Concept

Tierras comunales

Abundando en la documentación histórica que respalda los derechos de los pueblos a usar en común estos patrimonios y, aun a pesar de las grandes lagunas existentes, hay que admitir como punto de partida que cada caso concreto responde a supuestos originarios diferentes, aunque pueden hallarse ciertos substratos comunes no hay, en efecto, una única explicación para todo el fenómeno comunal, tal como se desprende de las investigaciones realizadas. Por eso mismo, cuando se pretende buscar unas raíces únicas al modelo, invocando un pasado protohistórico de sociedades basadas en una propiedad de la tierra colectiva e igualitaria, se corre el riesgo de incurrir en el reduccionismo retórico y, cuando menos, insatisfactorio, fundamentado más en un idealismo filosófico de tintes románticos que en el esfuerzo intelectual de reconstrucción histórica (Nieto, 1964).

A la vista de los datos que pueden ser constatados, cada vez hay menos argumentos para enlazar coherentemente dos actitudes ante el espacio-territorio tan distintas como las que debieron darse entre los habitantes de nuestras villas y aldeas medievales, en las que nace y se desarrolla formalmente el común de vecinos, y sus antecesores. A nuestro modo de ver, la delimitación o el reconocimiento expreso de un ámbito determinado en calidad de común exige, por un lado, que haya una organización social de base territorial con cierta complejidad, tanto en lo que respecto al uso del espacio como al control del mismo; supone al mismo tiempo la existencia de un cierto orden político o administrativo peor o mejor asumido socialmente y, como concepto, lo comunal encierra un intento diferenciador ante otro tipo de propiedad, la heredad particular, privada, que viene muy frecuentemente de la mano de la agricultura, actividad que, en la medida que obliga a una aportación previa y continuada de trabajo -roturación, siembra, laboreo- parece exigir a la vez el reconocimiento del derecho individual o de la privatización del área roturada y puesta en cultivo; un requisito que no encaja muy bien con las actitudes ante el espacio propias de un colectivo cuya base económica descansaba sobre actividades depredadoras de mera subsistencia, tal como podría corresponder a los grupos pastoriles que poblaban el País en los primeros siglos de la era actual. No parece lógico, por consiguiente, que en esta situación la relación del grupo con su medio pueda expresarse en términos de propiedad; como máximo, de una ocupación indiscriminada, con un cierto sentido de exclusividad, quizá, en el uso del mismo.

Esas condiciones o requisitos necesarios para contextualizar originariamente el comunal irían creándose paulatinamente, al menos para una parte de Araba, en los siglos IX y X, probablemente interrumpidas al final de esta centuria y acometidas con mayor resolución en la siguiente, sobre un ámbito cada vez mayor, sí seguimos la argumentación expuesta por J. A. García de Cortázar (1980), a todas luces verosímil; según el autor citado, a comienzos del siglo XI la documentación para Araba y, en menor medida para Bizkaia "muestra indicios evidentes de variadas tentativas de reorganización, de jerarquización, del dominio del espacio... un espacio en el que la aparente espontaneidad inicial en su ocupación y organización empieza a ser sustituida por vinculaciones muy precisas a poderes intra o extrarregionales, y a un acostumbramiento al ejercicio de una autoridad que se expresa cada vez con mayor claridad".

Según sus propias hipótesis (1984) en Bizkaia durante los siglos XI y XII hay todavía un nivel muy bajo de individualización del aprovechamiento del espacio "signo de la continuidad de una dedicación casi exclusivamente ganadera, incapaz de generar conciencia de apropiación concreta de las parcelas... y, quizá la práctica de una agricultura extensiva de aprovechamiento temporal de rozas ayudaría a explicar esto y la incapacidad de segregar espacio con destino a beneficiarios ajenos al grupo familiar".

