Concepto

Modernidad

La figura de René Descartes (1596-1650) adquiere aquí rasgos de mito fundacional: recluido en su casa, solo, al lado de la chimenea, trata de poner en marcha un proceso de reflexión que, independientemente de cualquier supuesto, por el puro discurrir de su metodología, sea capaz de garantizar algún conocimiento objetivo. Nada ni nadie ha de distraerle en este envite. Una paradoja: dominar un proceso desde el origen es lo mismo que crear. La modernidad está abocada, pues, a un constructivismo epistemológico: como diría el propio Kant más de un siglo después, se conocen objetos cuando se construyen, es decir, cuando la subjetividad proyecta sobre la multiplicidad de datos determinadas funciones de significación.

A través de su nuevo método, Descartes pretende eliminar las incertidumbres: para ello, nada ha de ser sustraído a su propia mirada interior, exigente y vigilante. Ni una sola valoración, ni un solo prejuicio, ni una sola turbación de los sentidos. La certeza se adquiere críticamente, con la mente bien despejada, con lo que queda inaugurado el paradigma de la conciencia propio del pensamiento moderno. Descartes lo somete todo a duda, metódicamente, y esta estrategia de la sospecha no puede dejar ningún hábito, ningún dato de la experiencia, ningún conocimiento adquirido sin su propio y arduo cuestionamiento.

Esta actitud sistemáticamente crítica cuyo afán, sin embargo, al destruir las falsas verdades, no es otro que la reconstrucción del conocimiento verdadero, va a provocar una dualidad y una escisión lacerantes que habrá de lastrar todo el racionalismo occidental posterior a Descartes. Tenemos, por un lado, un mundo concebido como caos material regido por el movimiento mecánico de una racionalidad formal, a la que el hombre puede acceder siguiendo la nueva y desprejuiciada ciencia. Por el otro lado, una subjetividad desarraigada, entendida como instancia crítica más allá del espacio y del tiempo, absolutamente libre frente a la ciega necesidad de la naturaleza.

Dicho de otro modo. Destruido el orden feudal, con sus vínculos y relaciones de parentesco que tenía su correspondencia en el orden cósmico, se ha destruido también toda esa red de semejanzas y correlaciones simbólicas que delimitaban el mundo y nuestra relación con él. Tenemos ahora al ser humano, en su soledad, pura indeterminación, convencido sólo de la audacia y fortaleza de su propia facultad de pensar y dispuesto a ejercer esta facultad críticamente, sin descanso. Frente al mundo.

David Hume (1711-1776) emprende su propio examen con una coherencia y una honestidad desconocidas hasta entonces. Sus resultados superan en desconcierto a los del mismo Descartes, pero también hacen más profundo este abismo y esta escisión. Para el filósofo británico, la organización de los datos de la conciencia es llevada a cabo por un principio psicológico de asociación, en virtud del cual transformamos una constelación de fugaces impresiones en un todo coherente. Pero éste, insiste, es el resultado de un trabajo de la conciencia, y si somos rigurosos, poco más es lo que podemos decir del mundo. Ni siquiera podemos estar seguros de nuestra propia existencia como sujetos, pues ninguna percepción concreta puede dar cuenta de todo ese mosaico de costumbres, manías, influencias, rutinas y asociaciones mentales que llamamos identidad. Ésta no es más que una colección de impresiones siempre en movimiento, unidas por la imaginación.

Para Hume, pues, radicalizando la apuesta cartesiana por encontrar un saber claro y distinto, no podemos separarnos ni un milímetro de nuestras percepciones. Las percepciones, como tales, son reales, pero nada podemos decir seriamente de lo que revelan, pues ahí entran hábitos y proyecciones de la conciencia.

Desde la ciudad alemana de Königsberg, Immanuel Kant (1724-1804) recogerá el guante. Tratará de restablecer la posibilidad de un conocimiento y, con ello, la universalidad de la experiencia, pero no modificará, sino que ahondará aún más en la hegemonía de la subjetividad: en vez de buscar inútilmente fuera de nosotros, en la objetividad del mundo, la validez o justificación de los juicios científicos, sugerirá buscarlos en el mismo proceso cognitivo. La analogía con la "revolución copernicana" es más que evidente: si Copérnico había propuesto buscar la causa del movimiento aparente de los cielos no en el cielo sino en la Tierra misma, Kant propondrá buscar la base de los juicios universales y necesarios concernientes a la experiencia no en la experiencia en sí, sino sólo en nosotros mismos.

