Concept

Ilustración y modernidad

Was ist Aufklärung?, ¿Qué es la Ilustración? Así titula Inmanuel Kant un artículo aparecido en la Berlinischen Monatsschrift, el Bolentín Mensual de Berlín, en diciembre de 1783.

El tema, entonces, era de la más pura actualidad. Y el meticuloso sabio de Königsberg, en su respuesta, articula la que será una de las metáforas más fecundas de la filosofía: la Ilustración, dice, es la salida del hombre de la minoría de edad. Una minoría de edad que tiene su origen en el hombre mismo, en su falta de decisión y arrojo, cómodo como está con que otros dirijan su vida. Frente a esta pereza y esta cobardía, Kant lanza una consigna: Sapere aude!, atrévete a pensar por ti mismo. Ten valentía para servirte de tu propio entendimiento.

El diagnóstico kantiano es demoledor. Aunque la naturaleza ha declarado libres a los hombres, un gran número de ellos permanece a gusto en su minoría de edad, un estado que ha llegado a convertirse en su segunda naturaleza. Pensar y dirigir la propia vida no sólo es trabajoso, sino también un peligro: aquel que se lanza a la aventura pierde su seguridad, poco acostumbrado como está a los movimientos libres. Las prescripciones y formalidades sociales conjuran la amenaza, dirá Kant, convirtiendo a la especie humana en poco más que ganado.

Estas duras palabras del siempre ponderado filósofo alemán nos muestran cómo la Ilustración no es más que una radicalización, una puesta en escena deslumbrante de los grandes valores de la modernidad. A menudo ha querido verse en la Ilustración una corriente de pensamiento que reduce el mundo y lo humano a su pura razón, ciega a todo aquello que no fuera racionalmente comprensible. "Siglo de análisis y de destrucción", dirá malévolamente Sainte-Beuve refiriéndose al siglo XVIII, el Siglo de las Luces, ahondando en esta caracterización del filósofo ilustrado como figura distante y analítica. Según esta versión, el rechazo ilustrado a todo lo emocional y sensitivo provocaría la posterior reacción romántica, y estaría en el origen de un mal ciertamente moderno: la simplificación racionalista. Vamos a ver como, en todo caso, este esquema es el que verdaderamente simplifica las cosas, más que el propio pensamiento ilustrado.

Tras la crítica de Hume y Locke a la filosofía de Descartes y el desarrollo fascinante de las ciencias y la apertura a nuevos campos del saber con las figuras de Newton, Buffon, Linneo y Lavoiser, entre muchos otros, la Ilustración nace con una bien aprendida lección de humildad: conservando intacta la confianza en la razón, los ilustrados van a caracterizarse por servirse de ella libre y despreocupadamente, sin prescindir en ningún caso de la autocrítica ni de las enseñanzas de la experiencia. La razón deja de ser esa fuerza infalible y omnipotente del cartesianismo, y con modestia pero verdadera dedicación van a imponerse nuevas interrogaciones más que respuestas que pretendan abarcarlo todo. Curiosos impenitentes, los nuevos filósofos serán unos apasionados del aprender y del descubrir, y entre sus propuestas vitales e intelectuales estará el no dar nada por sentado.

La Ilustración, por ello, va a condenar ese espíritu de sistema que ha malogrado tantas inteligencias, en su intento desmesurado por proyectar planos generales del universo en los que, después, se insertan los fenómenos observados, al margen de esos mismos fenómenos; en cambio, se desplegará en multitud de voces disonantes, fragmentarias y polifónicas, que irán desde el Ensayo sobre el hombre, el magistral poema de Alexander Pope, a los chispeantes Aforismos de Georg Christoph Lichtenberg o las novelas desbordadas de Denis Diderot. Panfletos, relatos, cartas, poemas, obras de teatro, ensayos, diálogos, memorias, crítica de arte, máximas, tratados, manifiestos: la actividad divulgadora, crítica, desmitificadora, indagadora o simplemente propagandística de la Ilustración dejará abiertos miles de frentes de batalla en ese combate por las ideas que también es nuestra historia.