Para Gipuzkoa, que sigue un proceso de organización del espacio diferente -y mejor conocido a partir de las investigaciones efectuadas por E. Barrena (1989)- esta fase sería asimismo tardía; la sedentarización de una sociedad pastoril, la fragmentación en unidades sociales de base territorial menor-en valles y la señorialización de los jefes de parentesco se habría ido produciendo en los siglos XI y XII, pero en este último siglo parece presentar todavía una escasa transformación del espacio ya que "hasta el siglo XII la sociedad guipuzcoana reproduce el mismo esquema organizador utilizado por sus antecesores várdulos en la organización del espacio", en un medio culturalmente arcaico. En cuanto a las Navarras medievales, estas condiciones podrían haberse dado varios siglos antes a raíz de la romanización; sin embargo, el hundimiento de las estructuras políticas, sociales y económicas montadas por Roma (Lacarra, 1981) debió provocar, a partir de la quinta centuria, la ruralización y el retorno a formas arcaizantes. Desde entonces, el mundo montañés a ambos lados del eje pirenaico subsistirá aferrado a una economía ganadera en forma de comunidades que con el tiempo tendieron a fijar su propio espacio de influencia, mientras que la zona agrícola va conociendo el desarrollo de una relativamente densa red de pueblos y aldeas a partir en parte del sustrato romano y con el dominio musulmán por medio, cuyo asentamiento habría acabado verosímilmente a fines del s. X o comienzos del XI, dotada entonces ya de una organización política potente y capaz de actuar en el futuro como fuerza expansiva en la organización de los territorios vecinos de Araba y Gipuzkoa. De este modo y de forma paulatina, habrían quedado diseñados los marcos cronológicos y estructurales del fenómeno comunal.

En las cartas-puebla que sustentan las fundaciones de villas de fines del siglos XI al XIV (Arguedas en el año 1092 y Villarreal de Urretxu, en 1383, marcarían los límites cronológicos del período de fundación de villas), con el objetivo de reforzar fronteras, repoblar espacios reconquistados, mejorar el control del territorio o "porque habemos de poblar la nuestra tierra, é porque sean más acrescentados los pobladores en ella" (Fuero de Villarreal de Álava, 1333 en G. Martínez Díez, 1974) reside el testimonio documental de la cesión formal de tierras por parte del fundador a sus pobladores y la referencia concreta a los comunes, con fórmulas tales como "que los vecinos y moradores -Monreal de Zuya- hayades... los términos de los montes y los exidos por cercar y labrar y pacer y usar dallo así como del nuestro mismo", diferenciados de las heredades particulares: "Y otrosi que usedes en las vuestras heredades que tuvieredes en los dichos lugares... y vos aprovechedes dellos ansi como de antes haziades". La concesión expresa (en el fuero de Arguedas, p. e., .. "do á vos, todos Los pobladores que viniestes é que, de oy adelant, vinieren a Arguedas poblar" con mención explícita también de los tipos de aprovechamiento ("la caza e madera que tayllades á vuestros huebos. Et leynna é carbón, et yerbas á vuestros ganados. Et que podades escaliar en la dicha Bardena"), va generalmente unida a la delimitación del término geográfico y jurisdiccional (en el fuero de Laguardia -1164-: "del soto de Enego Galindez intro sedendo cum suo termino, et Üncina intro sedendo usque ad Lagral, totum regale usque ad Buradon et medio Hebro in hac part" -Martínez Díez, 1974) y a la definición de concejos autónomos con privilegios administrativos o de autogobierno, aunque éstos faltan todavía en el primer Fuero local alavés otorgado a la villa de Salinas. En los fueros locales, obviamente, no se está inventando una fórmula nueva de organización del espacio, en todo caso, pensamos, se está dando reconocimiento oficial a algo que se viene perfilando en el proceso de territorialización ya que cada texto supone la confirmación formal de la posesión adquirida por el uso: posesión que es, a su vez, un modo de respuesta a las necesidades comunes de todos los vecinos y moradores, nuevos y antiguos pobladores de las villas y de las aldeas que componen la tierra llana; precisamente cuando muchas de estas entidades entren en jurisdicción de alguna de las villas "para ser mejor defendidos", pondrán sumo cuidado en delimitar previamente sus términos propios, aquéllos de los que ya disfrutaban antes de acceder al nuevo régimen. Otro sistema para acceder a tierras de aprovechamiento común viene representado en las concesiones otorgadas por el monarca, a partir del patrimonio real, a entidades ya constituidas (lo hacían también a monasterios e iglesias, o a personas individuales), en calidad de premio o contrapartida a servicios prestados. Las Bardenas Reales son un ejemplo paradigmático de concesiones sucesivas a distintos pueblos o entidades, algunas, como el valle del Roncal o Salazar, muy alejadas geográficamente del predio recibido. En estos casos era frecuente que el monarca se reservase ciertos derechos o una parte de las contribuciones que pagaban por los aprovechamientos (Yanguas y Miranda, J. Montes) -el quinto, la quinta parte del ganado que entraba a los montes p.e.- aunque, andando el tiempo, tales cargas llegaron a ser redimidas a perpetuo por la entidad beneficiaria.

