Concepto

Txuntxunero

En este momento parece claro que esta orquesta mínima -la misma persona interpretando a la vez el txistu y el tamboril- surgió en algún lugar indeterminado de Europa a mediados del siglo XIII (Montagu 1997). A partir de este momento encontramos en un espacio corto de tiempo gran cantidad de referencias iconográficas, pero las literarias son más problemáticas porque no dan de un nombre para nosotros claro que los designe. A menudo, sin embargo, los términos que derivan del tambor identifican sin ningún género de dudas a estos músicos, y en castellano parece que especialmente la palabra tamborino se utilizaba para designarlos (Sánchez Ekiza 2005). Es muy probable que este término proceda del francés tambourin, y adoptó en vascuence la forma de danbolin.

En efecto. Aunque los primeros testimonios iconográficos, aparecen muy pronto en Vasconia -los del monasterio de la Asunción de Tuesta y del de La Oliva, cerca de Carcastillo, proceden del siglo XIII- las primeras referencias escritas no llegan hasta el XV. Los primeros nombres de intérpretes que conocemos en Vasconia son los de Réonart de Ufon, al servicio de Carlos III en 1413, los tamborinos Johan Romei y Johan de la Mota (Anglés 1970: 312 y 406) y el juglar de tamborín Pedro Julián, que estuvieron al servicio de Carlos, príncipe de Viana. Como se aprecia, es llamativa entre estos intérpretes la abundancia de nombres no vascos.

Nuestros conocimientos sobre la música instrumental en la Edad Media no nos permiten aclarar gran cosa sobre estos músicos, ni siquiera sobre algunos aspectos tan básicos como qué repertorio tocaban (y menos, por supuesto, si había o no un repertorio vasco), qué técnicas utilizaban ni cómo era el propio sonido de sus instrumentos. Aunque algunos juglares y ministriles formaron una verdadera élite internacional, (y por ello, entre otras cosas, se extendieron nuestros instrumentos de modo tan rápido por toda Europa), no sabemos muy bien cómo funcionaba su música, y mucho menos si ésta era la música que oía el pueblo o no. Afortunadamente otros aspectos son mejor conocidos gracias a referencias tanto literarias como iconográficas, y con ellas podemos al menos plantear algunas hipótesis.

Los instrumentos musicales de la Edad Media, por ejemplo, se clasificaban según su intensidad sonora (Bowles 1954): por un lado estaba la música baja, que era interpretada por instrumentos de baja intensidad. Podían acompañar a la voz, el instrumento más perfecto y, en general, se utilizaban para tocar en lugares cerrados y para el ocio de las refinadas clases altas. Por ello sus connotaciones sociales eran altas también. En general, eran los cordófonos, como el laúd, el arpa o las violas los instrumentos que entraban en esa categoría.

Por otro lado estaba la música alta, realizada por instrumentos de fuerte intensidad. Entre sus funciones podemos encontrar la de la exhibición del poder: como heraldo, en las procesiones, realizando diversas señales y, en general, todas las actividades que se desarrollaban en sitios abiertos. A menudo en manos de intérpretes profesionales (juglares y ministriles concretamente), se consideraba un trabajo manual y por tanto, tenía connotaciones sociales bajas. La mayor parte de los aerófonos se encuentran en esta categoría, y a juzgar por los numerosos ejemplos iconográficos, parece que éste era el caso de nuestros instrumentos, aunque en ocasiones aparezcan también en contextos de música baja. Y en Vasconia, además, la palabra juglar se utilizará también para identificar a los txuntxuneros hasta el siglo XX.

Con todo, la utilización más señera de nuestros músicos era sin duda la de la danza. Estos hombres-orquesta eran muy apropiados, al combinar melodía y ritmo, para sincronizar la música y el movimiento, y podemos decir que la razón de la innovación técnica que supuso la creación de este conjunto -quitar varios agujeros de la flauta utilizando un gran número de armónicos y poder dejar una mano libre para tocar el tambor- no pudo tener otra finalidad. Y especialmente la Iglesia no veía con buenos ojos la danza, viva imagen de la movilidad y fuente de lujuria, y más aún si se hacía con movimientos violentos, ya que entonces se veía al bailarín como al mismo Diablo. En este contexto podemos entender no sólo las excomuniones contra músicos y juglares, sino también que nuestros músicos adopten en la iconografía la forma misma del Diablo.

A pesar de ello, desde la Baja Edad Media se desarrollaron otras danzas de movimientos no tan violentos: en esos bailes el cuerpo aparecía como muy controlado, de modo muy racional y capaz de diferenciarlo por ello de la plebe, como de alguna manera ocurría con la música baja (de hecho, el mejor exponente de esta tendencia era la baja danza). Por otro lado, seguimos las teorías de Curt Sachs (1947), en manos de nuestros intérpretes se aúnan la simbología masculina de la flauta y la femenina del tambor, relacionándolos por ello con las bodas y en general las relaciones sexuales.