Concept

Motu proprio

Nombre por el que se conoce al documento papal extendido por Pío X en 1903, el Código Jurídico de la Música Sagrada, en el cual se promulgaba la implantación obligatoria de la reforma de música sacra que había venido gestándose en Europa desde mediados del siglo XIX. "Motu Proprio" son las palabras latinas con las que se iniciaba el texto y que pasaron a designar comúnmente la totalidad del documento, así como por extensión pasaron igualmente a designar o asociarse al movimiento de reforma que en él se promulgaba.

El "Motu Proprio" fue el primer documento con validez normativa que trató de implantar en todas las diócesis católicas una reforma de la música sacra que, hasta el momento, se había ido extendiendo de manera irregular a través de la labor desempeñada por las asociaciones cecilianas diseminadas por diferentes países de Europa. El objetivo de esta reforma era dignificar la música interpretada en los cultos religiosos, sustrayéndola de la influencia de otros géneros profanos y teatrales.

La primera asociación ceciliana surgió en 1868 en Ratisbona (Alemania) y en torno a ella se creó una Escuela de Música Sacra que alcanzó prestigio en toda Europa. Valiéndose de la difusión de sus doctrinas mediante periódicos, edición de catálogos y colecciones, la asociación trató de renovar el repertorio de los templos, desterrando el cultivo de géneros profanos y teatrales a la vez que promulgaba la restauración del canto gregoriano y la polifonía religiosa del Renacimiento. Los compositores ligados a la Escuela de Música de Sacra (entre los que destaca singularmente Haller) también contribuyeron a la creación de un nuevo repertorio polifónico para liturgia, así como de una gran cantidad de cantos populares religiosos en lengua vulgar, tomando precisamente como fuente de inspiración estos dos modelos anteriormente citados.

En Francia surgió igualmente a mediados de siglo una reacción contra la incursión en los templos de los géneros sinfónico, operístico y de la música de salón. Niedermayer creó en 1853 una escuela de música religiosa y clásica con el objeto de dignificar y revestir de un carácter propio a la música sacra, y publicó una revista que propagaba el lema de la vuelta al gregoriano en el canto llano, a Palestrina en la polifonía y a Bach en el órgano. En esta escuela se formaron músicos como F. Fauré, E. Gigout y A. Messager, que junto a C. Franck y otros organistas desarrollaron en este país la escuela de órgano romántica. Posteriormente fueron los músicos vinculados a la Schola Cantorum de París, quienes defendieron la propagación de esta reforma de la música religiosa. Junto a ellos, no debemos olvidar la labor desarrollada por los monjes benedictinos de Solesmes, quienes realizaron una restauración del canto gregoriano, a partir de un estudio paleográfico de las fuentes originales, que fue ampliamente difundida tanto en la península Ibérica, como en Italia. Los compositores de este último país, se unieron al movimiento alemán creando en 1880 una Asociación General Ceciliana.

Los primeros años de su actividad reformista no estuvieron exentos de grandes dificultades, debido a la fuerte resistencia de numerosos clérigos (principalmente en Roma) amantes del estilo teatral vigente. Sin embargo, gracias al importante impulso que recibió de manos del Cardenal Sarti (futuro Pío X) y de un compositor de renombre internacional como Perosi (apodado "el Palestrina del siglo XX") al frente de la Capilla Sistina del Vaticano, la reforma fue consolidándose. Tras una sucesión de decretos que habían tenido una repercusión prácticamente nula, en 1903 Pío X sacó a la luz el Código Jurídico de la Música Sagrada o "Motu Proprio", que instauraba definitivamente estas doctrinas y favorecía su implantación en todos los países católicos.

