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Álava-Araba. Historia

La dificultad de concretar un punto de inicio a la Edad Moderna en Álava puede subsanarse con la aparición en 1476 de la figura política y judicial de su Diputado General, Lope López de Ayala, merced a una Real Provisión emitida por los Reyes Católicos. Esta orden involucraba a las justicias alavesas en el proyecto de pacificación del Reino al que aspiraban los monarcas. Este empleo reforzaba el proceso de organización política de Álava junto a las uniones, entre 1489 y 1491, de Aramaio y Llodio al seno del marco jurisdiccional provincial. IlustraciónAunque en 1502 el contorno de Álava se asemejaba mucho al actual, las graves vicisitudes de su proceso organizativo muestran la imagen de un territorio invertebrado.

La limitación de la influencia de los grandes señores medievales desde mediados del siglo XV produjo la cristalización de la personalidad jurídica provincial, es decir, la regularización, ordenación y jerarquización de sus cuerpos políticos y jurisdiccionales: Diputación, Juntas Generales y Particulares, Procuradores y Alcaldes de Hermandad. Aunque los antedichos señoríos nobiliarios perdieron su influencia frente a estos otros organismos tampoco podemos olvidar que durante la Edad Moderna el territorio alavés siempre estuvo dividido entre tierras de señorío y de realengo. Igualmente, estos mismos señores o sus descendientes supieron cambiar sus lugares de habitación y forma de actuar para adecuarse el nuevo entramado político e institucional desplegado desde finales del siglo XV consiguiendo ocupar continuamente los principales puestos dentro del aparato administrativo y político provincial (apellidos y linajes como los de los Álava, Esquível, Ayala o Verástegui).

Ahora bien, aunque las atribuciones jurisdiccionales de las hermandades ya estaban expuestas en el Cuaderno de Ordenanzas de 1463, uno de los principales problemas políticos de este período se concretó en la definición de las competencias administrativas por la evidente escasa capacidad de sus organismos para gobernar todos los elementos sociales y jurisdiccionales insertos en territorio provincial. Esto es, la Provincia tenía vetado el ámbito municipal (regido por las oligarquías urbanas y con unas ordenanzas concejiles aprobadas por el Consejo de Castilla) y graves limitaciones en sus atribuciones fiscales y/o hacendísticas (difícilmente podía imponer gravámenes por su cuenta sino que siempre dependió de los regimientos, sobre todo, del de la Hermandad de Vitoria).

Álava y su Diputado General se convierten en una excepción gubernativa dentro del Reino de Castilla. Se trataba del único territorio donde no existía un representante de la Corona directamente nombrado por cada monarca. El Diputado General representaba las dos caras de una misma moneda: por un lado, encarnaba y defendía los intereses de Álava y sus naturales y, por otro lado, al unísono, ejercía las mismas funciones de cara a la Corona de Castilla. Este dualismo funcional, siendo manifiestamente problemático sin embargo condujo a una relación con la Corona caracterizada por la colaboración y el entendimiento, siempre salpicado de momentos y situaciones menos bucólicas. Esta situación sólo puede explicarse por la perfecta coordinación y la comunidad de intereses presente entre la Corona de Castilla y quienes estuvieron al frente de la Hermandad de Álava controlando sus Juntas Generales y el empleo de Diputado General, esto es, las grandes familias de la nobleza alavesa.

De cualquier modo, esta imagen tan homogénea de Álava también sufrió grandes alteraciones por la disparidad de criterios de los territorios y jurisdicciones que la integraban. Exceptuando la incorporación coyuntural del valle de Orozko entre 1507 y 1568, a lo largo de la Edad Moderna varias hermandades intentaron separarse de la hermandad general, es decir, de Álava. A lo largo del siglo XVI lo intentó varias veces la hermandad de Laguardia, Orozko comenzó sus trámites hacia 1552 y Llodio lo volvió a intentar en el siglo XVII. Muchos de estos intentos segregacionistas derivaban de la falta de equilibrio en la articulación jurisdiccional, es decir, durante la Edad Moderna dentro del entramado provincial intentaron insertarse muchas de las realidades preexistentes con lo que el reparto de atribuciones y jurisdicciones producía enormes quebraderos de cabeza y luchas intestinas entre estos cuerpos provinciales (Hermandades, señoríos, villas y Juntas Generales).

Aunque sobre el papel, tanto las Juntas Generales como el Diputado General, asumían la representatividad provincial y la capitalidad competencial del marco alavés, en muchas ocasiones, las diversas hermandades, las villas o grupos de influencia (sobre todo los grandes notables provinciales) proyectaron iniciativas estranguladoras para las nuevas instituciones provinciales. Cabe destacar que desde el siglo XVI en adelante se aprecia un singular aumento del número tanto de señoríos (por haberse fraccionado en las sucesivas herencias, llegando hasta existir 31 señoríos) como de nuevas villas (a fines del XVIII había 72 villas, sin contar Vitoria). Dentro de este caos, el organigrama institucional de la hermandad alavesa, fijado en el Cuaderno de 1463, se mantuvo casi invariable durante toda la Edad Moderna. La composición de las Juntas Generales seguía rigiéndose por medio del un sistema de representación corporativo y territorial donde cada hermandad gozaba de los mismos derechos y obligaciones independientemente de sus características geográficas y/o económicas. Todas las circunscripciones alavesas poseían un voto y la voluntad de Álava se entendía como la suma de las de sus hermandades. Los representantes de éstas eran los llamados Procuradores de Hermandad de cuya elección y adecuación poco sabemos. Más bien suponemos que tales designaciones estuvieron permanentemente en manos de quienes gozasen del control político de las diversas hermandades.