Si bien, y para curarse de todo dogmatismo, la Ilustración va a mantener siempre un pie en la experiencia, va sin embargo a reivindicar su derecho a abordar cualquier aspecto de esa experiencia y a poner en cuestión las verdades más asumidas. Esta es, sin duda, su cara más subversiva: que no va a detenerse ante ningún prejuicio, autoridad o juicio arbitrario. Intentar dar un poco de luz, iluminar cualquier asunto, particularidad o rasgo del mundo para así ir puliendo los errores y terquedades va a convertirse, pues, en la labor sentida como propia por varias generaciones de ilustrados.

Toda esta audaz e infatigable agitación intelectual, por otra parte, no hace más que poner de relieve una tensión, un desajuste insufrible: el creado entre, por un lado, las nuevas posibilidades abiertas por el ejercicio de la razón, el avance de las ciencias y la fe profesada en el género humano y, por otro, ese lodazal de ignorancia, despotismo e injusticia que anegaban unas sociedades aún regidas por el Antiguo Régimen. Bastará con que demos un dato: cuando, para acallar las voces de protesta, Luis XVI convoca en 1789 los Estados Generales, la nobleza y el clero (menos del 10 % de la población) tenía asegurada la mayoría. El Tercer Estado, que representaba a la incipiente clase burguesa, a los artesanos y a la inmensa mayoría de la población campesina, carecía de todo derecho y estaba supeditado a las decisiones reales. Hay que decir también que la última reunión de los Estados Generales había tenido lugar en 1614: durante 175 años, el pueblo de Francia había carecido por completo de la más mínima representación.

Es imposible dar cuenta aquí de toda esa previsible sucesión de clausuras, persecuciones, encarcelamientos, prohibiciones y exilios que jalonan la vida de estos nuevos pensadores. Pero, obviamente, es mucho lo que está en juego. Para hacernos una visión genérica, valdrá la pena detenerse con brevedad en algunas de sus apuestas más firmes y arriesgadas:

  • Los ilustrados confían en la capacidad de la razón y el debate público para aclarar y discernir los problemas entre los hombres, desde los estrictamente especulativos a los científicos, políticos o sociales.
  • En viva polémica contra el pasado, tienen también la convicción de que puede darse comienzo a una nueva era en la historia con el auxilio de la razón. La palabra optimiste es de esta época.
  • Los ilustrados hacen una apuesta firme por la laicidad del Estado y mantienen un enfoque diverso en los asuntos religiosos, que va del deísmo más mesurado a un abierto ateísmo. Algunos llegan incluso a reivindicar la figura de Confucio, de cuya altura espiritual dan noticia los misioneros jesuitas en China. En general, se pretende superar los diferentes confesionalismos y buscar un núcleo de verdad espiritual transparente y común a todos.
  • Su interés por los avances de las ciencias empíricas les lleva a negar por principio la explicación de los fenómenos cognoscitivos y morales a partir de construcciones metafísicas, que son rechazadas en su generalidad como dogmáticas.
  • Su concepción universalista del hombre viene inspirada por un cosmopolitismo militante, capaz de superar diferencias e integrar a todas las naciones. Antes de la formación de las primeras Naciones-estado y de la fulgurante expansión del nacionalismo nacida al calor de las guerras napoleónicas, este saludable cosmopolitismo les parece a los ilustrados a la vuelta de la esquina.
  • Por último, hacen una decidida apuesta por la educación y la difusión de la cultura en general, que es vista como el mejor remedio contra los prejuicios, la intolerancia y el oscurantismo.

Se entiende, visto el programa, que los ilustrados libraran las más audaces batallas contra la ignorancia y la superstición, y que su encomiable esfuerzo por reorganizar y divulgar la cultura acabara concretándose en la publicación de una de las obras capitales de todos los tiempos, por su ambición e importancia. Nos referimos, claro está, a la Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, un compendio de todo el saber y habilidad humanas, publicado en siete volúmenes entre 1751 y 1772 bajo la enérgica determinación de Denis Diderot y Jean d'Alembert. Escribieron en ella la mayoría de los filósofos ilustrados franceses, y su vibrante prosa es también el mejor registro de la manera ilustrada de acercarse al mundo.