La llegada del documento Pío X a Euskal Herria supuso igualmente un revulsivo para la implantación de los aires reformistas en nuestro territorio. Los primeros pasos encaminados a superar la situación de decadencia y dignificar la música interpretada en las iglesias, no obstante, se habían ido produciendo décadas antes. Desde mediados del siglo XIX distintas voces denunciaron la situación generalizada de crisis que había sido suscitada por las guerras y desamortizaciones. Las medidas desamortizadoras habían supuesto la ruina y desmantelamiento de la mayor parte de las capillas musicales de catedrales e iglesias y, con ellas, de la infraestructura de la enseñanza musical que éstas sustentaban. Debido a esta coyuntura, la tradición musical eclesiástica cayó en el olvido y los templos fueron "invadidos" por toda suerte de géneros profanos y teatrales. En realidad, la penetración de formas profanas en la música religiosa ya se había acusado en toda Europa desde mediados el siglo XVIII, pero en el siglo XIX a estas críticas se añadió la de una mala calidad de la música. Y es que en ausencia de una capilla musical, los templos se vieron obligados a acoger músicos y cantores de fuera, y en muchas ocasiones el organista fue suplido por músicos de formación pianística. Aunque no toda la música interpretada en las iglesias obedeciera a estas premisas y en algunos lugares se hubiera continuado con un cultivo de la tradición musical religiosa, en muchas otras parroquias y catedrales no era extraño escuchar solos y dúos operísticos, así como aires interpretados por las bandas, romanzas de salón, etc., tal como refieren diversos testimonios de la época.

Hilarión Eslava fue uno de los más importantes precursores en el rescate de una tradición musical religiosa que, en parte, había quedado relegada. El músico navarro se preocupó por la pedagogía musical general y, en concreto, por aquella referida a la enseñanza de la música religiosa y del órgano (trató de implantar una cátedra de órgano en el Conservatorio de Madrid). Siguiendo este impulso, Eslava publicó la Lira Sacro-Hispana, antología en la que se recogían obras religiosas que iban desde el siglo XVI hasta el siglo XIX. Este interés por la recuperación y estudio del patrimonio musical almacenado en los archivos de las catedrales fue posteriormente continuado por Pedrell, quien hacia la última década del siglo publicó dos monumentales colecciones, Salterio Sacro-Hispano y la Hispanie Schola Musica Sacra, así como monografías de los principales autores de la polifonía religiosa hispana en el siglo XVI: Cabezón, Morales, Victoria y Guerrero. Paralelamente, la restauración del canto gregoriano emprendida en Solesmes también se difundió gracias a la llegada en 1880 de los monjes benedictinos a Silos y a la labor de difusión realizada por el padre Eustaquio de Uriarte, quien escribió un método para su aprendizaje. A todo ello, debemos unir los intentos por recuperar la tradición histórica del órgano ante la enorme abundancia de pianistas con escasa preparación que confundían los géneros e improvisaban en todo momento. Hilarión Eslava fue un importante precursor en este sentido, favoreciendo la implantación del nuevo órgano romántico y publicando la monumental antología Museo orgánico español en la que, sin embargo, se recogían obras que aún hacían gala de un estilo italianizante y estaban dirigidas al órgano barroco hispano. La consolidación de una nueva escuela de organistas fue, no obstante, vertebrándose en torno al establecimiento paulatino del nuevo órgano romántico y un estilo más centroeuropeo (principalmente influido por la escuela francesa) como el del ilustre discípulo de Eslava y organista de Tolosa, Gorriti.

Junto a esta recuperación en diversas publicaciones de los grandes monumentos polifónicos y orgánicos de la tradición musical religiosa, se produjo un cambio de orientación estilística en la composición de nuevas obras. Este aspecto es ya evidente en la producción religiosa de Hilarión Eslava, donde cabe apreciarse una evolución que se aleja de los amaneramientos del estilo operístico para abrazar un estilo más severo inspirado en la polifonía antigua. La consolidación de esta nueva tendencia reformista es patente en nuevos compositores como Gorriti o su discípulo Vicente Goicoechea, quienes abandonaron definitivamente el italianismo que había dominado la música asimilando un nuevo lenguaje centroeuropeo y postromántico. Pese al carácter severo inspirado en la antigua polifonía religiosa, la mayor parte de estos compositores escribían aún en un estilo concertante que no se alineaba del todo con el purismo "a capella" propugnado por las corrientes cecilianistas.