Nos encontramos, sin duda, en un punto de inflexión en la modernidad. Kant viene a asentar en su obra el principio de que la razón crítica ha de comenzar siendo autocrítica consigo misma, comparecer reflexivamente ante su propio tribunal y, de esta manera, esclarecer las condiciones de posibilidad y los límites de sus diferentes formas de ejercicio. A partir de ahora, la razón no podrá someterse a ninguna ley que no se haya dado a sí misma, paciente, trabajosamente, con lo que la convicción universalista en una racionalidad entendida como instancia susceptible de ser compartida por todos está impulsando, en realidad, una nueva racionalidad abierta, interpretativa, reflexiva consigo misma en un bucle interminable que sólo puede acabar en una hermenéutica, una taxonomía y una crítica sin final posible.

El prodigioso intento kantiano de erigir una nueva unidad basada fielmente en la razón ha quedado, por ello, también frustrado. Ningún vínculo directo se mantiene con nuestra propia experiencia. Conocer ya no es un puro y simple recibir datos, sino que implicará elaborarlos, sintetizarlos, ordenarlos, reconstruirlos según estructuras formales, no psicológicas, comunes a todos. Sin embargo, la nueva revolución copernicana tuvo como consecuencia que la naturaleza girara entorno a la subjetividad humana, como muy bien intuyeron una generación después los primeros idealistas y románticos alemanes. Tras Kant, en efecto, cualquier acceso a la verdad ha sido sustituido por la interpretación, una interpretación crítica que habrá de ejercerse de manera perpetua. Una interpretación, además, no ya de los datos y conmociones que nos llegan del mundo, sino de la manera particular que tenemos, como seres racionales, de reconstruirlos e integrarlos en nuestro propio esquema de representaciones. El mundo, por el camino, se había desfondado por completo, carecía ya de toda significación objetiva.

En el ámbito de la reflexión social y política, la modernidad también quiere empezar de cero. Se buscará una nueva fundamentación de la ética y los valores morales, y una nueva legitimidad de los asuntos públicos. Muchos de estos nuevos enfoques serán, sin embargo, deudores de determinados dogmas y posiciones mantenidos por la teología cristiana. El peso de estos vínculos no puede menospreciarse. Sin la creencia en el libre albedrío, no podría tomar cuerpo la reivindicación de la libertad humana. Sin la centralidad que el cristianismo atribuye al hombre en la Creación, no se entendería su renovada distancia e irreductibilidad respecto a la naturaleza, y la relativización consiguiente del mundo.

Las diferentes reformas protestantes han desvinculado la moral de la religión y han dejado al individuo solo ante Dios, al igual que la especulación filosófica lo ha dejado solo ante el mundo. Y si el mundo empieza a desfigurarse, también lo hace Dios. Éste ya no puede legitimar al nuevo Estado que está forjándose con la disolución del orden feudal, y que también habrá de estar guiado por la razón. La articulación de las condiciones necesarias para regular una coexistencia humana basada en la razón será, pues, el objetivo que se impondrán autores como Thomas Hobbes, John Locke, Baruch de Spinoza o el mismo Kant.

Posiblemente haya sido Hobbes (1588-1679) quien ha desarrollado la teoría más cruel y desasosegante, pero también la de mayor influencia, de la historia del pensamiento político occidental. Muy resumida, parte del carácter egoísta del hombre, que en un estado hipotético de la naturaleza se mostraría como un ser ambicioso, amoral y codicioso. Un estado tal nos abocaría a la guerra de todos contra todos, y nos obligaría, prudentemente, a pactar con nuestros semejantes y a ceder nuestra libertad a un poder central que sería el Estado. Este nuevo Leviatán garantizaría la seguridad de todos y cada uno de sus miembros, reduciendo por el interés general todas las voluntades a una sola.

Con todo tipo de matices y diferencias, esta teoría del contrato social es suscrita, desde entonces, por casi todos los pensadores modernos. En general, se ha querido salvar la máxima libertad del individuo en esta inevitable cesión al Estado. Hay, sin embargo, excepciones significativas a este consenso. Para el mencionado Hume, por ejemplo, es una construcción teórica sin ninguna base real, que confunde más que clarifica. Ningún hombre ha cedido su soberanía libremente, tras tomar una decisión racional y mesurada. En el origen de todo poder político, insistirá Hume, lo único que encontramos es la conquista, la usurpación o la sumisión involuntaria.