El elemento más trascendental de esta organización corporativa residía en que, poco a poco, fue adquiriendo una mayor fuerza o capacidad ejecutiva en los diversos planos de actuación convirtiéndose, al final, en una vía idónea para que la oligarquía provincial dominase este ámbito jurisdiccional. A la par, el empleo de Diputado General, principal ejecutor en un primer momento de las decisiones de la Corona y/o de las Juntas Generales, surge como un personaje clave en el desarrollo de este entramado institucional hasta acabar por identificársele como la síntesis encarnada de la misma foralidad provincial. Algunos historiadores reivindican esta figura para mostrar la autonomía administrativa alavesa, mayor que la de la de Gipuzkoa y Bizkaia, aunque tampoco podemos olvidar que la provincia y sus instituciones aceptaron durante toda la Edad Moderna, aunque siempre negociando, muchos de los servicios militares y fiscales demandados por la Corona de Castilla (participó enviando tropas o pagando su equivalente desde la toma de Granada en 1492, pasando por la conquista de Navarra en 1512, en los diversos conflictos con Francia a lo largo de los siglos XVI y XVII así como en las sublevaciones de Portugal y Cataluña desde 1630 hasta 1642). Resumidamente, esa cierta autonomía provincial solamente abarcaba a los asuntos provinciales y cuando resultaba imprescindible su participación en acciones generales, aun a regañadientes, Álava siempre cumplió con las que consideraba como sus obligaciones al entenderse como un cuerpo político más de aquellos que integraban la Monarquía hispánica de la Edad Moderna.

El Diputado General hacía las veces del Rey en Álava, además de ser la última instancia y máxima autoridad militar provincial y también el presidente de sus Juntas Generales. Pocos ámbitos de acción escapaban realmente a su influencia. Se trataba de la representación regia con poderes efectivos en lo judicial, ejecutivo con un estimable control respecto a la actividad legislativa de las antedichas juntas. Todas estas facultades no las concedía la Corona sino las propias instituciones provinciales. Por ello se consideraba, dentro del derecho consuetudinario alavés, que el ocupante de este empleo no debía ser foráneo. De igual manera, desde que en 1742 se implantó la nueva estructura aduanera hasta la revuelta de Módenes de 1804, la mayoría de los gobernadores de las aduanas del País Vasco, sitas en territorio alavés, debían ser naturales y no foráneos. Mediante una Real Cédula de 20 de abril de 1537, el Diputado asumió mayores competencias de justicia al excluirse a los alcaldes ordinarios en aquellos asuntos en que tenía atribuciones el Diputado General, superando los límites de la ordenanza de 1463 que limitaba sus funciones a los "casos de hermandad". Asumía, por lo tanto, funciones relativas a la reparación de caminos, puentes, malos usos, en materia militar y en materia de justicia se convierte en la última autoridad e instancia (por encima de las hermandades). Poco a poco, este cargo unipersonal reunió a su alrededor el poder ejecutivo así como la más completa jefatura civil, militar y política de la provincia.

A medida que se produjo este aumento de la influencia del Diputado General en la vida política, social y económica alavesa, evidentemente, fueron surgiendo conflictos competenciales con diferentes instancias. En primer lugar, con las autoridades delegadas y jueces enviados por los diversos monarcas castellanos (jueces de sacas, de residencia, dezmeros de los puertos secos y Diezmos de la Mar, Alcalde Mayor del Adelantamiento de Burgos, etcétera), con las autoridades eclesiásticas (recordemos que durante toda la Edad Moderna, Álava y sus localidades estuvieron integradas dentro del Obispado de Calahorra y La Calzada, a pesar de los sucesivos intentos, sobre todo hacia 1780, por conseguir una sede episcopal sólo para esta provincia), con los representantes de los señoríos (sobre todo con los gobernadores y administradores puestos por los Señores que, frecuentemente, vivían en Vitoria, Madrid o Cádiz) y, especialmente, con los propios cuerpos integrados en la provincia. Estos últimos, sobre todo la ciudad de Vitoria, nunca aceptaron de buen grado el papel preponderante del nuevo marco institucional y, mucho menos, de su representante principal. En todo momento, Vitoria, como otras localidades, valles y hermandades, celosas de sus prerrogativas, exenciones y franquicias (que, en esencia, no tenían que coincidir con las provinciales), siempre estuvieron vigilantes a los pasos dados por las Juntas Generales y su Diputado.

La hostilidad entre la hermandad alavesa y los señores de la tierra se mantuvo activa hasta, al menos, el siglo XVII. Aunque muchos de los intentos segregacionistas tuvieron como motivo principal la diversidad de opiniones sobre los acopiamientos y repartos de tributos, bien es cierto que igualmente, entre bambalinas, aparecían las cabezas de muchos de estos señores vertebrando estos procesos de desanexión. Las razones principales de estos enfrentamientos se articulan alrededor de dos grandes asuntos: las competencias de justicia y militares. El control de estas atribuciones, por delegación de la Corona y defensa de los alaveses, acabaron recayendo en las manos del Diputado General en perjuicio de los nobles en sus señoríos jurisdiccionales. Así, el gobernador del Duque del Infantado intentó hacia 1533 ejercer de juez de apelaciones en el señorío del Infantado. El pleito consiguiente se resolvió a favor de Álava, por Real Provisión de 20 de abril de 1537, por la Chancillería de Valladolid. En el ámbito militar la mayoría de disposiciones que cedían competencias a las Juntas Generales y al Diputado General se establecieron durante el reinado de los Reyes Católicos. En 1496 ordenaron a los Condes de Orgaz, de Oñate, Salinas y a otros no hacer alardes ni repartos de hombres en sus señoríos a la hora de cubrir los servicios demandados por la Corona. Esta atribución quedaba en manos exclusivamente del Diputado General. Igualmente se limitaron los intentos del Corregidor de Logroño de efectuar estos servicios en Laguardia, concretamente en 1597.

