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JUDIO (HISTORIA)

Los judíos en Bayona.

Instituciones. Son un primer ministro oficiante, La Hébera encargada de los médicos, orfelinato, asilos, etc., la administración del templo, el Talmud Torah, el Coro (23 hombres y 16 niños).

Orígenes. Después de la expulsión sistemática que los echó de España en 1492, buen número de judíos se refugiaron en Navarra y de allí, arrojados de nuevo, pasaron a todas las pequeñas ciudades del Suroeste de Francia. En Bayona no se les encuentra definitivamente establecidos más que hacia 1550, aunque es probable que su primera aparición date del siglo precedente. Sus comienzos fueron tán difíciles -dice Ducere- que después de haber pasado aquí varios años, la mayoría se vieron obligados a dejar Bayona y a ir a refugiarse en Peyrehorade, Bidache, y Labastide-Clairence donde los Gramont se convirtieron en sus protectores. No hay ningún documento que permita determinar la época de la llegada de los primeros judíos a Bayona. Pero aunque los archivos de la ciudad no hayan conservado la señal, parece sin embargo probable que ciertos judíos de Navarra, que una semejanza de costumbres y quizás de lenguaje confundía con los habitantes de Laburdi, pensaron primero en venir a establecerse en nuestro país, con el que habían tenido siempre relaciones comerciales. Pues antes que pensar que venían de Portugal, con un largo viaje a hacer y teniendo que atravesar poblaciones que les eran hostiles, es más lógico pensar que venían de Navarra, atraídos hacia Burdeos por la presencia de sus correligionarios que habitaban esta ciudad; y al encontrar, a su paso, Bayona y las pequeñas ciudades circundantes no dudaron en establecerse en ellas de una manera casi clandestina, de la que las actas de la época no han guardado testimonio. A favor del edicto de Luis XI, del mes de febrero de 1474, que con objeto de aumentar la población y el comercio de la ciudad de Burdeos, había permitido a todos los extranjeros, excepto los ingleses, venir a quedarse con libre disposición de sus bienes, sin ser obligados a naturalizarse, un gran número de judíos peninsulares se reunieron en esta ciudad y se establecieron en ella. Otros llegaron por las costas del mar y vivieron en Cibouru, San Juan de Luz y Biarritz. De allí pasaron después al burgo St-Esprit de Bayona, sobre el que el rey y la reina de Navarra tenían el derecho de justicia civil y criminal. Al principio, juzgaron prudente no profesar abiertamente su religión y se hicieron llamar durante mucho tiempo Nuevos Cristianos, el nombre que habían traído de Navarra, España y Portugal, donde preventivamente habían sido tolerados como tales. Y a fin de alejar las sospechas hicieron bautizar a sus hijos y se condujeron tanto en lo espiritual como en lo temporal con mucha exactitud y regularidad. Y es bajo esta calificación y haciendo valer «el singular deseo que se les acrecentaba de día en día de residir en el reino para practicar el comercio», que Enrique II les concedió, mediante dinero, el permiso de establecerse en toda la extensión del gobierno de Bayona. No tenemos la intención de hacer aquí la historia de sus discusiones con las diferentes jurisdicciones a las que pertenecían. Es este un trabajo que ha sido desarrollado en la afortunada monografía por M. H. Léon. Nos contentaremos con decir algunas palabras sobre las costumbres de esta raza antigua como el mundo y que se ha conservado hasta nuestros días. Los judíos fueron los primeros que introdujeron en Francia la fabricación y el uso del chocolate, y durante largos años fueron los únicos que se ocuparon de esta industria en Bayona; sin duda es de ellos de donde viene la gran reputación de los chocolates de Bayona. «Los judíos de Bayona -dice M. Léon- como los de Burdeos, como los de Holanda e Inglaterra, vinieron a estos diferentes países a buscar refugio, después de su expulsión de España y Portugal, de donde procedían; y habían tomado el nombre de portugueses. Se consideraban como una nación y estaban orgullosos de su distinción. Se mantenían separados de los judíos de otras latitudes, sin querer confundirse con ellos; y en Amsterdam lo mismo que en Londres tenían y conservaron sinagogas diferentes. Aunque tenían la misma religión y los mismos principios de fe, sus ceremonias no se parecían y a menudo eran muy diferentes de las de los otros judíos. Dispersos entre tantas naciones diferentes, habían tomado, por así decirlo, en cada país el carácter de los habitantes y, con más capacidad de asimilación por naturaleza que los otros, por su inteligencia, su instrucción y su audacia, se habían mantenido como una raza aparte. Un judío portugués de Bayona o de Burdeos y un judío alemán de Metz, parecían dos seres absolutamente distintos. Los judíos portugueses, en épocas antiguas no llevaban barba y no ofrecían ninguna singularidad en su forma de vestirse; las personas acomodadas buscaban la elegancia y el fasto tanto como las otras naciones de Europa de las que no se diferenciaban más que por el culto. Por otra parte estos judíos habían vivido en España o en Portugal, bajo los califas, o bajo los príncipes cristianos, poseyendo grandes riquezas, habían sido muy considerados por su saber en las artes y en las ciencias, así como por su inteligencia en el comercio y los negocios, habían desempeñado altas funciones que les habían colocado a un nivel superior y de esta manera se habían elevado; mientras que los judíos de otras partes habían sido dispersos en toda la extensión de los dos imperios de Oriente y de Occidente, habiendo vivido desde Constantino el Grande en Asia y Grecia, y desde Carlomagno en Occidente, en la opresión y la miseria, considerados como esclavos y tratados inhumanamente como a tales. No podían, pues, por menos de sufrir la influencia del medio abyecto en el que se habían visto obligados a vivir rebajándose».