Con este caldo de cultivo, en 1896 se celebraron en Bilbao las "Conferencias Musicales" en las que se reunieron importantes impulsores de la reforma procedentes del Estado Español, Italia y Francia. Este primer "congreso" aglutinó a representantes de la Schola Cantorum de París (D'Indy, etc.), de la Capella Antoniana de Padua (Tebaldini, uno de los más influyentes promotores de la reforma en Italia) y de la Asociación Isidoriana recientemente creada en Madrid e igualmente impulsora de una reforma de la música religiosa. El ideario trazado en este encuentro por personalidades como Pedrell, Bordes y Tebaldini, apoyaba una reforma de la música sacra a la que concibieron estrechamente ligada a un renacimiento de la cultura musical de estos tres países del sur europeo. Los asistentes al encuentro alegaban la existencia de una raíz común en la tradición litúrgica católica, defendiendo una reinstauración de la polifonía del siglo XVI (con la vuelta a Palestrina frente a la figura nórdica de Bach) y del gregoriano, como sellos distintivos de su patrimonio. Todas estas iniciativas influyeron de manera decisiva en una joven generación de clérigos y organistas vasco-navarros que a inicios del siglo XX comenzaron a reformar el repertorio de música religiosa interpretado en las parroquias.

Los primeros pasos de esta renovación se produjeron de manera aislada, bajo la iniciativa de organistas y párrocos locales que hubieron de hacer frente a fuertes resistencias y un ambiente marcadamente hostil. La promulgación del "Motu Proprio", no obstante, sirvió a legitimar el movimiento de reforma y a poner en marcha toda una serie de iniciativas encaminadas a una implantación normativa y programada de la misma. El aislamiento de los impulsores reformistas que actuaban en contextos locales fue superado gracias a la articulación paulatina de un movimiento estatal de amplio alcance en el que organistas y clérigos del territorio vasco desempeñaron un papel destacado. En 1907 se celebró en Valladolid el primer Congreso de Música Sagrada, bajo el patrocinio del Cardenal Cos (impulsor en 1896 de la Asociación Isidoriana de Madrid) e importantes músicos reformistas de renombre como Goicoechea o su discípulo el Padre Nemesio Otaño. A iniciativa de este último y a raíz del encuentro se creó la Revista Música Sacro-Hispana, uno de los principales instrumentos a la hora de articular, coordinar y difundir el movimiento. Esta revista estuvo vigente hasta 1923 y sirvió para poner en contacto a los diversos artífices, para dar a conocer sus obras, proporcionar música selecta, así como dar una orientación sobre la manera de acometer la reforma. La revista recogía artículos donde se discutían importantes asuntos relacionados con la música sacra (como, por ejemplo, si la música sacra y el modernismo eran compatibles), así como numerosas composiciones de los autores más relevantes implicados en el movimiento: Padre Nemesio Otaño, Aita Donostia, Julio Valdés (sobrino del ilustre Vicente Goicoechea y discípulo de Haller en la escuela de Ratisbona), Iráizoz, Iruarrizaga, Mocoroa, Beobide, Guridi, Busca Sagastizabal, etc.

Tras el Congreso de 1907 de Valladolid, se celebraron otros dos congresos en Sevilla (1908) y en Barcelona (1912). En este último se constituyó una Asociación Ceciliana y se impulsó una Junta Censora del Obispado de Barcelona donde se aprobaban aquellas composiciones aptas para el templo por estar en conformidad con los nuevos preceptos emanados del "Motu Proprio". La mayor parte de iniciativas consensuadas a lo largo de estos diferentes congresos, sin embargo, no llegaron a realizarse plenamente, debido en parte a los problemas de organización que arrastraba el movimiento y a la fuerte resistencia que encontraron por parte de fieles y cargos eclesiásticos que defendían las costumbres implantadas. El movimiento atravesó momentos difíciles, la Asociación Ceciliana que acababa de constituirse no llegó a fraguar realmente y finalmente terminó por diluirse quedando la mayor parte de sus iniciativas paralizadas.