El movimiento comunero, con la intervención del Conde de Salvatierra (Pedro de Ayala), se presenta como uno más de estos enfrentamientos entre la nobleza alavesa y las nuevas instancias e instituciones provinciales. Este conflicto en Álava se mostró, más bien, como una pugna entre el Diputado General, Diego Martínez de Álava, y Pedro López de Ayala, el primero como representante de una clase funcionarial al servicio de la Corona así como de la hermandad alavesa y, el segundo, como delegado de la gran nobleza territorial que se sentía postergada por los cambios institucionales que se abrieron desde principios del siglo XVI. La derrota de Durana, de 19 de abril de 1521, supuso no solamente el final de sus aspiraciones personales sino también con el intento de reforzamiento del poder nobiliar en este territorio. El Diputado General, las instituciones provinciales y los cercanos a Diego Martínez de Álava y a la Corona de Castilla salieron absolutamente fortalecidos tanto en el ámbito personal como en el institucional.

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Eliminado y/o domesticado en gran medida el afán de protagonismo de los nobles alaveses, especialmente de las casas de los Ayala y del Infantado, otro nuevo enemigo comenzó a efectuar sus primeros movimientos estratégicos: la ciudad de Vitoria. Esta ciudad pretendía sacar provecho del protagonismo que tuvo en la formación de la Hermandad General de Álava, en la lucha contra los comuneros y de su estratégica posición en lo económico dentro del marco provincial. Los pleitos y disputas fueron continuos a lo largo de la Edad Moderna, especialmente en los siglos XVI y XVII. A comienzos del siglo XVII, en 1621, Vitoria y su jurisdicción peleaban cruelmente en los tribunales con el conjunto de las hermandades alavesas sobre el título y denominación de Álava (desde el siglo XV se hablaba de "Provincia de la Ciudad de Vitoria"). Posteriomente, combatieron por asuntos relativos a exenciones fiscales sobre productos de consumo (1681), por los incumplimientos de esta ciudad en sus servicios de soldados (1709) o por cuestiones de puro protocolo (competencias entre el Alcalde Ordinario de Vitoria y el Diputado General en cuanto a quién tenía prioridad en las rogativas por las personas regias, en 1722).

Por término medio, las instancias superiores sentenciaban a favor de la Provincia. A pesar de ello, Vitoria logró instalarse como centro neurálgico del nuevo organigrama político e institucional. En un principio, esta situación la compartía con Salvatierra, el valle de Ayala y Laguardia pero, paulatinamente, el peso de esta ciudad acabó por romper el equilibrio provincial. Desde 1498 los vitorianos controlaban una de las dos secretarías provinciales, la de ciudad y villas, y desde 1581 la primera Comisaría de la Junta Particular. Ahora bien, el punto principal de esta disputa se concretó en el privilegio más importante gozado por esta ciudad y consistente desde 1534 en la posesión de la mitad de los votos en la elección del Diputado General por lo que, necesariamente, este empleo recaía sucesivamente en las manos de los representantes de la oligarquía nobiliar de Vitoria. La Concordia de 1534 supone la obtención del control político provincial por medio del nombramiento casi exclusivo del cargo de Diputado General, dejando al mismo tiempo a un lado a la Corona y al resto de cuerpos provinciales. Los dos diputados anteriores, Lope López de Ayala y Diego Martínez de Álava, habían sido nominados por la Corona. A partir de esta fecha y hasta el siglo XIX, todos los Diputados Generales fueron nombrados por Vitoria y su oligarquía. También es cierto que la Corona de Castilla no vio ningún problema en esta situación ya que los miembros de la oligarquía vitoriana eran, en principio, uno de sus principales baluartes en el ámbito alavés por lo que Carlos V no dudó en confirmar esta concordia en 1535.

Esta conexión entre municipio y hermandad llevó a la oligarquía vitoriana a la cima del poder provincial, manteniendo íntegro el principio de que el Diputado General debía ser natural de la provincia. Con el beneplácito de la Corona, estas nuevas instituciones provinciales quedaron en manos de los miembros de la oligarquía nobiliaria vitoriana que cumplía con las exigencias legales para acceder al cargo y, sobre todo, mostraba una lealtad sintomática a la Corona. Desde el siglo XVI, los hidalgos rurales de las hermandades junto a los miembros de la oligarquía vitoriana coparon la mayoría de los empleos dejando fuera de las instituciones provinciales a los campesinos así como a los escasos miembros del artesanado y comercio vitorianos. Los ordenamientos elaborados entre fines del siglo XV y principios del XVI condicionaron absolutamente el perfil de quiénes podían acceder a los empleos "de la república", esto es, a los empleos públicos (poniendo trabas económicas, jurídicas y/o sociales). Esta oligarquía, donde confluían el viejo patriciado vitoriano así como los representantes más relevantes de la pequeña nobleza rural alavesa, también establecida en Vitoria, fue apuntalando su exclusivismo e idoneidad a lo largo de las siguientes centurias con gran éxito.