Costumbres hebreas. En relación con las costumbres que existieron entre los judíos, como entre todos los pueblos cualquiera que sea la religión a la que pertenezcan, vamos a tomar también lo que sigue a su historiador en Bayona. En épocas todavía no muy lejanas, cuando el pan caía por azar de la boca o el bastón de viaje de la mano, se suspendía la salida. En el camino, si un transeúnte os llamaba, o si un animal dañino pasaba a vuestro lado, o por delante, era preciso pararse y volver a casa. Si una persona os lanzaba una mirada turbia, era mal de ojo y se estaba amenazado de enfermedad o desgracia. Nunca se sentaban trece a la mesa. El recuerdo del gran crucificado del Calvario, que murió después de haber celebrado con sus doce discípulos la Cena pascual de Israel, hacía temer que uno de los trece convidados fuese a morir durante el año. El viernes se consideraba como día nefasto, y no se empezaba nada en este día, ni trabajo ni viaje, siendo sin embargo un día medio santificado de preparación para el Sabbat. La luna influía sobre los acontecimientos o el destino de las familias. Con luna menguante no se casaban, ni se entraba en una casa nueva, por miedo de que una desgracia o una muerte tuviese lugar. Cuando nacía un niño varón, inmediatamente se colocaba encima de la cama de la madre y de la cuna del niño, unos cartones en los que se habían escrito versículos religiosos, que preservaban al niño del mal de ojo hasta que se le hiciese la circuncisión. En la circuncisión, una persona no podía ser padrino o madrina si ya lo había sido durante el año; pues hubiese traído desgracia al niño. Dos bodas no podían realizarse con el mismo dosel el mismo día. Después del primer matrimonio, había que desmontar el dosel y volver a poner otro para el segundo matrimonio, pues una de las parejas bendecidas hubiese podido sufrir una implacable fatalidad. El sábado por la tarde no se servía huevos. Pues hubiese supuesto empezar la semana con la misma comida que se ofrece a los que vienen al duelo para la ceremonia del Abel. No se debía tener tres luces en un apartamento, porque en la pieza de los Abelins hay tres luces, es decir: los dos cirios que han alumbrado el ataúd durante la noche de vigilia, y otra luz. No se sentaba, durante la plegaria o en la mesa en una silla baja, porque durante los ocho días de duelo en la plegaria, los que eran de Abel se sentaban en sillas bajas. En el momento en que alguien moría se tiraban todas las aguas que se encontraban en la casa en ese momento, pues eran consideradas como impuras por la muerte que había tenido lugar y no debían servir ya para ningún uso. Si se rompía un espejo era señal de mala suerte. Si era posible había que reemplazarlo inmediatamente para tratar de conjurar el destino fatal. La presencia de un ratón en el dormitorio, la entrada de un murciélago en la casa, anunciaban algún incidente fatal para la familia. Hasta treinta y tres días después de Pascua, a partir del primer día de la fiesta, no se estrenaba nada nuevo, no se cortaba ningún vestido. Sólo podían coserse los vestidos de los muertos. Durante este mismo período no se celebraban matrimonios. En el transcurso de tres semanas entre el día de Tanus, instituido en conmemoración del día en que se practicó la brecha durante el asedio de Jerusalem, y el día de Ab, instituido en recuerdo de la toma de la ciudad santa, no se bañaban en el río ni en el mar, ni se emprendía ningún viaje, y se procuraba evitar todo acto que ofrecía algún peligro, por temor a algún acontecimiento fatal. El vuelo de una mariposa que recibía el nombre de Aleibiador, al entrar en un apartamento, era considerado como un feliz presagio. En el momento de la boda se ponía, sin que los esposos se diesen cuenta, en su bolsillo un poco de mijo y en el zapato de la novia una moneda de oro, a fin de atraer la suerte para la pareja, la abundancia y la fortuna. Durante la ceremonia, una de las madres unía con un imperdible el vestido de los dos esposos, para que en el curso de su vida estuviesen estrechamente