Ingenieros

Alzola y Minondo, Pablo de

Ingeniero guipuzcoano. Donostia, 27 de junio de 1841 - Bilbao, 25 de octubre de 1912.

Hacer un somero repaso de la vida y obra de Pablo de Alzola resulta extraordinariamente difícil, por la infinidad y variedad de temas de los que se ocupó; y es que fue, como decía uno de los pocos biógrafos con que ha contado, 'polígrafo, matemático y calculista, sociólogo, economista y financiero, historiador, arqueólogo, epigrafista y numismático', dejando en todos la huella de su acción y pensamiento original. En lo que sigue se trazarán unas simples pinceladas sobre una -no fue la única- faceta en que destacó: la ingenieril.

Aunque donostiarra de nacimiento, desarrolló una gran parte de su actuación profesional en Bilbao. En 1857 marchó a Madrid, siguiendo quizá los consejos de su padre, un empresario textil con intereses en Bergara. En 1863 terminó la carrera de Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, la única titulación que obtuvo a lo largo de su vida, y en cuyo campo hizo las primeras obras en Málaga, antes de afincarse definitivamente en Bilbao, en 1869.



Alzola fue, como casi todos, imagen de su tiempo; de un tiempo en el que el ingeniero comenzaba a tener una dimensión pública, en el que sus actividades eran promovidas por los deseos de ser útil y gustar a la vez, prestándose tanto al servicio del desarrollo social como al cultivo del gusto artístico -Bilbao (la. metrópoli del Océano Cantábrico, según él) pasaba de ser una pequeña villa provinciana a una pujante urbe moderna. Incapaz de adaptarse a la rutina y a la burocracia -o, lo que era equivalente- a la falta de creatividad, el joven Alzola dejó su cargo de Ingeniero y Capitán del Puerto de Bilbao (allí construyó los muelles de Uribitarte), para dedicarse, de 1871 a 1877, a actividades privadas. Fue en este ámbito, mientras hacía encargos para instituciones públicas, en donde Alzola desarrolló realmente su carrera ingenieril. Proyectos como el del ferrocarril minero de La Orcorena, construido para transportar minerales desde las cumbres de La Arboleda hasta las orillas del Nervión. Obras emblemáticas -para Bilbao-- como el puente de San Antón (1877), diseñado en colaboración con Ernesto Hoffmeyer, o como el Ensanche (1878), que para unos (Alzola) era el paradigma de la modernidad -espejo de las ciudades norteamericanas, según afirmaba en su librito La cuestión del Ensanche (1893)-, mientras que para otros (Miguel de Unamuno) era el prototipo de la especulación y la inutilidad, reproche éste dirigido a los parques. Por último, no es posible olvidar el proyecto del ferrocarril de Bilbao a Portugalete, de cuya compañía llegaría a ser director gerente en 1884 (otros dos importantes tramos ferroviarios -los que iban de Bilbao a San Sebastián y a Santander- también saldrían de su mano).

El 1 de abril de 1877, finalizada la 2ª Guerra Carlista, Alzola fue elegido alcalde de Bilbao. Allí permaneció dos años, alejado de la actividad privada. Durante su alcaldía trasladó el centro de sus actuaciones de la política a la gestión municipal, focalizada ésta en dos aspectos: la educación y las obras públicas. Como el estado de la enseñanza en la villa era precario, se esforzó por regenerarlo y modernizarlo. Ya en su discurso de toma de posesión, había advertido que existía una fuerte dicotomía entre la situación de la enseñanza superior -accesible sólo a unos pocos- y la de la enseñanza profesional -casi inexistente y carente de medios científicos y artísticos-. El tono de su discurso no puede sino evocarnos los argumentos esgrimidos por los ilustrados vascos (no en vano, Alzola había estudiado en el Real Seminario de Bergara, origen, posiblemente, de su interés por la educación útil y lo "aplicado"): los conocimientos científicos, afirmaba, "constituyen la base fundamental para el progreso de la industria". Fue muy consciente que este progreso iba a darse a lo largo de la ría, a través no sólo de la minería y la industria pesada, sino también de la formación profesional, para lo cual era urgente crear, al igual que en otras ciudades -Madrid (1871), Barcelona y Pamplona (1873)- una Escuela de Artes y Oficios. El centro se abrió en febrero de 1879, con un discurso y varias cátedras: aritmética, geometría plana, dibujo, talla y modelado. Cuantificando el número de matriculados desde su fundación hasta que Alzola asumió la presidencia de la Diputación de Bizkaia en 1890, se deduce el éxito cosechado: de los 170 alumnos en 1879/0; a los 858 en 1885/6 y los 1.362 en 1890/1, un esfuerzo que supuso una importante inversión -durante su alcaldía, los gastos en instrucción pública se triplicaron- y el reconocimiento con la Medalla de Oro, concedida a la Escuela, en la Exposición Universal de Barcelona de 1888.

