Lexique

PAGANISMO

Pervivencias del paganismo: mitología y creencias populares. Analizados estos testimonios, debemos preguntarnos si los habitantes de las montañas vascas eran realmente paganos durante la Alta Edad Media. Aplicarles este término equivaldría a denominarlos no cristianos, es decir, no bautizados y entregados a las prácticas de otros credos religiosos. En este sentido, no podemos considerar que los testimonios anteriormente expuestos nos hablen de un paganismo en sentido estricto, sino de un aparente sincretismo religioso donde la religión cristiana aparece como estructuradora de todo un universo creencial paralelo y absolutamente compatible dentro de la concepción religiosa popular.

En este sentido, hacemos nuestras las consideraciones de P.C. Díaz y J. Torres cuando afirman que este tipo de prácticas, debido a su carácter supersticioso, profundamente enraizado en las costumbres populares y sin connotaciones religiosas, deberíamos incluirlas bajo el concepto de "lo profano". Por tanto, se trata de cuestiones diferentes: de un lado todas las que entroncan con el mundo de las creencias religiosas, de lo "sagrado"; por otra parte los aspectos que conforman el modo de ser de una sociedad, integrados en "lo profano" (Díaz y Torres, 2000: 242).

En las expresiones de la religiosidad popular la fe pura no existe, sino que se expresa y desarrolla a través de las creencias, prácticas y formas de comportamiento. Las manifestaciones de religiosidad deben ser juzgadas en su medio cultural y religioso, y jamás deben minusvalorarse (Estrada Díaz, 1989: 257-260). La propia teología tiene dificultades para establecer los límites precisos y prácticos entre la pura magia, la religiosidad supersticiosa y la intervención divina ortodoxa (Sánchez Lora, 1989: 139). De hecho, conviene recordar que la sociedad rural vasca ha mantenido hasta la generalización de la moderna medicina científica una medicina creencial que, si bien estaba dominada por elementos cristianos (peregrinaciones, conjuros, exvotos, escapularios, detentes, etc.), también se imbuía de un sincretismo donde afloraban prácticas supersticiosas y adivinatorias (Cfr. Erkoreka, 1996: 180-188). Si esta realidad pervivió hasta el siglo XX con expresiones como el mal de ojo o begizkoa, en cuyos remedios y rituales precautorios se introducían elementos cristianos (Vid. Erkoreka, 1995) o en capítulos de la religiosidad popular tan elocuentes como la Virgen de los Conjuros de Arbeiza (Valdega), a donde acudían embrujados o maleficiados a someterse a conjuros (Jimeno Jurío, 1998: 175-196), ¿cómo no iba a ser algo connatural al hombre medieval?

Atinadamente J.M. Lacarra realizó un paralelismo entre la experiencia de Aimeric Picaud y las vivencias de los misioneros que todavía hoy continúan su labor evangelizadora en la América indígena (Lacarra, 1982: 33). En efecto, si algo caracteriza la religiosidad católica latinoamericana es su sincretismo, ante el que la Iglesia oficial apenas nada puede hacer, ni siquiera con los medios disponibles en este mundo globalizado (Cfr. Leonard, 1998: 31-49).

El propio Lacarra recuerda que a pesar de las numerosas iglesias, parroquias y monasterios, nunca sabremos hasta qué punto éstas habían ganado la fe de los campesinos, ni cómo éstos entendían la nueva fe, que es otro problema interno y más delicado (Lacarra, 1982: 31). Aquellas gentes participarían de su peculiar universo de creencias y ritos, aunque no las tengamos que considerar por ello paganas. Donde existía una iglesia rural se extendía el bautismo a todos los habitantes de su circunscripción, y sus parroquianos acudían ordinariamente a los oficios religiosos, según se desprende también de la descripción del peregrino francés del siglo XII.

No obstante, no podemos olvidarnos totalmente de las aportaciones antropológicas (vid. voz Paganismo, 1ª edición de la Enciclopedia Auñamendi), especialmente en todo lo relacionado con los rituales producidos en la sociedad tradicional, si bien tomándolos con todas las reservas interpretativas que requieren unos testimonios por lo general recogidos a través del trabajo de campo contemporáneo. En este sentido, interesa observar todo lo relacionado con los rituales del día de San Juan. Objeto igualmente del análisis antropológico ha sido el estudio de los mitos vascos, dibujando frecuentemente una realidad cuyos orígenes aparecen anclados en la nebulosa de la prehistoria, donde en muchos casos ni la romanización ni los siglos medievales -e incluso modernos- han parecido influir. Resulta francamente dificultoso extraer de nuestros relatos mitológicos el poso anterior al cristianismo. Sin duda deidades como Mari, los jentiles, Tártalo o las lamias tienen sus correspondientes paralelos en las culturas clásicas y aún anteriores, pero los relatos y creencias que sobre ellos nos han llegado aparecen profundamente distorsionados por el discurrir histórico. Véase MARI. Por lo tanto, lo único que se puede constatar con cierta seguridad es la existencia de un panteón mitológico vasco aparentemente prerromano enriquecido y transformado hasta llegar a lo que hoy conocemos. Sin embargo, el panteón de dioses indígenas vascos atestiguados por la epigrafía no ha tenido reflejo posterior en la mitología conocida. Estas deidades parecen remitir a unos cultos locales, por lo que no tuvieron una proyección posterior en las figuras mitológicas.