Bien es cierto que muchos de los miembros de este grupo elitista habían mantenido intensas relaciones con las actividades mercantiles durante el siglo XVI, como era el caso de los Álava, Esquíbel o Aguirre. La fase de ennoblecimiento posterior, sobre la base de la fortuna obtenida en el comercio o, sobre todo, derivada de la aplicación del importante concepto del "servicio a la Corona" en diversos empleos y cometidos, les convierte en los individuos y/o familias más adecuadas para hacerse cargo de los empleos con responsabilidades de diverso tipo. Poco a poco adquieren propiedades urbanas y rurales, torres, antiguos palacios, señoríos jurisdiccionales en desuso, títulos de la Corona o hábitos de órdenes militares que, en suma, sirven para justificar su propia idoneidad. Realmente esta oligarquía creó un círculo vicioso de mercedes y contraprestaciones que acabó por convertirles en los únicos aspirantes a ocupar los cargos políticos mayores y menores de la provincia y de los diversos cuerpos provinciales. Solamente en el siglo XVIII encontramos, con la revuelta de 1738 acaecida en Vitoria, un duelo que sobrepasa desde su inicio el principio de idoneidad defendido por esta nobleza. Nos referimos a la disputa entre la nobleza vitoriano y alavesa con los comerciantes de Vitoria. Este conflicto se supera mediante una tácita alianza que, en el fondo, solamente permite una pequeña apertura de las filas de esta oligarquía para que entrasen algunas nuevas familias vinculadas a la actividad mercantil y que, al poco tiempo, se ennoblecieron y siguieron los mismos pasos que sus antiguos enemigos.

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En general, ni en las instituciones locales ni en las provinciales, la mayoría de los habitantes pudieron optar a ocupar los empleos que conllevaban ciertas responsabilidades y, sobre todo, una elevada carga honorífica. La mayoría de la población veía las instituciones referidas como elementos ajenos a sus posibilidades y aceptaba, a veces a regañadientes, el papel director de los miembros y/o familias que copaban los empleos superiores tanto en el orden local como provincial. Además de esta política práctica, el interés de esta oligarquía se salvaguardó mediante aprobaciones regias referentes a la imposibilidad de la venta de los oficios locales (como ocurre en Vitoria en 1630). La limpieza y la nobleza aparecían igualmente como elementos distorsionadores de la posibilidad de que cualquiera pudiese acceder a los oficios públicos. Más todavía en un territorio donde, a diferencia de Bizkaia y Gipuzkoa, no existía la hidalguía universal sino que para demostrar la hidalguía resultaba imprescindible serlo según el fuero de Castilla. Véase Nobleza.

Entonces, exceptuando a esa oligarquía, ¿qué beneficios obtenía la población alavesa del desarrollo de este entramado institucional concretado alrededor de la figura del Diputado General? La mayoría de los alaveses entendían que una de las funciones primordiales de las juntas y diputado consistía en la defensa a ultranza de los privilegios y exenciones que les correspondían por ser naturales de ese territorio. Ahora bien, el tópico de la exención generalizada ya se ha quebrado lo suficiente como para poder afirmar que, aun siendo más exentos fiscalmente que sus convecinos de Castilla, realmente a través de los servicios y donativos pagaron, no tan voluntariamente como se pretendía, gruesas sumas de dinero a las arcas de la Corona de Castilla. Puede resultar una contradicción que una sociedad que ve lastradas cada vez más sus posibilidades de excepcionalidad fiscal sea al mismo tiempo la principal sustentadora del mito de la exención.

El calificativo de exento, más propio de fines del siglo XVIII, no hacía justicia a la realidad que vivieron los alaveses durante la Edad Moderna. Realmente, desde el siglo XVI, lo que las autoridades provinciales de Álava pretendían era constituir una "forma propia de contribución". Esto es, que contribuyesen de manera diferente al resto de los reinos y territorios de la Corona y que ellos mismos se hiciesen responsables de la recaudación y contribución en su territorio sin la presencia de autoridades ajenas al mismo en estas funciones. Quizás los rasgos más llamativos de la peculiaridad alavesa, como la de las provincias hermanas, consistiese en la inexistencia de tasas de tránsito de mercancías ni en su comercialización. Esto es, al estar dispuestas las aduanas del Reino en vez de en la costa (como se pretendió entre 1718 y 1722) en el interior (con lo que el Ebro se convirtió en la frontera fiscal que no política del norte peninsular), los productos introducidos por ambos lados y que circulaban por Álava estaban exentas del pago de gabelas. Esto produjo una zona de menor presión fiscal que beneficiaba la compleja situación económica de gran parte del campesinado y del artesanado alavés.

Aunque las aportaciones generales de Álava a la Hacienda Real de Castilla fueron menores que las de otras provincias contribuyentes no podemos afirmar que fuese una zona realmente exenta. La provincia no conocía los servicios reales ni los millones ni los derechos de sacas. Ahora bien, aunque estancada, sí pagaba la alcabala y, sobre todo, gravosas sumas de dinero a través de los servicios armados. Dicho de otra manera, la vía ordinaria de contribución era menos gravosa en Álava que en el resto del Reino pero, a través de los servicios extraordinarios, se compensaba aquella diferencia. Por otro lado, una competencia propia de la provincia como era la composición, reparación y mantenimiento de la red viaria también contraía un continuo gasto que, a diferencia de en otras provincias, no gravaba las arcas de la Corona sino la de los naturales de ese territorio.

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Aunque desde el siglo XVI, las autoridades alavesas tuvieron claras competencias respecto al gasto provincial siempre estuvieron desprovistas de una capacidad recaudatoria propia. Los gastos derivados de sus actuaciones y/o competencias se financiaban mediante derramas y/o repartimientos (esto es, repartos públicos organizados desde las instancias provinciales) entre los pueblos y hermandades. Pero entre las competencias de las juntas alavesas no estaba la de crear nuevas formas impositivas ni la de recaudarlos, de lo que básicamente se encargaron las corporaciones locales y hermandades. En el siglo XVIII, lapolítica de mejora del plan de puentes y caminos provincial generó la necesidad de nuevos ingresos. A fin de poder acometer esta función, propia en teoría del Estado, las autoridades alavesas se vieron obligadas a pedir permiso a las instancias superiores para imponer nuevos gravámenes sobre el vino, siempre con el beneplácito de la Corona y de la Hacienda Real.