En una audaz y conmovedora pirueta, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) invertirá el argumento hobbesiano. El contrato social, dirá, es nulo y absurdo si une voluntades sólo exteriormente, recurriendo a la fuerza y a la violencia física antes que a la íntima unión entre ellas. Un contrato semejante carece de legitimidad porque carece de todo valor moral. La verdadera unión de individuos, para Rousseau, habrá de ser espontánea, y sólo podrá basarse en el libre consentimiento y en el respeto recíproco de la libertad individual. Si para Hobbes el hombre es egoísta y autodestructivo por naturaleza y necesita del Estado para alcanzar un cierto nivel de convivencia, para el ilustrado francés es bueno en estado natural y es la sociedad quien le pervierte. Por ello, Rousseau denunciará sin descanso toda la hipocresía, la injusticia y la corrupción de su época.

Al igual que Kant, Rousseau marca otro punto de inflexión en la modernidad, al encarnar mejor que nadie las ambivalencias a las que nos sume la nueva situación.

Fervoroso defensor de la libertad individual, entenderá que sólo un Estado que vele por el cumplimiento de la voluntad general podrá legítimamente situarse por encima de la miríada de voluntades e intereses particulares. Distanciándose, por otro lado, del exceso de optimismo incubado al calor del auge de la idea de progreso, es consciente de que la historia no puede dar marcha atrás. Su sueño más íntimo, sin embargo, será regresar a un estado feliz de comunión con la naturaleza.

Sus ideas, y las del resto de pensadores ilustrados a los que se vincula, será uno de los elementos clave para entender ese acontecimiento que pasa por ser el siguiente hito en la evolución y despliegue de la modernidad: la Revolución francesa de 1789, que marcará para siempre la irrupción de la multitud en la historia. Por primera vez, y en una combinación inusual de imaginación, audacia, desenfreno, ansia de justicia, alegría y aspiración moral, la multitud se hace consciente de sí misma, e intenta romper los tabiques sociales que dividían el Antiguo Régimen. El 26 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional francesa aprueba la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, que proclama la igualdad de todos los hombres: ahí está la impronta imborrable de Rousseau, y de todo el pensamiento ilustrado.

Puede entenderse la Ilustración como una radicalización, una puesta en escena deslumbrante de los grandes valores de la modernidad. Valdrá la pena, por tanto, detenerse en algunos de sus rasgos más definidos y valiosos:

  • Una confianza en la capacidad de la razón para aclarar y discernir los problemas entre los hombres, desde los estrictamente especulativos a los científicos, políticos o sociales.
  • Una viva polémica contra el pasado, la convicción optimista de que puede darse comienzo a una nueva era en la historia con el auxilio de la razón.
  • Una apuesta por la laicidad del Estado y un enfoque deístico en los asuntos religiosos, que quiere superar los diferentes confesionalismos y buscar un núcleo de verdad espiritual común a todos.
  • Un interés por los avances de las ciencias empíricas, y la negativa a explicar los fenómenos cognoscitivos y morales a partir de construcciones metafísicas, rechazadas como dogmáticas.
  • Una concepción universalista del hombre, que inspira un cosmopolitismo capaz de superar diferencias e integrar a todas las naciones.
  • Una decidida apuesta por la educación y la difusión de la cultura en general, con la firme convicción de que es el mejor remedio contra los prejuicios, la intolerancia y el oscurantismo.

Se entiende, visto el programa, que los ilustrados libraran las más audaces batallas contra la ignorancia y la superstición, y que su encomiable esfuerzo por sistematizar y divulgar la cultura acabara concretándose en la publicación de la Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios. Un compendio de todo el saber y habilidad humanas publicado en siete volúmenes entre 1751 y 1772, bajo la enérgica determinación de Denis Diderot y Jean d'Alembert.

El noble objetivo de la Enciclopedia, y así quedará escrito en su Discurso Preliminar, será "reunir los conocimientos esparcidos por la superficie terrestre, exponer el sistema general a nuestros contemporáneos y transmitirlo a los hombres que vendrán después a fin de que la obra de los siglos pasados no sea vana en los siglos por venir". Será útil fijarnos por un momento en esta declaración, absolutamente moderna en lo que tiene de confianza en el hombre y en su futuro. Para los ilustrados, el saber va ligando a los hombres entre sí en el tiempo en una trama de complicidades y esperanzas, y es indispensable para el progreso de las sociedades. La sed de verdad, que ha de difundirse en estratos concéntricos cada vez más amplios, conseguirá abrir las mentes hacia un ejercicio cada vez más riguroso de la razón, y será la antesala al nuevo reino de la igualdad, libertad y fraternidad.