unidos. La esposa, durante la bendición, debía procurar poner un pie sobre el del esposo, para que éste no pudiese dominar demasiado en el hogar. Cuando la novia iba, antes de la boda, a tomar un baño de purificación se le decía que al salir tuviese en cuenta el sexo de la primera persona que encontrase, pues correspondería al de su primer hijo. La boda comprendía ocho días de festejos. El último día se daba a los amigos de los casados una comida, que se llamaba cena del pescado. Por la mañana de este día el novio debía, en un momento inesperado, echar un pescado a los pies de la novia. El pescado, una vez examinado, indicaba por su sexo el del primer hijo. La presencia en la casa de un animal doméstico, gato, perro, pájaro, etc., era considerado como un conjuro contra los acontecimientos desgraciados; pues él alejaría de la familia los males causados por el ángel exterminador. Y cuando, por azar, en un sueño, uno se creía en la hora de la plegaria de la Néhéla, del día del Kippour, o bien se figuraba que se le caían los dientes, o que las vigas de la casa se desplomaban, era como un presagio funesto que se podía conjurar con un día de ayuno. Terminaremos con unas líneas sobre una ceremonia judía, que ha conservado a través de los tiempos un carácter marcadamente familiar. Rápidamente pasamos sobre las fiestas de boda, de Pesah, o fiestas de Pascuas, sobre el Roch Hachannah, sobre le Pourrin, y nos contentaremos con hablar de la fiesta de las Cabañas -Cabanes-, que a menudo presenta un carácter íntimo y no se sale de nuestro tema. La fiesta de los Tabernáculos o de las Cabañas, era a la vez pastoril e histórica; desde el primer punto de vista esta fiesta señalaba el final de todas las cosechas, la entrada de todos los frutos y de la viña. Como fiesta histórica estaba destinada a recordar a los israelitas su vida errante en el desierto; y en esta época se debía permanecer siete días bajo la tienda. De ahí el nombre de Fiesta de las Cabañas. Esta ceremonia era acogida por todos, antiguamente, con la mayor alegría. Todo el mundo trabajaba en la Sauke, o cabaña: eran unos refugios rústicos que la familia reunida levantaba mediante algunos postes clavados en tierra y recubiertos de ramas verdes. Las paredes en el interior estaban tapizadas de musgo, y colgaduras blancas caían hasta el suelo; unas cadenas de papel estaban sujetas en el techo de la cabaña. En las rejas se habían colocado frutos de la estación; en la puerta se balanceaba majestuosamente una cebolla roja, con plumas de gallo pinchadas, que impedía la entrada a los espíritus malignos. Allí era donde se servían las comidas, y los convidados se apretaban alegremente los unos contra los otros. ¿Cuántos años transcurrieron antes de que estos actos conmovedores y piadosos, transmitidos de generación en generación durante largos siglos, quedasen reducidos entre los judíos al estado de recuerdo? Pues efectivamente, ellos también han visto desaparecer sus antiguas ceremonias bajo el soplo del espíritu moderno; las tradiciones que les habían sido tan fielmente legadas van desapareciendo más cada día y llegará un momento en que no podrán ya conservar ni sus leyendas. La Revolución fue bien acogida por los judíos de Saint-Esprit cuyos principios se apresuraron a adoptar. Varios de entre ellos tomaron parte en la nueva municipalidad y en el comité de vigilancia. En una sesión del club de los Sans-Culottes, declararon su renuncia a seguir celebrando el Sabbat. Pero estas disposiciones no eran más que superficiales, y secretamente siguieron practicando su antigua religión. Los representantes del pueblo Pinet y Cavaignac, el 21 de messidor del año II -9 de julio de 1794-, publicaron un decreto aprobando la conducta del comité de vigilancia de Jean-Jacques Rousseau, es decir de Saint- Esprit, que «censuró y multó a algunos fanáticos de esta comuna que, por sus trajes, sus acciones y sus procedimientos, festejaban aún el antiguo día del Sabbat». Otro decreto prohibía dejar quemar las lámparas sabáticas el viernes por la tarde.