El noble objetivo de la Enciclopedia, y así quedará escrito en su Discurso Preliminar, será "reunir los conocimientos esparcidos por la superficie terrestre, exponer el sistema general a nuestros contemporáneos y transmitirlo a los hombres que vendrán después, a fin de que la obra de los siglos pasados no sea vana en los siglos por venir". Será útil fijarnos por un momento en esta declaración de principios, llena de confianza en la humanidad y en su futuro. Para los ilustrados, el saber va ligándonos a todos entre sí en el tiempo en una trama de complicidades y esperanzas, y es indispensable para el progreso de las sociedades. La sed de verdad, que ha de difundirse en estratos concéntricos cada vez más amplios, conseguirá abrir las mentes hacia un ejercicio cada vez más riguroso de la razón, y será la prueba definitiva de que el género humano está cerca de eso que Kant ha dado en llamar su "mayoría de edad."

Aunque es en Francia donde alcanza su verdadero cenit, la Ilustración prende originariamente en Inglaterra. Siguiendo la estela de Galileo, Isaac Newton (1643-1727) ha formulado los principios físicos del mundo, partiendo de una fina observación de los hechos naturales. Su método, que elabora hipótesis a través del examen y la comparación, y que no quiere perder de vista los fenómenos de la experiencia, sino justamente darles una explicación, va a convertirse en modelo para un gran número de ilustrados. John Locke (1632-1702) expone con sobriedad que, si uno quiere filosofar, bastante tiene con atender a sus propias sensaciones, y que sería un desperdicio de tiempo y de energías enfangarse en disquisiciones abstractas. No niega ni afirma a Dios, pero cree una falta de prudencia salirse del juego de nuestras percepciones y no sólo inútil, sino tosco, grosero, escalonar desde ellas cualquier metafísica. En el plano de la reflexión política, se proclamará partidario de una monarquía constitucional y será el primero en hablar de la "sociedad civil".

Francis Hutcheson (1694-1747), por su parte, ha elaborado una teoría moral que pone en el centro un sentido natural hacia el bien, la empatía y la felicidad. Para Hutcheson, este sentido que cada uno sentiría íntimamente con más o menos fuerza nos vincularía con la armonía universal. El conde de Shaftesbury (1671-1713), por último, se vale de todo su sarcasmo para ridiculizar la pedantería y la rutina mental, y es de los primeros en tomar en consideración los sentimientos, tanto cuando son nobles y elevados como cuando son mezquinos y estúpidos. A la hora de intentar entender el mundo, dirá, es imposible no sopesarlos: vivimos continuamente en nuestras tendencias y emociones, y malo sería poder salir completamente de ellas. Lo que debemos hacer, entonces, es acercarnos a su laboriosa trama manteniendo como guía de discernimiento a la razón, reforzar nuestras mejores inclinaciones y, en la media de lo posible, debilitar aquellas que nos dañan o dañan a los demás.

El clima intelectual inglés no tarda en llegar al continente, y lleva a la insuflar vida a una nueva y apasionada generación de filósofos, librepensadores, científicos y gens de lettres. Éstos, al igual que sus congéneres británicos, pondrán entre paréntesis la especulación abstracta y atenderán más bien al hombre como ser social y, por la vía de la observación y el análisis teórico, a sus facultades mentales, cognitivas y morales. Será justamente en Francia donde estos motivos y problemas de los ilustrados ingleses serán retomados con más brío y donde adquirirán una inusitada fuerza, estimulando el debate de ideas y anunciando la Revolución de 1789.