A diferencia de Gipuzkoa y Bizkaia, Álava contó con un impuesto vinculado a la Corona de Castilla como eran las alcabalas (impuesto que grava las transacciones de todo tipo de bienes con tramos iguales o inferiores a un 10%) desde finales del siglo XV. Álava estaba adscrita a la denominada "Merindad de Allende Ebro", circunscripción que integraba también a Gipuzkoa y a las tierras riojanas de la zona norte del Ebro. Otras zonas, como los valles orientales de Valdegovía y Valderejo estaban también insertos en los llamados "Valles de Miranda" y Vitoria y su jurisdicción en la "Merindad de Allende Ebro". Como vemos ni desde un plano fiscal existía una mínima unidad entre los diversos cuerpos que integraban la realidad provincial. La otra mitad de la geografía alavesa quedaba al margen del pago de esta gabela (Ayala, Aramaio, Llodio, Artziniega, Urkabustaiz o Arrastaria). Los pagos, por lo tanto, eran independientes por cada agregado provincial. Después de un auge inicial, a partir de 1575 o 1577 se estabilizó la cuantía del pago de la alcabala hasta fines del Antiguo Régimen. Normalmente, el pago de esta gabela se encabezaba, es decir, se ofrecía una cantidad fija por varios años como un adelanto a la Hacienda Real quien, siempre necesitada de dinero, los aceptaba.

El encabezamiento sirvió para minorar los perjuicios que provocaba esta gabela. Ahora bien los principales afectados por su existencia no eran ni la nobleza ni el comercio sino, como resultaba habitual, los campesinos arrendatarios alaveses. Por medio del encabezamiento, la Corona transformó un impuesto indirecto en una vía directa de contribución impositiva. Esto es, tras encabezarse, los pueblos y la provincia acudían al reparto de la contribución entre todos los vecinos. Por ejemplo, Vitoria consiguió por un Real Privilegio de 19 de agosto de 1687, fijar un encabezamiento perpetuo de sus alcabalas estimado en algo menos de un millón y medio de reales. Encabezamiento ciertamente tardío porque los momentos de mayor influencia de las alcabalas fueron los anteriores a esta concesión, de lo que salió mucho más beneficiada Gipuzkoa. Realmente, en 1687, Vitoria compró el encabezamiento perpetuo a cambio de un donativo de 18.000 escudos a la Corona de Castilla.

Ahora bien, el verdadero peso de la fiscalidad regia en Álava fueron los servicios armados, esto es, la participación directa en la financiación de las empresas militares en Europa y América de la Corona española. Desde el siglo XVI, las aportaciones a los servicios de armas (con dinero, armas o soldados) fueron el elemento más distorsionador y conflictivo dentro del marco provincial. Conforme la guerra se fue convirtiendo en un elemento estructural durante la Edad Moderna, la exención teórica de Álava en esta materia fue perdiendo su virtualidad. En realidad, el problema principal no consistía en pagar o no los donativos demandados por la Corona sino en la formar de contribuir. El reparto por medio de la "hoja de hermandad", listado de los integrantes de las diversas hermandades y villas de Álava, provocaba continuos enfrentamientos, alteraciones, pleitos y fricciones entre los diversos cuerpos provinciales. Las desigualdades demográficas y de riqueza no se tenían demasiado en cuenta por lo que, al final, las hermandades o sus vecinos más pobres se veían directamente castigados por estas derramas. Frente a las quintas y enganches que existían en el resto del Reino, Álava gozaba de la posibilidad de evitar que sus jóvenes hiciesen el servicio militar, ahora bien, siempre previo pago de gravosas cantidades de dinero que, en último término, también perjudicaban a los más débiles.

Estaban obligados a proteger su territorio, Álava, mediante milicias o los llamados cuerpos provinciales pero no a participar en conflictos ajenos a su lugar de habitación o de nacimiento. Si en el siglo XVI el sempiterno enfrentamiento entre Castilla y Francia se convirtió en motivo de la continua demanda de donativos y/o servicios de armas, a partir del siglo XVII la situación empeoró notablemente. Las necesidades financieras de los reinados de Felipe III y IV, sobre todo durante el valimiento del Conde-Duque de Olivares, y las urgencias militares en la Europa del Norte provocaron que entre finales del siglo XVI y los años setenta del XVII se duplicasen las exigencias de la Corona. La guerra con Francia, el problema de Flandes o las sublevaciones de Portugal y Cataluña provocaron la continua sangría de los alaveses. Como bien explica Mª Rosario Porres, Álava pasó a triplicar sus repartimientos a fines del siglo XVII. Además, este incremento coincidió directamente con una fase de estancamiento generalizado en la economía provincial, paralela al del aparato imperial español. A cambio de estos donativos, Álava y sus autoridades consiguieron contrapartidas satisfactorias como el reconocimiento de Felipe IV en 1664 de la especial constitución alavesa, de su gobierno propio, de sus leyes, de su exención tributaria y la igualdad de la foralidad alavesa con la propia de las provincias hermanas.

