntural, de forma que la tímida, pero eficaz coordinación obrera, languidecía tras la finalización de las huelgas. Como veremos a continuación, este modelo da paso pronto a una lógica más vertebrada que estabiliza la organización espontánea y sirve de atalaya para la posterior consolidación de Comisiones Obreras. Este proceso, nuevamente, puede explicarse tanto como consecuencia de la propia movilización obrera como por los cambios en la orientación represiva del régimen.

De una parte, el año 1962 es clave para entender la consolidación del nuevo modelo sindical. Así, en Euskadi, ya desde 1961 se visualiza un nuevo ciclo de movilización que se inicia con la huelga de Basconia, en la que se elige una amplia representación obrera; huelga a la que siguen las de la Naval, Babcok, Echevarría, CAF de Beasain... hasta que en abril de 1962 el conflicto se extiende a todo el sector metalúrgico de Bizkaia, trascendiendo el marco de la fábrica para visualizarse también en las ciudades (cuestión ésta que va a vincular al movimiento obrero con el incipiente movimiento vecinal, aumentando la visibilidad de la protesta, así como la solidaridad hacia los trabajadores, de acuerdo con Babiano, 1995). La respuesta del régimen es contundente y el 7 de mayo se decreta el Estado de Excepción. A pesar de todo, el resultado de estas huelgas insufla de energía a los trabajadores: por una parte, se acaba con la congelación de salarios y los obreros consiguen sustanciales mejoras; por otra parte, se produce un desbordamiento de las estructuras sindicales del régimen, de forma que en muchas fábricas son los trabajadores los que crean sus propios órganos de representación que negocian directamente con la empresa y la jerarquía del sindicato (Garmendia, 1996). En paralelo, este ciclo de movilización posibilita una unidad de acción entre trabajadores de diversas orientaciones, de forma que sindicalistas de centrales históricas se unen con otros colectivos de orientación cristiana (Babiano, 1995) o comunista en dinámicas asamblearias unitarias. Pero estas huelgas también tienen consecuencias sobre la propia política represiva del régimen.

Efectivamente, la consolidación de CCOO se entiende en parte como consecuencia de las oportunidades que genera la tímida apertura del régimen que precipita el anterior ciclo de movilización. Efectivamente, la Ley del 2 de diciembre de 1963 sustituye los tribunales y códigos militares como agentes de tutela del orden público por otros civiles. De igual forma, por esas fechas se suprime el Tribunal de la Masonería y el Comunismo y de deroga el artículo 2 del Decreto de Bandidaje y Terrorismo (Redero, 1992: 132). Este nuevo marco acompaña a la citada reforma de la Ley sobre Convenios Colectivos de 1958, la cual establece que los convenios de ámbito superior a la empresa sean regulados por una interlocución que se reservaba para el sindicato vertical, carente en consecuencia de la más mínima representatividad entre los trabajadores. Sin embargo, en los convenios de empresa se permite que la negociación quede en manos de los trabajadores, designados primero por los jurados de empresa, controlados éstos por el sindicato corporativo. Pero, a pesar de sus limitaciones, este nuevo marco genera una serie de oportunidades que los trabajadores no dejan de aprovechar. Como subraya Ysàs (2008: 177-178), de una parte, la negociación laboral situaba al Estado en segundo plano y permitía a los trabajadores presentar sus demandas a los empresarios o al sindicato vertical. De otra parte, la negociación del convenio ofrecía oportunidades para dinámicas de presión. Efectivamente, muchas de las huelgas posteriores a 1962 se dan en el marco de la negociación de los convenios colectivos. Finalmente, este nuevo marco favorece indirectamente a la organización obrera y estimula la instrumentalización de las oportunidades de la legalidad franquista, en particular en el maro de las elecciones sindicales.

Esta cuestión es clave, ya que la apuesta individual primero, y colectiva (de las Comisiones Obreras) después, por presentarse a las elecciones sindicales va a permitir que en muchos casos, por primera vez, verdaderos representantes legales de los trabajadores negocien con los empresarios, aunque bajo la vigilancia de las autoridades sindicales y laborales. De la misma forma, la mayor representatividad de estos enlaces a escala de empresa permite visualizar la subordinación de los representantes del sindicato único a los intereses del Estado y la patronal, deslegitimando ante la masa trabajadora la estructura corporativa. Finalmente, en el citado marco de mayor apertura del régimen, se extiende entre la clase trabajadora la consideración de la legitimidad para reunirse y discutir libremente sobre los asuntos que les afectan; algo que no detendrá el recrudecimiento represivo posterior. En definitiva, como resume Ysàs, para mediados de la década de los 60, "el intenso proceso industrializador, la política laboral franquista, el autoritarismo patronal, la experiencia acumulada en la acción colectiva y la propia concentración obrera en las periferias de las grandes ciudades (...) contribuyeron al asentamiento de una cultura comunitaria que contribuía decisivamente al impulso renovado del movimiento obrero" (2008: 178).