En la década de los años 20, no obstante, el movimiento volvió a cobrar fuerza gracias al relevo generacional que se había ido produciendo en los últimos años. Con la implantación de un clero más joven se vencieron las resistencias de los más veteranos y la reforma pasó a afianzarse en la mayor parte de las parroquias. Aquellos mismos clérigos y organistas que iniciaron su labor de manera marginal enfrentándose a un ambiente hostil, eran los que en estos momentos copaban importantes puestos de responsabilidad desde los que podían relanzar y expandir el movimiento. Esta nueva etapa culminó con la celebración en 1928 del IV Congreso Nacional de Música Sacra en Vitoria, en la que la pertrecha Asociación Ceciliana volvió a ser reanimada. La importante labor desarrollada por la revista Música Sacro-Hispana, desaparecida en 1923, vino en parte a ser sustituida por la actividad de otra revista impulsada por el Padre Iruarrizaga, Tesoro Sacro-Musical.

Al igual que sucediera en el resto de la península Ibérica, la reforma de la música sacra acometida en nuestro territorio se inscribe dentro de un movimiento global de renovación que afectó a muchos otros ámbitos de la música y la cultura vasca. Desde las últimas décadas del siglo XIX, el auge de la actividad industrial y la prosperidad económica del País Vasco se vio acompañada por un "renacimiento cultural" fomentado por la burguesía moderna asentada en los núcleos urbanos. Por lo que se refiere a la música, los aspectos más reseñables de esta renovación fueron el establecimiento de infraestructuras musicales modernas ligadas a la burguesía, la creación de un género sinfónico y una ópera vasca, el impulso del nacionalismo musical, la propagación del movimiento coral y de bandas populares y, finalmente, la reforma de la música sacra. La aparición de las nuevas instituciones e infraestructuras musicales favorecidas por la burguesía (creación de sociedades filarmónicas, orquestas sinfónicas, conservatorios, etc.), impulsó una renovación del repertorio y la entrada de las modernas corrientes musicales europeas. Las nuevas generaciones de compositores fueron gradualmente desembarazándose del estilo italianizante que había dominado hasta el momento y trataron de renovar la música vasca a través de su inserción en estas nuevas tendencias europeas. En esta época es cuando se fraguó el proyecto de una música nacional (en la misma línea del nacionalismo musical defendido por Pedrell) que se nutría de las propias raíces musicales (el folklore y la tradición histórica) cultivándolas al nivel de formas y géneros de la tradición musical romántica, en un intento de crear un producto particular y universal al mismo tiempo. Desde inicios del siglo XX este renacimiento de la cultura vasca cristalizó en toda una serie de iniciativas (festivales, asociaciones, publicaciones, etc.) dirigidas al estudio y fomento de un repertorio folklórico que se difundió a través de formaciones populares como las bandas o los orfeones y sirvió igualmente para nutrir otras formas más estilizadas de la tradición musical europea (de esta época datan los intentos de crear un género sinfónico y una ópera vasca). La expansión del movimiento coral y de las bandas musicales supuso igualmente la introducción de este impulso cultural en las clases más populares. Siguiendo los ideales ilustrados, estas instituciones pretendía educar, moralizar y socializar al pueblo en las buenas costumbres sirviéndose para ello de la música (a la que se consideraba un instrumento sustancial para la educación y elevación espiritual del ser humano). Estas prácticas guardan así mismo una estrecha relación con el espíritu del asociacionismo moderno. La música cultivada por los diversos orfeones y bandas vinculadas a diferentes agrupaciones profesionales, políticas o religiosas, sirvió como un potente instrumento de asociación y cohesión en torno a un espíritu colectivo que se manifestaba en concentraciones públicas entonando himnos, etc.

La música sacra no podía quedar al margen de todas estas transformaciones que se estaban operando en diversos ámbitos de la realidad social y cultural de Euskal Herria. Pese a que en ocasiones la reforma de la música sacra se haya contemplado como un movimiento retrógrado que propugnaba unos postulados antimodernos, debiera más bien entenderse al contrario, como un movimiento que participa de este impulso reformador que afecta a diferentes ámbitos de la cultura. Prueba de ello es que las cabezas intelectuales y los artífices más destacados de esta reforma de la música sacra fueron precisamente las personas que se encontraban al frente de la renovación musical en otras muchas áreas interrelacionadas (los impulsores de las nuevas infraestructuras, del nacionalismo musical, del movimiento coral, etc.): Aita Donostia, Padre Nemesio Otaño, Guridi, etc. Si analizamos el ideario y las líneas de actuación de este movimiento veremos que presentan múltiples puntos de convergencia con otras prácticas y discursos desarrollados en este contexto. Sus modos de articulación y propaganda, por ejemplo, guardaban una estrecha relación con las modernas formas de asociacionismo, ya que de manera semejante a otros movimientos ideológicos, sus "afiliados" se reunían y debatían en congresos y contaban con medios como la prensa para organizarse y difundir su doctrina.