La sociedad francesa en general, y los filósofos en particular, habían quedado escaldados tras las sucesivas Guerras de Religiones entre protestantes y católicos que durante años asolaron el país y todo el continente. Tras la revocación de Edicto de Nantes, quedaba en el aire la necesidad de volver a pensar la convivencia sobre una base sólida de tolerancia y respeto por la libertad de opiniones. Pierre Bayle (1647-1706), la primera gran figura del iluminismo francés, desarrolló una lucha sin cuartel por la tolerancia religiosa, cuyo fundamento ha de ser la obligación individual a seguir la propia conciencia. Fundador de la historiografía crítica, separó con extraordinario tesón el estudio de la historia de todo mito nacional o religioso. Fontenelle (1657-1706) fue un abogado que ejerció un único caso; prefirió dedicarse a la escritura y a la divulgación. Su Entretiens sur la pluralité des mondes popularizó la física newtoniana. Una frase suya queda para la posteridad: "No os toméis la vida demasiado en serio; de todos modos, no saldréis vivos de ésta". También Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), pone en venta su prestigioso cargo oficial en la magistratura para viajar, contrastar opiniones y escribir el que acaso sea el primer gran tratado de ciencia política en el sentido moderno: De l'esprit des lois. En él analiza las diversas formas de organización política y consagra la división de poderes ya sugerida por Locke entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. El objetivo: contener al máximo la tendencia a la concentración que es intrínseca al poder y garantizar el máximo de libertad a los ciudadanos. El libro se publica en Ginebra, para evitar la censura, y aún así será incluido por la Iglesia en el Índice de Libros Prohibidos.

La creciente animosidad de la corte contra los pensadores ilustrados, y la recíproca negativa de éstos a colaborar con un régimen al que consideran estancado, merecería un detallado estudio. Baste decir que estos filósofos encuentran su acomodo en una nueva y refrescante institución, centro de todos los debates y todas las polémicas. Nos referimos a los salones, espacios de discusión y presentación literaria y artística, donde las lecturas, conciertos y debates son promovidos con amplitud y liberalidad. Su privilegiada independencia convertía a estos salones en un oasis donde las ideas eran expuestas y meditadas libremente, por lo que nunca dejaron de ser vistos como una amenaza.

Los salones giraban siempre alrededor de una gran dama, una anfitriona de la alta nobleza que los animaba y les daba nombre: Madame de Rambouillet, Madame du Deffand, Madame de Sévigné, Madame de Staël... Estas salonnières, mujeres cultivadas y con inquietudes, de espíritu amplio pero discreto, tenían un talento especial para sacar lo mejor de personas a quienes invitaba no en función de su rango, sino de su valía o su genio. Fingían simplemente entretenerse promocionando a las artes, mientras de hecho se alzaban como un contrapoder simbólico a la política cortesana. Sus salones eran el polo opuesto de la gran sala real o aristocrática, y anuncian el advenimiento de las formas sociales propias de la nueva clase burguesa. Su característica primordial era la intimidad: una docena de personas, como mucho. Allí tuvieron la oportunidad de participar todos los ilustrados, entre cafés recién hechos y vinos espumosos, y siempre bajo los límites del buen gusto y las buenas maneras.

Horace Walpole, que sentía horror hacia las clases de personas que frecuentaban los salones ("librepensadores, sabelotodos, burlones, hipócritas... impostores todos, cada uno a su manera"), se convirtió, no obstante, en un miembro devoto del de madame Geoffrin. Descubrió entonces que, por mucho que a los hombres les disgustara la jactancia de los otros hombres, la presencia de mujeres encantadoras e inteligentes a las que deseaban agradar transformaba reuniones normalmente incómodas en encuentros fluidos y estimulantes. La típica rivalidad masculina podía transfigurarse, así, gracias a la autoridad siempre indiscutida, suave y mediadora, de la anfitriona.

No debería minusvalorarse esta repentina e inusitada irrupción de un espacio matriarcal, de una escala casi sin precedentes en Europa. Hombres y mujeres, discutiendo juntos, era algo que no se veía desde el Jardín de Epicuro. Estas exquisitas reuniones dieron vida a epigramas, versos, máximas, retratos, panegíricos, música y todo tipo de juegos de ingenio o galantes que eran debatidos con extraordinaria minuciosidad, pero sin malevolencia. En los salones se hacían verdaderos esfuerzos por estar atentos a todas las novedades en todos los campos del saber, por respetar y alentar la discrepancia. Tuvo, además, como efecto el purgar a los hombres del zafio legado académico, cuyo nada disimulado objetivo era aplastar a los demás con el peso de la propia erudición. De ese modo, imbuyeron la prosa del siglo XVIII de claridad, elegancia y universalidad, invitando a la que la seriedad no arrinconara a la ligereza, a que la razón viniera incitada por la emoción, y a que a la cortesía no le sobrara la agudeza ni la sinceridad.