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El siglo XVIII aparece ante nuestros ojos como un período significado por la progresiva acentuación de la mirada de las autoridades borbónicas hacia el control y restricción de los tradicionales privilegios de las provincias vascas. Es un siglo donde los gravámenes siguen incrementándose, provocados por los conflictos sucesorios de principios de centuria y los internacionales de su segunda mitad. Mientras que la Guerra de Sucesión (1702-1713) afectó poco al territorio alavés mayor fue el quebranto producido por la Guerra de la Convención (1793-1796) e Independencia (1808-1812). Parte del incremento se debió al ingente esfuerzo de mejora de las vías de comunicación alavesas (creación del camino de coches entre Vitoria y La Rioja (1767 y 1778) o el Camino Real hacia Bizkaia por el alto de Altube. Los vizcainos también abrieron en 1772 el camino de Orduña y en dirección a Gipuzkoa se desvió el camino de postas, dejando a un lado el antiguo paso de San Adrián, por Arlabán hacia Mondragón y, sobre todo, la comarca de Deba. Este afán de mejora de la red viaria provocó la aparición, a partir de 1765, de ratificaciones a los deseos de aplicar nuevos gravámenes sobre artículos de primera necesidad (especialmente, el vino). Así es como realmente nació la fiscalidad provincial alavesa. Ahora bien, este nuevo sistema también produjo, como los repartimientos, graves conflictos ya que quienes controlaban las instancias provinciales aprovecharon esta situación para hacer recaer la mayoría de los gravámenes en las transacciones comerciales y en el consumo. Tanto los consumidores como los comerciantes se vieron fuertemente afectados por esta situación con lo que solamente la oligarquía y sus arrendatarios veían un futuro halagüeño en este nuevo sistema impositivo.

Durante el "Siglo de las Luces", Álava, vivió otro momento de tribulación y de gran preocupación alrededor del problema aduanero. Las autoridades provinciales consiguieron en 1703 que Felipe V, a cambio de los 2.500 doblones entregados dos años antes, el privilegio del "uso" o "pase" foral, como Guipúzcoa y Vizcaya. Esto es, mediante la fórmula del "obedézcase pero no se cumpla", las Juntas Generales y/o particulares, podían impugnar todas aquellas leyes, normas, órdenes o disposiciones que considerasen contrarias a los privilegios de Álava. Esta concesión, otorgada en plena Guerra de Sucesión, permitió cierto afianzamiento del régimen foral alavés. Ahora bien, poco después, en 1717, comenzó un nuevo conflicto derivado del intento de traslado de las fronteras aduaneras del Ebro a la costa cantábrica. Aunque a los cinco años, las aduanas volvieron a sus lugares originales hubo de establecerse el capitulado o convención de 1723, en 1727 con las otras dos provincias afectadas, por el que se daba paso a una nueva etapa en las relaciones entre la Corona y Álava. Este acuerdo actuaba preferentemente en cuanto a la capacidad de las justicias territoriales, alcaldes de hermandad, para participar en la lucha contra el contrabando que generaba la situación fiscal alavesa respecto a las poblaciones cercanas de Castilla. Esta competencia fue hábilmente utilizada por las autoridades provinciales para ir centrando alrededor de la figura del Diputado General cada vez mayores atribuciones respecto al contrabando en el interior provincial y respecto al cuidado de la frontera de Álava con el resto de territorios.

Por otro lado, la política borbónica también se dirigió a presionar las bases de la foralidad alavesa a través de vías indirectas. Sobre todo, la variación de la vía tradicional de la salida de la lana a través de Vitoria hacia San Sebastián y luego hacia Bilbao por medio de la fijación en 1763 de la aduana de lanas en Burgos y la construcción de un nuevo camino entre Castilla y Santander, con financiación de la Corona, entre 1748 y 1753, provocaron que los negociantes alaveses y vitorianos entendiesen claramente que había llegado el final de ser el principal almacén de lanas del norte peninsular. Poco más tarde le llegó el turno al hierro, segundo elemento característico de la vida mercantil de estas provincias. El deseo de Carlos III de lograr una unificación arancelaria, tan demandada desde mediados de la centuria, quedó plasmado en el arancel de 1780 que consideraba a los géneros provenientes de las Provincias Exentas como foráneos (independientemente de su procedencia). Esta medida gravó fuertemente a las numerosas ferrerías así como a las fábricas de curtidos y harinas establecidas en las tres provincias. Probablemente se sintiesen más afectadas las provincias costeras que Álava por la menor presencia de este tipo de manufacturas en su territorio (básicamente localizadas en tierras de Ayala, Zuia y Araia, los valles norteños). Al comercio vitoriano y alavés sólo se le ocurrió la idea de proponer la creación de un Consulado y Tribunal de comercio en 1780, rápidamente obstaculizado desde Madrid.

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La evolución demográfica alavesa durante la Edad Moderna siempre estuvo condicionada por ser el territorio menos poblado. Partiendo de una población estimada en unos cincuenta mil habitantes a principios del siglo XVI, todavía mantenía este guarismo dos siglos después. Ahora bien, este claro estancamiento en la larga duración choca con la existencia de varias fases internas. El crecimiento del siglo XVI, demográfico y económico, le permitió crecer por encima de sus posibilidades (llegando en 1557 a un total de cerca de setenta mil habitantes). Álava, según las estimaciones de Luis M ª Bilbao, se presentaba como una provincia excedentaria en artículos de primera necesidad: trigo (de modo singular, la Llanada alavesa) y vino (sobre todo en la zona de La Rioja). Con ellos abastecía las necesidades de las provincias costeras. Mientras tanto, el resto de zonas alavesas llegaba justo a cubrir sus necesidades de manera coyuntural siempre muy cerca de la "espiral del crédito". Entre 1535 y 1590 los índices productivos del cereal ascendieron un 48% y los del vino un 60%. Por otro lado, la comarca de Salinas de Añana contaba con una importante producción de sal que abastecía los mercados castellanos además de los alfolíes de Álava, siempre con la atenta e incordiante oposición de los herederos de Poza de la Sal (Burgos). En el siglo XVIII, como bien lo indica Mª Rosario Porres, Añana producía hasta unas ocho mil fanegas de sal destinadas al mercado alavés y otras cuarenta mil vendidas en tierras de Castilla. A esta estructura económica de inicios del siglo XVI debemos añadirle el papel primordial de Vitoria como plaza de negociación y fiscalización de la lana que se exportaba a Europa y del hierro vasco que buscaba los mercados de Castilla e Indias.