Por lo que respecta a su ideario y objetivos, también podemos encontrar puntos de convergencia con otros movimientos paralelos de renovación musical como son el alejamiento de un lenguaje anticuado asociado a la lírica italiana, el impulso del nacionalismo musical o la práctica del historicismo. La reforma promulgada por el "Motu Proprio" introdujo cuatro puntos cardinales en un contexto musical marcado por la lírica italiana y la proliferación de otras formas derivadas de corte más popular a las que se consideraba totalmente degradadas. Primeramente el carácter de la música debía alejarse de la espectacularidad y algarabía de la música teatral y profana e imbuirse de un espíritu religioso que incitara al recogimiento y la devoción. En segundo lugar, la música debía además volver a supeditarse a su función, es decir, ponerse al servicio de la acción litúrgica y la transmisión del texto sagrado revistiéndolos de un ropaje sencillo, aunque no pobre, ni banal. En tercer lugar, el pueblo debía de recuperar su protagonismo y tomar parte activa en la liturgia (etimológicamente liturgia significa servicio público y, por tanto, implica la acción de todo el pueblo), sirviéndose para ello del canto (coro) como signo de la naturaleza comunitaria de la asamblea. Por último, era necesario recuperar y salvaguardar la tradición musical de esta comunidad cristiana, volviendo a las raíces del canto gregoriano, la polifonía y el canto popular religioso. Debido a su sencillez y carácter tradicional (asociado a su antigüedad), el gregoriano era entendido por los reformadores como auténtico vehículo del espíritu popular, de ahí que lo divulgaran a través de métodos y ediciones sencillas. Lo mismo sucedió con la polifonía religiosa a la que trataron de revestir de un carácter popular a través de ediciones que facilitaban su interpretación por parte de los coros parroquiales. La reforma también impulsó la creación de cantos religiosos populares y sencillos en euskera (muchos de los cuales se elaboraron tomando como inspiración las melodías tradicionales vascas) para que fueran entonados por la asamblea, aspecto que muestra la vinculación de este movimiento con los ideales del nacionalismo musical de la época.

Al igual que en el nacionalismo musical, la reforma pretendía suscitar una regeneración de la música religiosa desembarazándose de la contaminación de otros géneros procedentes de una tradición ajena y reapropiándose de su esencia a través de la recuperación de las fuentes originales de su tradición histórica. Y sin embargo, pese a esta pretensión de popularidad, estas prácticas resultaban completamente extrañas y chocaban diametralmente con los gustos y costumbres establecidas. Para la comunidad de fieles su tradición se hallaba comprendida por aquellos aires operísticos y de salón que acostumbraban a escuchar cotidianamente en las celebraciones religiosas de sus parroquias. De manera semejante a la revitalización de prácticas folklóricas por parte del nacionalismo, la reforma implicaba en cierta forma la necesidad de implantar a nivel popular una tradición reinventada. No se trataba tanto de recuperar una tradición, como de crearla a través de la inserción y asimilación paulatina de estas prácticas. Y esta reinvención de la tradición sólo podía llevarse a cabo a través de una reeducación completa de la comunidad religiosa y del pueblo. Era necesario instruir a las asociaciones corales (los orfeones colaboraron estrechamente en la difusión de la polifonía religiosa), las capillas musicales, los coros parroquiales y los gustos populares para que llegaran a interiorizar este nuevo repertorio como algo propio. También la celebración de concursos y certámenes (recurso que también encontramos en la propagación del nacionalismo vasco) ayudó a extender y popularizar el espíritu de la reforma. Como vemos, esta reforma de la música sacra comprendía igualmente un proyecto dirigido a la cohesión y reeducación espiritual de una masa popular de fieles, de ahí su estrecha relación y entrelazamiento con el movimiento coral.