En este sentido, valdría la pena recordar que una de las cumbres de la prosa ilustrada la encontramos sin duda en la obra de sus moralistas. Se distinguen en ellos tanto las mayores virtudes de la Ilustración como cierto amargo desenlace: proponiéndose como estudio el fondo del corazón humano, los moralistas acabarán iluminando ese abismo caótico de odios, temores y orgullos que nos mueven tras los convencionalismos y las apariencias. El sentimiento y sus vaivenes pasarán, pues, a primer plano: y los moralistas del iluminismo francés serán sus más sutiles y cáusticos analistas. Su estilo prescindirá de la estructuración lógica del tratado para recurrir a formas breves, fragmentarias, concisas, manteniendo un carácter abierto y no prescriptivo; pero su lucidez y su apuesta por la sinceridad desembocarán a menudo en la perplejidad o el escepticismo. La Rochefoucauld, Nicolas de Chamfort, Vauvenargues, La Bruyère o Joseph Joubert se atreven a retratar la comedia humana con humor y desapego, y dejan algunas de las obras más clarividentes e imperecederas de la Ilustración. En el futuro, nuevas ciencias positivas se encargarán, en base a hipérboles y estadísticas, de sustituir su legado: la psicología, la sociología, la antropología.

Pero si alguien ha quedado como símbolo de la Ilustración e imagen viva del talante al que se le asocia ese es sin duda François Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778). Brillante polemista, autor de dramas, de estudios históricos, de obras de divulgación científica y filosófica de gran éxito, personaje que concitaba tantos aplausos como iras; de su nom de plume deriva un adjetivo, "volteriano", sinónimo universal de tolerancia hacia todas las ideas, pero de burla y sarcasmo hacia todos los prejuicios.

Voltaire toma los rasgos fundamentales de su concepción del mundo de los empiristas y deístas ingleses. Para él, el bien y el mal no son preceptos divinos, sino atributos de lo que va resultando útil o dañino según un criterio que ha de ser aceptado socialmente, pero que también ha de permitir los cambios e influencias y, por cautela, quedar siempre abierto. Frente a toda una larga e inveterada tradición, Voltaire alaba en general las pasiones e inclinaciones humanas, que no han de sacrificarse, pues nos son tan indispensables como el riego sanguíneo. Sin embargo, para este enemigo acérrimo de todo fanatismo, sí que han estar guiadas por la prudencia y la moderación.

La verdadera originalidad de Voltaire, sin embargo, no ha de verse en su pensamiento, sino en la audacia de su posición, en el vigor polémico con el que se encarnizó contra el despotismo y la intolerancia y en la vivacidad con la que se erigió portavoz de las más diversas causas. Voltaire aparece como un filósofo que ha dejado de lado la elucubración metafísica para incidir en los problemas de su tiempo, el precursor de una nueva figura, el intelectual comprometido, que tras un período de auge parece haber caído en el mutismo o la irrelevancia pública.

Otros filósofos con menos fortuna llegan aún más lejos. Los así llamados materialistas entienden que el verdadero enemigo del progreso de la humanidad no es sólo la Iglesia o la superstición, sino toda una manera de entender el mundo que pone al ser humano por encima de la naturaleza. Frente al deísmo, opinan que el mundo no sólo se mueve por sí mismo, sino que también se hace a sí mismo: sus movimientos están regulados por leyes autónomas, y las fuerzas que actúan en él son las mismas que lo han creado. Para estos autores, no habría sujeto previo, Dios o Ser Supremo, con una determinada intención, sino un puro fluir de causas naturales.

