Engineers

Larramendi Muguruza, José Agustín de

Ingeniero de caminos guipuzcoano. Mendaro, 30-03-1769 - Madrid, 27-05-1848.

José Agustín de Larramendi fue el primer ingeniero de caminos nombrado en España. Como tal pasará sin duda a figurar en los anales de la historia de la ingeniería, pero no es por ese hito ingenieril que se le incluye en la presente enciclopedia, sino por el carácter que mostró para alcanzar sus mayores logros; porque ilustra de forma excelente un tipo de personaje que, sin grandes ideas propias, pero con gran determinación para materializar las que otros le habían inculcado, contribuyó decisivamente a lo que está al alcance de muy pocos: modernizar y tecnificar las obras públicas en España.

Miembro de una familia vinculada a la construcción (su padre se dedicaba a proyectar y tasar obras en Mendaro), Larramendi parecía destinado a aprender y, acaso, ejercer la arquitectura, oficio para el que se estuvo preparando, con su padre, durante tres años. Tuvo, gracias a él, una cuidada formación. Su prematura muerte, sin embargo, precipitó los planes, impulsándole a marchar a Madrid, en cuya Academia de Bellas Artes de San Fernando se matriculó en 1788. De su estancia en la Academia resultaron la titulación de arquitecto y proyectos de edificios, que fueron premiados por su calidad.

No ejerció, sin embargo, como arquitecto, encontrando, además, más atractivo el puesto de profesor que obtuvo en el Cuerpo de Ingenieros Cosmógrafos (1896), del que luego derivó el rango de Teniente de Infantería. El primer encargo del que se tienen noticias ciertas es que enseñó meteorología en el Observatorio Astronómico de Madrid. Allí probablemente amplió sus conocimientos sobre fenómenos naturales, fueran hidrológicos o sísmicos, pero también pudo entablar relaciones más 'rentables': conoció (aunque no se sabe bien cómo) al nuevo Inspector General de Caminos, el Conde de Guzmán, quien le convirtió en el primer ingeniero de Caminos del Estado [con prioridad, de hecho, sobre otros ilustres -José Chaix (1765-1809), Francisco Javier Barra (1764-1841) o Francisco Javier Van Baumberghen- que más tarde serían nombrados ingenieros].

Durante las dos convulsas décadas siguientes a su histórico nombramiento de ingeniero (27 de julio de 1799), Larramendi realizó trabajos burocráticos, primero bajo las órdenes de Guzmán y, a partir de 1801, de José Agustín de Betancourt (1758-1824) (un influyente ilustrado que jugó un papel decisivo en la tecnificación de las obras públicas), cumpliendo tareas administrativas, recopilando incansablemente datos técnicos de inspecciones de obras.

No fue, sin embargo, hasta 1820 que su nombre adquirió notoriedad, cuando encabezó la llamada Comisión de Caminos y Canales, que se encargaría de estudiar el estado de las vías de comunicación en la Península. Los resultados se recogieron en una memoria que, además de recopilar todas las obras realizadas en el último medio siglo, establecía las directrices para trabajos posteriores, sirviendo de base para futuras leyes. Da idea de la ambición de sus propuestas el que plantease los puertos de "mar" como obras públicas y abogase por ampliar, en dos años, los estudios de ingeniería; ambas ideas habían sido defendidas por Betancourt, antes de exiliarse, en 1807. Entre sus otras comisiones oficiales se encuentran: el desagüe de las lagunas de la Mancha (1805), el reconocimiento del canal de Cieza (1808) y el proyecto de un canal de navegación y riego en el Guadalquivir (1818).

A pesar del éxito parcial de la Memoria sobre las comunicaciones peninsulares, la modernización y reorganización de las obras públicas siguió siendo una asignatura pendiente. Tan sólo durante el trienio liberal se atisbaron algunos avances, como fueron la reapertura de la escuela de Caminos y Canales (1821) o la separación entre los servicios de correos y de caminos (este último, por cierto, dirigido por Larramendi). Detrás de este hecho se encuentra la influencia de fuerzas tradicionales del antiguo régimen para propagar la imagen de que los ingenieros civiles formaban un cuerpo decadente y atrasado. Y es que, tras el fin del régimen constitucional en 1823, reapareció la antigua organización institucional, y los ingenieros militares volvieron a gestionar todas las obras públicas, aunque fuese a costa de abandonar ese servicio en caso de guerra. El plan de reorganización que preparó, a petición del Gobierno, Larramendi, a principios de 1829, sostenía ideas como la de que los ingenieros militares no tenían suficiente experiencia para las grandes obras; o, todavía más tajante si cabe, la de que los arquitectos de San Fernando 'ni siquiera tenían noticia de los conocimientos que necesitaba un ingeniero civil'.

El clima de que precisaba Larramendi era la apertura política. De hecho, el núcleo de reformas llegó sólo al final de la década ominosa, cuando el nuevo Ministro de Fomento Javier de Burgos decidió dividir en dos la Dirección de Correos y Caminos, colocando al frente de esta última a Larramendi. Una de sus primeras actuaciones fue proponer la reapertura de la Escuela de Caminos. Pero los aciertos de Larramendi fueron mucho más allá, desde luego en bien de la ingeniería, puesto que, bajo su mandato, logró reconstituir el Cuerpo de ingenieros de Caminos y redactar el Reglamento orgánico de 1836, dos de los hitos más importantes de su carrera.

Pero hay que advertir que Larramendi fue mucho más allá de la ingeniería o la tecnificación. Si a alguien puede atribuirse la paternidad de la división en provincias que actualmente presenta el Estado español es, precisamente, a él. Aunque no podamos explayarnos en este tema, Larramendi participó de manera decisiva en los proyectos de ordenamiento territorial que se llevaron a cabo en 1822, 1833 y 1842, designando capitales o estableciendo criterios para la delimitación de las diversas demarcaciones.

Sería harto difícil, no obstante, reunir en estas breves líneas las múltiples actividades -y las virtudes y defectos- de Larramendi. La siguiente cita de una de las autoridades más ilustres en la historia de la ingeniería en España, Fernando Sáenz Ridruejo (en su obra, Ingenieros de Caminos del siglo XIX, 1990: 43), nos permite, a modo de colofón, conocer algo mejor su personalidad:

"Quizá el mayor error personal de Larramendi, el que había que pagar históricamente más caro, fue quedar como director de la nueva escuela. Se puede explicar por el interés de controlar la puerta de entrada del cuerpo de ingenieros, y también por la vanidad.... Lo cierto es que [su dirección] fue más bien nominal y no contribuyó, en absoluto, a elevar el nivel científico del centro, pues personalmente estaba...alejado del estudio y aún de la práctica ingenieril.... Así, frente a la gran veneración que suscitó el nombre de Subercase [su sucesor], el [suyo] quedó pronto olvidado y, mientras el retrato del primero pasó a presidir el despacho de los sucesivos directores, hoy no conocemos la efigie de Larramendi".