Musicalmente, la implantación gradual de la reforma del "Motu proprio" supuso, al igual que en otros contextos, el abandono de un lenguaje musical caduco asociado a la lírica italiana y la apertura a nuevas líneas de evolución musical que se estaban desarrollando contemporáneamente en Europa. Este aspecto queda claramente reflejado en el impulso que la reforma brindó a la implantación del nuevo órgano romántico (con la consiguiente penetración de un nuevo estilo influido por la moderna escuela orgánica francesa) en detrimento del viejo órgano hispánico. La introducción de los ideales severos de las corrientes cecilianistas, por otro lado, ha sido contemplada en numerosas ocasiones como implantación de unas prácticas conservadoras e historicistas profundamente antimodernas. Tal y como propone Legasa (2006), este aspecto debería matizarse y entender el estilo musical asociado al "Motu Proprio" dentro del marco de un historicismo moderno. En realidad, la vuelta a estilos y formas del pasado fue un ideal musical compartido por muchas otras tendencias contemporáneas (como el neoclasicismo), en las que esta reapropiación de estilos del pasado era entendida como superación de un lenguaje postromántico ya en declive y apertura de nuevos caminos a través de una relectura de la tradición en clave moderna y contemporánea. Lo mismo cabe afirmar de los ideales musicales defendidos por la reforma que establecían un equilibrio entre el respeto a la tradición y la asimilación de nuevas tendencias modernas e incluso de vanguardia. De ello dan fe los numerosos debates que se desarrollaron en torno a la relación entre la reforma y el modernismo.

Inicialmente la reforma había mostrado su recelo ante el cromatismo característico del lenguaje musical moderno. En diversos artículos iniciales de la Revista Música Sacro-Hispana, por ejemplo, se alertaba contra los peligros de recursos modernistas que invalidaban la tradición y creaban una música rara y llamativa que contribuía a desviar la atención y desorientar a los fieles. Este recelo contribuyó a que diversos compositores se contentaran con una imitación ramplona del cecilianismo, produciendo una obra religiosa de carácter insípido. Muchas de las composiciones de autores cecilianistas se caracterizaban precisamente por una imitación estandarizada de la antigua polifonía en obras tonales que presentaban una evocación modal. En el Congreso de 1912, el Padre Otaño puso en evidencia la monotonía y falta de vida en la que incurrían muchas de estas composiciones y la necesidad de retornar a una música original, sincera y expresiva que incitase a la devoción. Los artífices de la reforma, por consiguiente, empezaron a defender una música netamente contemporánea y dotada de recursos novedosos que tomase el gregoriano y la antigua polifonía como modelos de inspiración (y no de imitación). El cromatismo podía emplearse como un recurso expresivo que dotara de alma a las composiciones religiosas, sin llegar a abusos que incurrieran en un amaneramiento peligroso. Las posiciones partidarias de un lenguaje moderno, se incrementaron sobre todo a partir de los años 20. Reflejo de ello son numerosos artículos publicados en la revista Tesoro Sacro Musical en los que se rechazaban las obras de correcta factura pero sin inspiración y se defendía la adopción de técnicas compositivas modernas. Algunos compositores optaron por adentrarse en vías de lenguaje más modernas, utilizando técnicas impresionistas e incluso cierto atonalismo. Otros, sin embargo, mantuvieron hasta el final de su vida un estilo más partidario del justo medio entre el modernismo y la tradición defendido por el Padre Otaño. Además de la asimilación de recursos y lenguajes modernistas, la reforma también tomó como fuente de inspiración el folklore vasco, sobre todo en lo que respecta a la producción de cantos religiosos populares en euskera.

El movimiento de reforma impulsado por Pío X, llegó a su fin con la promulgación en 1963 de la Constitución conciliar "Sacrosanctum Concilium" con el capítulo 6º dedicado a la música sagrada y en 1967 de la Instrucción de la Congregación de Liturgia "Musicam Sacram". El Vaticano II dio un cambio radical de orientación a los criterios que debían seguir las composiciones interpretadas en los templos, permitiendo la entrada de todo género, estilo musical e instrumento de ejecución presente en el contexto (bien fueran éstos del folklore tradicional o procedentes del contexto actual de los mass media), con ánimo de fomentar una participación lo más plena y activa posible de los fieles en la liturgia.