Tres son los autores más destacados del materialismo ilustrado. Julien la Mettrie (1709-1751) defenderá con atrevimiento que las mismas leyes que rigen la naturaleza nos rigen a nosotros, y que nada podrá decirse con sensatez si no entendemos que estamos sometidos a la necesidad que une todos los fenómenos naturales mediante la relación de causa y efecto. La Mettrie tiene el mérito de haber unido en su contra a calvinistas, luteranos y católicos, que en Flandes pedían al unísono su cabeza mientras sus libros eran incendiados públicamente en las escaleras del Parlamento.

El barón Paul-Henri d'Holbach (1723-1789) detalló por su parte un sistema materialista del mundo, muy en la línea al defendido en la Antigüedad por Epicuro o Lucrecio pero asentado en los recientes descubrimientos de la ciencia. En su opinión, todos los errores del género humano se originan de haber renunciado a la experiencia, al testimonio de los sentidos y de la recta razón, y de haberse dejado guiar por la imaginación, a menudo engañosa, o por la autoridad, siempre sospechosa. También para este autor, la tarea de la filosofía en esta nueva etapa será indagar en la sucesión de movimientos que nos vinculan con la causalidad general de la naturaleza.

Denis Diderot (1713-1784) es sin duda el más célebre de los materialistas y, al igual que Voltaire, un espíritu universal. Filósofo, periodista, novelista, crítico de arte, agitador, polemista infatigable, simboliza mejor que ningún otro la corriente de renovación radical en todos los campos propia de la Ilustración. Nada quedó al margen de su interés, y ni una sola página suya es inocente o inocua.

Diderot sostiene que todos los elementos del universo han de considerarse como animados, es decir, como provistos de una determinada sensibilidad, una sensibilidad que en el permanente fluir les impulsa a hallar una combinación o coordinación, la más apropiada a su equilibrio. La propiedad general de la materia misma es la sensibilidad, dirá Diderot, y aquello que se ha dado en llamar alma no sería más que agregados especialmente sutiles de la misma fuerza física que anima el universo. En el plano ético, Diderot no esgrime un cuerpo cerrado de doctrinas, pues considera que la moral no es sino el descubrimiento de un impulso hacia la bondad y la virtud social que anida, en diverso grado, en todas las criaturas. Tout se tient dans la nature. Inspirado sin duda por Spinoza, este entusiasta ilustrado lanza incluso como hipótesis la posibilidad de que los distintos seres se desarrollen y se influencien unos a otros, dando lugar a nuevos seres: una intuición que será demostrada un siglo después por Charles Darwin.

Diderot, personalidad inmensa y paradójica, lucha en todos los frentes por ampliar las Luces, pero no se hace ilusiones respecto a las capacidades de la razón humana. "Esa fantasía a la que llamamos razón", dirá, desenvuelto, en Jacques le fataliste. Frente a la enormidad de la naturaleza y la multitud infinita de fenómenos que se desarrollan fuera de nuestro alcance, Diderot se preguntará, ¿qué puede hacer nuestro pobre y limitado entendimiento? En otra de sus obras, Le neveu de Rameau, escenifica una charla imposible que tuvo con Rameau, un marginado, un vividor, un parásito social que hace de bufón y mendiga sus comidas. Al final, el mismo Diderot se retrata a sí mismo como un soñador más bien pedante e idealista, que poco ha entendido del mundo.

La misma distancia respecto a las capacidades de la razón será una de las claves para entender a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). La naturaleza humana, dirá enérgicamente, no es razón, sino instinto, sentimiento, impulso, espontaneidad. La propia razón se extravía, si no tiene por guía el instinto natural. De él se ha hablado en el epígrafe modernidad, baste señalar aquí que, con su teoría del contrato social, Rousseau intentará mediar entre este instinto y la inevitable vida en común, a la que censura como origen de todas las desigualdades y tiranías. Anticipando lo que será la Crítica de la razón práctica, Rousseau elabora un concepto de libertad en el que la voluntad general pueda sentirse como propia, y establece las condiciones políticas en las que tal aspiración es posible.

