Novela

Rodríguez Larreta, Enrique

Escritor argentino de origen vasco. Nacido en Buenos Aires en 1873 y fallecdio en 1961 en la misma ciudad. Conocido como Enrique Larreta.

Autor de novelas como La Gloria de Don Ramiro, Zogoibi y Orillas del Ebro, así como del drama histórico Nuestra Señora de Buenaire (1935). Retratado por Ignacio Zuloaga en 1912. Biznieto del general Manuel Oribe y Viana por parte de su madre. En los extractos de sus memorias tituladas Tiempos iluminados dice de sus orígenes:

"Ante todo, como una salutación de mi sangre en el umbral de Castilla, deseaba yo visitar, camino de Madrid (fines de 1903), los dos principales hontanares de mi origen vascongado. El "Sud-Expreso" pasaba por Andoain, en Guipúzcoa. Fuimos a tomarlo en ese pueblo, con el propósito de conocer, sobre la ribera opuesta del Oria, la casa de Azelain. Sirve de paso un antiquísimo puente roído, carcomido por la mordedura del tiempo. Algunos pilares tienen, desde el agua hasta el pretil, como pantalones de yedra. Cuando, traspuesto el río, se la mira de costado, la blanca mansión, de verdinosas paredes, mejora de facha. El atrio, muy recoleto, muy conventual, lleva sus musgos y amarillentos hierbajos hasta los escalones de la portalada. No había aldaba ni timbre; pero apenas puse la mano en el picaporte resonó en el interior de la casa un bronco ladrido que la llenó como un trueno. Por suerte ya tenía yo noticias de aquel mastín que, encerrado en el hueco de la escalera, hacía las veces de campana. Me lo habían anunciado en el pueblo. Don Juan Bautista de Larreta, hidalgo setentón y soltero, era también, como el otro, "enjuto de rostro y seco de carnes".

Su semblante trascendía a gravedad, aunque pasaba (hay que desconfiar siempre de la gravedad de los vascos) por el hombre más dicharachero y extravagante de la comarca. Vivía en su caserón sin más compañía que la de dos viejos servidores que le llamaban "señorito" y no traspasaban jamás la raya del más temeroso respeto. ¿Parientes consigo? Por nada del mundo. Una buena biblioteca, según me lo dijo él mismo, los reemplazaba con ventaja. En cierto momento, cuando alentado por su hospitalaria franqueza y mientras mi mujer visitaba la capilla, me atreví a manifestarle mi asombro de que alguna compañera no animase con su femenino complemento tan espaciosa morada, él, haciéndome señas de que le siguiese, me condujo en silencio a una estancia vecina que, por lo desnuda y severa, más que habitación parecía cámara sepulcral. Poco a poco, sobre dos trozos de piedra, fuese señalando en la penumbra un viejo cofre de cuero. El lo abrió muy despacio. El arcón, forrado por dentro con un papel de colores, estaba vacío; pero conservaba un intenso aroma, uno de esos aromas que sueñan, un romántico aroma de ropas de mujer. Me pareció que allí dentro la muerte y el amor tejían un delicado misterio...

Sale, él mismo, en pantuflos, el seco mayorazgo.
En vascuence, Azelaingo, le dicen, Naguzía.
Tiene espejuelos verdes y bufanda tenía.
Negro bastón bruñido. Vara de infanzonazgo.
Cual si ejerciera fueros de antiguo arzobispazgo,
me enseña como suyas iglesia y sacristía.
Indiscutibles deudos, a su ver convendría,
celebrar con su vino de solera el hallazgo.
¡Culpa fué de tu llama, valdepeñas bravío!
Al indagar por qué no se ha casado nunca,
algo falta, le digo, señor, en su espelunca.
Él destapa un arcón, perfumado y vacío.
¡Fantasma en un fantasma de ropas conservado!
Y ésa fué su respuesta. Sus ojos se han mojado.

Junto a la casa, quedaban aún los restos de una torre y, a muy corta distancia, dentro de la misma heredad, entre un grupo de casuchas aldeanas y el indispensable frontón, levantábase la gótica iglesuela de Zorabilla. La he visto pergeñada en mapas muy antiguos. Algún descanso de romeros. Siempre fue su patrono el mayorazgo de Azelain. Don Juan Bautista tenía silla de brazos en el presbiterio y asistía a las ceremonias como un obispo. Entramos. La nave estaba llena de humildes mujeres acurrucadas y gemebundas. Los cirios retorcidos que ardían sobre el suelo dejaban escapar de tiempo en tiempo hacia lo alto una chispa volátil, como los balbuceos y los suspiros de las plegarias.

No podría explicar lo que experimenté en todo mi ser en ese momento. Súbito calofrío. Contenido sollozo. Mi sangre sabía mejor que mi intelecto lo que significaba toda aquella resurrección de sombras, todo aquel levantarse de lápidas en mi propia conciencia. No estaba muy lejos Lagrán, en la provincia de Alava; pero el acceso era difícil. Malos caminos, ásperas montañas. Deseaba mucho visitar por iguales razones la casa de Viana, en los aledaños de aquel pueblo. Allí había nacido el mariscal Don José Joaquín de Viana, primer gobernador de Montevideo. Pensé que sería más hacedero acercarse por tren desde Madrid. Como sucede a menudo con todo lo que se deja para mejor ocasión, la mejor ocasión no llegó nunca, y aquel deber ideal quedó sin cumplirse."

(Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1939).