Ahora bien, a pesar de que la edad de oro de este comercio fuese la primera mitad del siglo XVI, poco a poco, las plazas mercantiles de San Sebastián y Bilbao fueron quitando peso a la mediación vitoriana y alavesa en estos negocios. Estos comerciantes, básicamente, se dedicaron al negocio de la comisión, esto es, cobrar porcentajes por ofrecer servicios en el proceso de comercialización de estos productos. El centro neurálgico de este tipo de negociación se sustentaba en la presencia del principal puesto del sistema aduanero en la ciudad de Vitoria. En esta localidad se concentraba la depositaría, tesorería, oficinas de administración, guardas de rentas y, sobre todo, el lugar de habitación y acción del Gobernador Subdelegado de Rentas del Distrito de Cantabria, nombre con que se conocía en el siglo XVIII al distrito aduanero vasco. De este modo, todas las mercancías y personas que deseaban entrar en Castilla o salir de ella por la puerta cantábrica debían hacerlo por Vitoria. Lógicamente, en esta ciudad también debían satisfacer a la Hacienda Real el importe arancelario de sus productos. Y, en este último asunto es donde alcanzaban una especial importancia los comerciantes vitorianos quienes adelantaban parte de la cantidad que debían satisfacer los productos que entraban o salían por este verdadero "Portal de Castilla". A cambio de este servicio obtenían un ingreso porcentual conceptuado como comisión, de extremada difícil cuantificación, los encomenderos vitorianos. A principios del siglo XVII, cuando los mercaderes portugueses estaban controlando la mayor parte de los negocios que se producían en la meseta norte castellana, varios de ellos establecieron agentes o buscaron encomenderos fieles que les asegurasen el mantenimiento estable y regular de sus negocios.

El negocio de la encomienda o comisión se mantuvo activo hasta mediados del siglo XVIII cuando buena parte de los comerciantes vitorianos vieron tanto que el negocio de lana y el hierro avanzaban en franca decadencia como que la Hacienda Real limitaba gran parte de sus posibilidades de controlar el aparato aduaneros que, en cierta medida, siempre tenido bajo cierto control. El fraude y el contrabando se convirtieron en elementos propios de una economía de frontera como era la alavesa. El control de las aduanas permitía a estos comerciantes realizar acciones fraudulentas produciéndoles grandes beneficios. Ahora bien, la cercanía de la frontera castellana, en las mismas orillas del Ebro, produjo la aparición de una incesante economía de contrabando en la que, de una u otra manera, casi toda la población participaba directa y/o indirectamente. La proliferación de las tiendas públicas en la mayoría de las localidades de la comarca de la Rioja alavesa (especialmente en al villa de Laguardia, Labastida o La Puebla de Labarca) mostraba a todas luces el palpable lucro que obtenían los campesinos, tenderos, artesanos, arrieros, comerciantes y nobles alaveses con ciertos productos. Aunque cualquier mercancía podía ser objeto de contrabando bien es cierto que la plata y el tabaco se convirtieron en los principales productos de una actividad tan ilegal como lucrativa.

Mientras que la capital provincial apostaba directamente por el mantenimiento del control de los mercados de la lana y del hierro a lo largo de esto siglos, el resto de Álava veía marcadas sus pautas económicas y productivas por el predominio de la explotación agrícola y ganadera. Estas actividades primordiales del campesinado alavés también se veían acompañadas, estacionalmente, de la participación de los aldeanos en la explotación de los bosques (sobre todo en los valles del Norte donde hasta finales del siglo XVIII se mantuvo un reducido número de ferrerías, sobre todo, en el de Ayala) y, especialmente, de su intervención en el negocio del transporte. Junto a los transportistas cameranos, sorianos y de los valles de la sierra burgalesa, los arrieros alaveses constituyeron un elemento cardinal en el mantenimiento de la exportación de la lana y la introducción del hierro vasco en Castilla. En la penosa perspectiva del siglo XVII, la arriería se convirtió en una medida de salvación fundamental para muchas de estas economías campesinas que siempre estaban en el umbral de la "espiral del crédito". Estos ingresos auxiliares sirvieron a muchas de estas familias para poder mantener sus escasas propiedades, casas y tierras.

La bonanza de la economía agrícola del siglo XVI comenzó a verse truncada desde los años setenta de esta centuria con la acumulación de una serie de malas cosechas y, sobre todo, con la aparición en 1598 de los primeros signos de la peste atlántica. Las ciudades y los campos alaveses se vieron diezmados, como los de Castilla, por estas circunstancias y la situación seguiría siendo parecida a principios del siglo XVII, acumulándose sequías, heladas, pedriscos así como años de sequíasy de inundaciones. Además de la decadencia productiva y demográfica, este cúmulo de problemas provocó un profundo desequilibrio en el conjunto de los propietarios de las tierras productivas alavesas que, poco a poco, fueron cayendo en manos de las familias de la oligarquía, de los comerciantes enriquecidos, de los usureros avezados y en el patrimonio de la Iglesia. Conforme avanzamos en estos siglos el número de propietarios va decayendo progresivamente apareciendo un panorama desolador donde gran parte del campesinado alavés se ve obligado a convertirse en arrendatario o en jornalero. Durante el siglo XVII solamente la introducción en los valles del norte de Álava de un nuevo producto americano, el maíz, solventó parcialmente la penosa situación que venimos describiendo. Sin embargo, la comarca de la Rioja alavesa mantuvo una situación mucho menos dramática gracias a una profunda especialización en el negocio vitivinícola que siempre contaba con una activa demanda en las provincias costeras.