El mejor exponente de esta realidad es el santuario de San Miguel de Aralar, símbolo identitario máximo de la religiosidad popular de los vascos. El propio topónimo ha sugerido a diferentes autores una derivación de la estación romana de Araceli, que habría dado nombre a los habitantes de la zona, los aracelitani. Unido a esta realidad, estaría la hipótesis de la existencia de un lugar cúltico pagano en las alturas de Aralar, encerrando detrás de su forma lingüística un Ara coeli, o 'altar del cielo' (Cfr. Caro Baroja, 1995: 1081). Este hecho se completaría con la denominación Monte Excelso o San Miguel de Excelsis, atestiguada a través de la documentación de los siglos XI y XII, hipótesis que para J.M. Jimeno pudiera aludir a un culto anterior in monte Excelso y su Ara coeli, nombre aplicado después al terreno circundante y al valle protegido por la divinidad del cielo araquilense (Jimeno Jurío, 1970: 8-9). La forma advocacional elegida por el cristianismo para esa cumbre es propia de lugares cultuales precristianos y localizados en montañas de simbología especial a partir de la aparición del Monte Gargano (Cfr. Caro Baroja, 1969: 333-334; Caro Baroja, 1995: 1079-1080).

Basándose en prácticas rituales que habrían llegado en algunos casos hasta nuestros días y en testimonios históricos como el milagro obrado por intercesión de San Miguel en el rey Pedro I, J.M. Satrustegi sugiere la posibilidad de que el culto precristiano de aquellos aracellitani pudo revestir las características de un culto de la fertilidad (Satrústegui, 1971: 290-294). Sin embargo, si extrapolásemos esta metodología deductiva a otros santuarios localizados sobre lugares de culto paganos y con prácticas rituales taumatúrgicas, estaríamos en disposición de poder conocer en profundidad la medicina creencial popular precristiana, algo que, como es obvio, se mueve en el terreno de lo fantasioso. Por ello, no se puede retrotraer un ritual hasta época tan antigua sin poseer otros elementos de juicio. En definitiva, estamos ante lo que J. Caro Baroja afirmaba al referirse a este santuario cuando propugnaba desterrar el folclorismo que pretende relacionar la vida actual del campesino con el mundo prehistórico, sin tener en cuenta la cantidad y diversidad de ciclos históricos intermedios (Caro Baroja, 1969: 339).

Es obvio que el dragón de la leyenda de Teodosio de Goñi tiene reminiscencias aparentemente arcaicas. El propio J.M. Satrustegi recuerda que muchas basílicas dedicadas a San Miguel están relacionadas con leyendas de monstruos abatidos por determinados personajes gracias al auxilio del santo protector, tal y como ocurre en los santuarios italianos del Monte Gargano y Monte Tancia. Esta figura se correspondía a la imagen de San Miguel proyectada por la iglesia primitiva como vencedor de Satanás y abanderado en la lucha contra el paganismo (Satrústegui, 1971: 289-290). J. Caro Baroja y M.T. Navarro Salazar han demostrado la elaboración tardía de la leyenda de Teodosio de Goñi, situando su cronología a finales de la Edad Media y estableciendo paralelismos con las leyendas de Judas Iscariote, San Albano, San Gregorio, San Julián o San Pedro ad Vincula (Caro Baroja, 1969: 293-345; Navarro Salazar, 1995: 162-173).

Asimismo, debemos cuestionarnos los elementos precristianos del dragón de la leyenda de Aralar. J. Caro Baroja apunta que la singularidad legendaria de este monstruo radica en que vivía de modo permanente y habitual en una cueva de la sierra de Aralar, aunque el resto de sus elementos legendarios son comunes a otros dragones o demonios medievales (Caro Baroja, 1969: 337-341). El dragón (herensuge) es una figura común dentro de la mitología vasca (Barandiaran, 1996: 90-93; Dueso, 1987: 82-87), aunque no se puede precisar fehacientemente su origen cronológico. Todo parece indicar que el dragón de Aralar nace de la leyenda medieval, con paralelismos en las hagiografías de otros muchos santos. El pueblo se encargaría de transformar la leyenda mitologizando alguno de sus elementos, según vemos en otros relatos del país. Por otra parte, la teoría anteriormente expuesta de la existencia del Ara coeli no se correspondería con un culto a herensuge, y sí en cambio con la advocación del Arcángel radicado en lo alto de las montañas, mediador entre Dios y los hombres.