En ocasiones también la propiedad de un determinado monte en favor de uno o varios municipios se fundamenta en una transacción efectuada, no con la Corona sino con el particular que ostentaba la propiedad legal; éste es el caso que dio lugar a la Unión de Enirio y Aralar o a las Parzonerías gipuzkoanas, compradas a Fernán Pérez, señor de Ayala, quien, a su vez, las poseía por donación real. Estos predios habían quedado por lo general al margen de los términos concejiles, formando parte del patrimonio de la Corona y utilizados en precario por los vecinos de los pueblos más próximos quienes, cuando la ocasión se presenta propicia, optan por adquirirlos (Urzainki A., 1991). Finalmente podríamos aludir a un cuarto supuesto para justificar determinadas tierras municipales, sean o no en la actualidad de aprovechamiento comunal; muchos pueblos, en efecto, pueden justificar una parte al menos de su patrimonio a partir de antiguas comunidades que se han disuelto y repartido el predio comunitario entre los pueblos que la integraban, tal como sucedió en la antigua comunidad de Burunda en Navarra al quedar dividida en 6 municipios independientes en 1841, o a partir de la supresión de antiguas organizaciones de valle de la vertiente septentrional del Pirineo en 1789, dando paso a entidades de base municipal.

A veces la disolución ha afectado a antiguas comunidades de montes y el resultado viene a ser, en cierto modo, similar: es el caso, por ejemplo, de la comunidad de los montes navarros del Cierzo, de 28.000 Ha. de extensión, disuelta y repartida, en 1901, entre los municipios partícipes. Pero esta fórmula habría que consignarla en realidad como una fase de su historia, puesto que, originariamente, debió seguirse el mecanismo de concesión real ya aludido (al menos en lo que respecto a la participación de Tudela en el disfrute de los aprovechamientos ganaderos, tal como consta documentalmente), al que sucedió, en 1665, la adquisición plena de los montes por la cantidad de 12.000 ducados que fueron aportados entre los 7 pueblos cogozantes. Como puede verse, la casuística no deja de ser diversa y en cada circunstancia aparecen matices cuya interpretación ha dado lugar a numerosos conflictos entre las partes interesadas. Diversos son también los recursos extraídos de estos espacios de función múltiple, así como las fórmulas que cada pueblo fue elaborando para ordenar en el tiempo y en el espacio los aprovechamientos de acuerdo con los intereses del común de vecinos y la aptitud del medio. Su enumeración resulta ahora poco menos que inabarcable, teniendo en cuenta que, según ámbitos económicos distintos, el patrimonio comunal se fue poco a poco organizando en predios de diferente utilidad: sotos, ejidos, dehesas, monte, reservas, puertos, trozos, vedados, casalencos, helechares, corralizas... para acoger al ganado de labor o de reja, al lanar, ganado mayor y porcino, de forma individual o colectiva (aprovechamientos ganaderos que podían ir unidos al derecho de cabañaje, organizado con gran celo para evitar asentamientos permanentes o apropiaciones del espacio no deseadas) para extraer todos los recursos del mundo vegetal: pasto (hoja, vizco, frutos del árbol), hierba, cebara, helecho, argoma, leña, madera, tamariz, esparto y otros productos naturales, paja y estiércoles de los corrales, plantar árboles de disfrute particular, para obtener agua, caza, pesca, piedra, yeso, cal, nieve... o dividido en suertes o parcelas, para ser cultivados por los vecinos; y todo ello libre y gratuitamente o pagando un canon si se tenía la condición de vecino y, a veces también, en arrendamiento o vendiendo los recursos en subasta cuando el concejo o la Junta administrativa así lo acordarse. Estos arrendamientos y en general, la obtención de rentas desde los recursos excedentes, desembocaron en la individualización de los bienes de propios dentro del común, en un proceso que se fue fortaleciendo a medida que el concejo adquiría personalidad propia y distinta de la communitas civivm, condición desde la que va a ir suplantando en sus funciones al común de vecinos, el primer y genuino titular del dominio sobre los comunes (A. Nieto, 1964).