Esta situación perduró casi hasta el primer cuarto del siglo XVIII. A partir de entonces se abrió una etapa de prosperidad para el campo alavés, tanto en cuanto a los niveles productivos como al aumento poblacional. La imagen del siglo XVIII sería la de una provincia con una mayor carga poblacional, unos centros urbanos más activos y unas tierras más productivas. Tampoco debemos pensar que la situación de los campesinos, la mayoría arrendatarios y/o jornaleros, mejorase grandemente en esta centuria aunque sí es cierto que se alejaron algo más de los penosos niveles de subsistencia del siglo anterior. Por decirlo de otra manera, el hambre y la penuria llamaba con menor frecuencia a las puertas de estos campesinos. La mejora de la producción es sintomática sobre todo cuando advertimos que el eco de los famosos motines de 1766, contra Esquilache, tuvieron escasa repercusión en Álava. A la par, los cosecheros de la Rioja alavesa seguían empleando tierras de pasto y de cereal para el cultivo de la vid. Esta tendencia a la especialización en la producción pero no en la mejora del producto puso en el mercado una excesiva oferta de vino que acabó por producir un descenso continuado de los precios y a la aparición de problemas para los productores riojanos. Solamente los intentos de familias como los Quintano con sus continuos y provechosos viajes a Burdeos y otras localidades francesas en busca de nuevas técnicas ponían un contrapeso a la perjudicial especialización advertida en el agro riojano. Véase AAM

La religiosidad de esta sociedad abarcaba todos los campos de la vida cotidiana, pública y privada, de los alaveses de la Edad Moderna. Estos siglos no presencian en tierras alavesas la aparición de controversias ni disputas teológicas, pocos penitenciados y menos ajusticiados por las autoridades inquisitoriales además escasos perseguidos por sus creencias. Aún siendo una tierra de paso, ahora bien no de entrada, en pocas ocasiones queda constancia de la aparición de focos opuestos a los designios doctrinales de la Iglesia Católica. Solamente la presencia del denominado "Cordón del Ebro", línea fronteriza marcada a lo largo y ancho del Ebro a su paso por la comarca de la Rioja alavesa donde se situaban las tropas o guardas aduaneros, tuvo una decisiva actuación en la lucha contra la penetración de las nuevas ideas provenientes de la Revolución francesa de 1789. Fuera de esta circunstancia, la Edad Moderna alavesa mantuvo una unidad doctrinal sin problemas ni alteraciones.

Las pequeñas iglesias rurales alavesas estuvieron adscritas a las órdenes y gobierno del Obispado de Calahorra y de Santo Domingo de la Calzada (sólo en el último cuarto del siglo XVIII algunas localidades del valle de Ayala estuvieron administradas desde el nuevo Obispado de Santander). Sin embargo, en la Alta Edad Media había existido un incipiente obispado que abarcaba propiamente el territorio provincial. Álava y Vitoria guardaron celosamente aquel recuerdo y reclamaron sucesivamente su reposición durante la Edad Moderna. Lo demandaron ante Adriano de Utrech en el siglo XV, durante el reinado de Felipe II y, por último, hacia 1780. Todos estos intentos cayeron en saco roto hasta que en 1861 se creó la diócesis de Vitoria. Forzada a pertenecer a la diócesis calagurritana, excepto las comarcas de Artziniega, Valdegovía y el oeste de Bergüenda, Álava se encontraba inscrita junto a territorios con tradiciones culturales así como realidades políticas y culturales enormemente dispares, como bien lo muestra Teresa Benito Aguado.

Lorenzo Prestamero, a fines del siglo XVIII, hablaba de un amplio clero alavés, integrado por unas 1401 personas. Este grupo social contaba con un enorme prestigio por su función y los honores que conllevaba pero, al unísono, gozaba de unas escasas posibilidades económicas, con la sonora excepción de los clérigos vitorianos y los de algunos conventos repartidos por la provincia. Junto al convento de clarisas de Quejana, dentro del orden regular, en Álava los conventos más relevantes se concentraban en la capital (especialmente, los de San Francisco y Santo Domingo, tanto masculinos como femeninos). Dentro del orden regular cabe destacar la existencia de la Colegiata de Vitoria, dignidad concedida en 1498 a la parroquia de Santa María de esta ciudad, donde se trasladaron los canónigos de Armentia. Junto a la Colegiata actuaba la Universidad de Parroquias de Vitoria donde se insertaban todos los beneficiados de las cinco parroquias de esta localidad. A este agregado parroquial, al que uniríamos las parroquias establecidas en la mayor parte de los lugares provinciales, habría que añadir la presencia de los capellanes, un clero flotante, y la presencia de numerosas ermitas y lugares sagrados repartidos por los cuatro puntos cardinales alaveses.

Esta estructura administrativa y gubernativa de la Iglesia en Álava se acompañaba de una religiosidad popular muy profunda que se vertebraba fundamentalmente alrededor de un sinfín de procesiones, romerías y fiestas patronales. El clero alavés se dedicó a alimentar continuamente a la población de estas celebraciones religiosas fundamentales tanto en cuanto al mantenimiento de los principios doctrinales y piadosos dispuestos por las autoridades eclesiásticas como a asegurar la cohesión social. Esta fervorosa religiosidad popular también se veía protegida y auspiciada por las numerosas congregaciones o cofradías devocionales que se podían encontrar en la mayoría de las localidades alavesas. A lo largo del siglo XVIII, estas celebraciones también se vieron acompañadas por las misiones encargadas a los jesuitas. Estas misiones consistían en predicaciones, con sermones y actos de devoción popular, destinadas a cohesionar y mantener estable el credo de la población tanto urbana como rural.

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