Su regreso a la iniciativa privada se caracterizó por la fecundidad y diversidad de actividades. No es sorprendente, por tanto, que de él dijesen que su trabajo parecía "más propio de una Comisión numerosa que obra de un solo individuo". Entre 1879 y 1886, año en que fue nombrado Diputado provincial, son muchas sus obras civiles y arquitectónicas: el puente de San Francisco, los hoteles en el Campo Volantín, el Ferrocarril Amorebieta-Gernika, el proyecto del famoso ferrocarril del Urola, etc. A través de las obras públicas, este nuevo linaje de hombres de empresa y de la política, que encontró en la figura de Alzola su expresión más típica, manifestaba su espíritu regeneracionista.

Uno de los rasgos específicos de la ingeniería que más atraía a Alzola era el de su aspecto estético; pensaba que la belleza -y no sólo la utilidad- era una característica intrínseca de toda obra de ingeniería. Frente a la creencia generalizada de que la industrialización generaba sólo monotonía y fealdad, Alzola anteponía la creatividad ingenieril, siendo siempre el proyecto a elegir, el más bello y el más perfecto. La manifestación más conocida de sus ideas estéticas es el ensayo que publicó en 1892, titulado 'La estética de las obras públicas', como apéndice de su libro El arte industrial en España.

Sus ideas no eran originales -sí acaso novedosas, para el Bilbao de aquella época- ni estaban exentas de contradicciones; merece, en este sentido, citar las palabras -de forma generosa- de alguien que estudió sus opiniones estéticas:

"La mentalidad de Alzola respecto al arte y las obras públicas responde a un modo muy generalizado de pensar sobre tales cuestiones en la segunda mitad del siglo XIX y que, a su vez, era fruto de la aplicación de los criterios económicos, urbanísticos y sociales de la burguesía post-liberal; de aquella que tenía por norma la consecución del superávit económico en la empresa privada sin importar demasiado el déficit público; la que con su enriquecimiento provocaba la aparición de grandes metrópolis, al tiempo que se fascinaba con signos externos más modernos y subyugantes (electricidad, rapidez en las comunicaciones, amplias avenidas,...); la que, en definitiva, utilizaba en su beneficio los conocimientos científicos de unos profesionales que, como los ingenieros, creían sinceramente que su trabajo estaba destinado a ser una base de renovación ética y moral...." (González de Durana, 1986, 26).

Hasta el final de sus días, continuó Alzola dedicándose a lo que ocupó gran parte de su vida: el oficio de escribir, bien fuera sobre ingeniería o sobre cuestiones políticas, económicas e históricas de la más diversa índole (dan fe de su productividad, sus más de 30 obras y 150 artículos publicados; quizá, porque se distinguió por su claridad de estilo y meticulosidad). Los méritos y condecoraciones, de hecho, le acompañaron (más de una treintena de distinciones en sus setenta años de vida).

En una época dominada por los especialistas, por aquellos que no acostumbran a ir más allá de los confines de una parte específica de una ingeniería o una técnica, la fecundidad de lo polifacético, de lo multidisciplinar de Alzola echa al traste el estereotipo del ingeniero del pasado; el de un homo faber -práctico, de miras restringidas- que se ha convertido en una especie de ideal typus a lo largo de la historia del Pueblo Vasco.