Todas estas prácticas y fórmulas de propiedad comunitarias entraron en conflicto con la concepción liberal del derecho que primó la propiedad individual y alumbró los mecanismos jurídicos y legales necesarios para que, unidos a intereses privados sobre la tierra, a una cierta presión demográfica que fuerza a ampliar el espacio roturado y a las circunstancias político-bélicas que propiciaron la ruina de muchos ayuntamientos, se procediese a la liquidación de los patrimonios comunales. Las guerras, napoléonica primero, de la Convención y las Carlistas, finalmente, actuaron como auténticos catalizadores en la privatización de estas tierras en Gipuzkoa y en Bizkaia, donde el proceso desamortizador se conoció con especial virulencia; no así en Araba ni tampoco en Nafarroa, ya que su Diputación, apelando a la Ley Foral, pudo controlar las ventas a través de una Junta Provincial constituida en 1862, en la que el gobierno provincial disponía de participación mayoritaria; el funcionamiento de la Junta estuvo basado en los deseos expresos de los ayuntamientos más que en la literalidad de la ley Madoz, esto es, en el carácter de propio o comunal del terreno, de tal manera que cuando un ayuntamiento relacionaba como vendibles bienes de aprovechamiento comunal, éstos eran vendidos sin entrar en ningún otro tipo de consideraciones (Gómez Chaparro, 1967).

Aunque el balance desamortizador navarro ha de ser valorado en términos positivos, sin embargo hay que decir que tuvo repercusiones muy distintas de unas zonas a otras; así, mientras que en los pueblos montañeses, de economía ganadera, la desamortización apenas tuvo eco porque lograron eludir las ventas recurriendo a la excepción prevista en la ley, en muchas localidades de la Ribera y de la Navarra Media se aprovechó la situación para poner a la venta bienes que estaban desempeñando una función social importante, privando a los vecinos no propietarios de lo que hasta entonces había sido su soporte económico fundamental; y todo ello en un momento en que se detecta cierta presión demográfica parcialmente atenuada mediante la concesión de parcelas del común. En este contexto se enmarca la crisis surgida en torno a las corralizas. En muchos de estos pueblos, las tierras comunales venían siendo calificadas en dos categorías diferentes: los sotos, roturados tardíamente y repartidos por sorteo entre los vecinos, y el monte, dedicado a pastos. Tal como ha sido descrito por A. Floristán Samanes para la Ribera Tudelana, este último sector, tradicionalmente utilizado por el ganado concejil, terminó dividiéndose en lotes o cotos para un uso más individualizado, y muchos de ellos arrendados a ganaderos foranos, escapando así en cierto modo a la fórmula comunal; pero se arrendaban las hierbas y aguas, es decir, la corraliza, pues así era como se designaba el derecho a su disfrute, por disponer de corral ganadero en cada lote. En esta situación, la Ley Madoz y el afán roturador posterior precipitaron las cosas, dando lugar al nacimiento de grandes propiedades particulares y a una nueva clase económica, la de los corraliceros, a costa del retroceso del comunal. En ocasiones las ventas supusieron la cesión del dominio pleno de la tierra pero conservando ciertas servidumbres en favor de los vecinos, servidumbres que con el tiempo fueron redimidas por los nuevos propietarios; otras veces se vendió solamente la corraliza sensu stricto, es decir, el disfrute de las hierbas y aguas, y cuando las tierras empezaron a ser roturadas unos años más tarde, se suscitaron grandes conflictos, materializados en revueltas comuneras que enfrentaron a los vecinos más reivindicativos y conscientes de sus derechos con los nuevos propietarios y con cuantos habían intervenido en la privatización. Algunos pueblos lograron rescatar lo vendido; otros, aconsejados por el Gobierno Foral, terminaron dividiendo lo que habían conservado entre los vecinos y, en no pocas ocasiones, estos repartos en precario y los que se habían hecho con anterioridad, acabaron convirtiéndose en apropiaciones definitivas. La historia de todos estos patrimonios no ha sido siempre pacífica.