Rousseau da la forma más contradictoria y enérgica a lo que constituye, quizá, la parte más íntima del iluminismo francés: el ideal de una razón como orden y equilibrio en todos nuestros aspectos y actitudes y, por tanto, como condición del retorno y de la restitución humanas tras siglos de corrupción y servidumbre. Los pensadores ilustrados habían establecido la relación necesaria para el progreso del género humano entre educación y libertad, entre ciudadanía y autonomía moral. Defensores apasionados de la capacidad humana para crear sus propias reglas y valores, alumbraron un nuevo imaginario colectivo de libertad y permanente cuestionamiento cuyas paradojas y ambivalencias fueron también los primeros en señalar. Pretendieron sentar las bases, a través de la difusión del saber y del contraste de experiencias, para que cada ser humano pudiera gobernarse a sí mismo. Su entusiasmo les llevó a pensar que, en el futuro, también cada pueblo se gobernaría a sí mismo y se daría unas leyes justas que ampararan esta búsqueda individual del propio perfeccionamiento.

El impulso de estos filósofos, lo estamos viendo, no se agota en el reduccionismo racionalista, sino que está permanentemente tensado con la energía con la que rompieron tabús ancestrales, con el arrojo con el que defendieron ideas intempestivas. Entre el fanatismo de las creencias inamovibles, por un lado, y el cinismo y la falta de confianza, por otro, defendieron las virtudes del espíritu crítico y el derecho a tener convicciones razonadas, y a vivir en consecuencia. Creían también en el diálogo y en nuestra capacidad para vivir en comunidad sin recurrir al engaño o a la violencia. Los principios de libertad, igualdad y fraternidad, reivindicados en 1789 e igualmente reivindicables hoy día, derivan directamente de este impulso y son útiles para medir en qué se ha avanzado, en qué se ha retrocedido.

En Alemania será un ilustrado, Alexander Gottlieb Baumgarten (1714-1762), quien acuñe por primera vez el término estética, entendida como ciencia de la sensibilidad, y en cuya defensa va a verse implicada también la defensa de la dignidad y del valor de una actitud humana fundamental. Con su intento por esclarecer la idea de belleza, y con la importancia específica que concederá al estudio de las artes, Baumgarten contribuye decisivamente a la apertura de un nuevo y controvertido campo de reflexión. Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), uno de los fundadores de la arqueología como ciencia moderna, y padre indiscutible de la teoría del arte, pondrá también en marcha el mito de los griegos, azuzando así la mentalidad romántica.

Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), por último, anuncia una nueva época en la que razón y revelación se unifican en un programa ético que quiere de alcance universal. Un noble ideal de mejora y perfeccionamiento de la humanidad inspira todos sus escritos, breves y fragmentarios pero extremadamente eficaces; en ellos se va elaborando una idea de la historia como orden progresivo, y centra así un nuevo debate del que habremos de hacernos eco en otra ocasión (aquí link). Lessing sostiene que, para nosotros, más importante que la verdad es nuestro esfuerzo sincero por alcanzarla: sería a Dios, en todo caso, a quien le corresponde la verdad, y al género humano, que trabaja en el tiempo, le corresponden las conquistas parciales y limitadas, la búsqueda continua, la tendencia a equivocarse y empezar de nuevo. Una parábola suya expresa con claridad ese espíritu ilustrado de apertura e incertidumbre, al que siempre se mantuvo fiel: si se le apareciera Dios y le ofreciera en una mano toda la verdad y en la otra el camino para llegar a ella, Lessing humildemente elegiría el camino. El camino, con sus equívocos, sus ascensiones y caídas, y no la verdad misma, siempre más allá de todo lo humano.

Sin duda, la cumbre de la Ilustración alemana será Inmanuel Kant, pero sus resonancias serán tan fecundas y divergentes en el futuro que con él puede decirse comienza una nueva etapa. ¿La etapa, quizá, de la mayoría de edad del género humano? No sería edificante preguntarnos si Kant escribió estas palabras bajo los efectos de una conmovedora ingenuidad o de una pasmosa soberbia. En cambio, sí que resultaría lícito preguntarnos, llegados ya al siglo XXI, si nuestra racionalidad instrumental, que lo sacrifica todo en aras de la eficiencia, o si nuestro progreso, entendido en términos puramente tecnológicos o de expansión económica, son de verdad legítimos herederos de los ideales de razón y de progreso alumbrados en la Ilustración.