Un insólito movimiento especulativo va a hacer aún más profundas las sospechas inauguradas por el pensamiento moderno, ya desde su origen. Hemos visto cómo el paradigma de la conciencia tiene su momento fundacional en Descartes, en los albores de la modernidad. Georg Wilhem Friedrich Hegel (1770-1831) querrá establecer una ambiciosa fenomenología de la conciencia, con lo que someterá ésta al discurrir propio de la historia. Más allá de las pretensiones del mismo Hegel, su enfoque panorámico y la crítica sociocultural de su perspectiva dialéctica pondrán de manifiesto que las formas de conciencia son todas producto de su propio tiempo, y que ni la crítica podrá prescindir de la génesis de sí misma.

Aquí habría que hacer un inciso, y aclarar que la conciencia histórica como tal es, indudablemente, un descubrimiento moderno. Las sociedades premodernas viven en la eternidad del tiempo cíclico, marcado por ritos periódicos que tienen relación con los procesos de siembra y cosecha, los solsticios y ritmos significativos del sol o de la luna, por festividades y celebraciones religiosas. En estas sociedades, el tiempo no tiene ningún valor de medida, pues no es algo que pueda ser calculado; menos aún, calculado históricamente. Allí, el hombre está inmerso en ese tiempo sin historia, acompañando con sus propios ciclos los ciclos de la naturaleza y, más allá, los ciclos cósmicos que todo lo contienen y regulan.

En las bases de la civilización judeocristiana, encontramos esta vivencia natural del tiempo cíclico pero, a la vez, el convencimiento de que la historia tiene una dirección única cuyo punto culminante es el encuentro final con Dios. Una concepción lineal del tiempo, pues, que es pensado como el lapso que transcurre entre la creación del mundo y el final de la historia. La historia, por su parte, es entendida como la historia de la caída y el pecado; sólo al final, y en virtud de la intervención divina, o de la redención por Cristo en la teología cristiana, será definitivamente salvación y dotará a cada paso de su sentido. Esta perspectiva teleológica marcará para siempre el destino de Occidente y, por extensión, el de todo el género humano.

Y, como estamos viendo, también va a pasar por un proceso de secularización en la Edad Moderna. Pues, si el punto culminante de la historia ya no es el encuentro con Dios, la modernidad deberá ofrecer su propio y secular repertorio de posibles sustitutos, que den sentido y cierren el ciclo que la misma modernidad ha abierto. Hegel aceptará el envite. En cierto modo, retomará el carácter cíclico del tiempo, conservando la dirección única de la tradición judeocristiana e imprimiéndole un carácter dialéctico. Más aún, situará la verdadera relevancia de todo este proceso no en el mundo, no en el mundo objetivo que tras Hume y Kant ha perdido ya toda significación, sino en la propia conciencia humana, que camina sistemática y dolorosamente hacia la auto-conciencia. Esto es, en términos religiosos, hacia su propia salvación.

Un movimiento insospechado, el de Hegel, y de unas repercusiones enormes. Afianza la idea ilustrada de progreso, como movimiento que avanza a través de contradicciones y que, tras el extrañamiento que significa vivir inmerso en un tiempo histórico, alcanzará la meta última, la plena reconciliación: la total identidad del Espíritu Absoluto. Secularización de la salvación, pues, y mitificación del progreso, que se encamina hacia un final previsto. Pero a la vez, dota a la crítica de un nuevo instrumento que relativiza sus propios postulados, al insertarlos en el movimiento mismo de la historia, y que permite entender los diferentes momentos de la conciencia como condicionados. Una modernidad abierta, sin escatología, puro devenir sin orientación definida ni consumación jubilosa.

Será importante fijarnos en dos aspectos. Con Hegel, la conciencia histórica propia de la modernidad alcanza su madurez, hasta convertirse en un elemento obvio en toda reflexión. Más importante aún, el saber absoluto que propugna su sistema no puede dejar nada opaco a la razón: en su movimiento de apropiación, todo, hasta los sucesos de la historia, hasta la naturaleza misma, ha de ser absorbido. El mundo, para Hegel, no es más que un momento de la subjetividad, un momento más en el desarrollo de su propio auto-conocimiento.