Concept

Modernidad

Un nuevo período se abre camino con el inicio de la Revolución Industrial, en la segunda mitad del siglo XVIII y, sobre todo, principios del XIX. El crecimiento y mecanización de la industria, el invento de la máquina de vapor y la construcción de las primeras rutas ferroviarias, la implantación de la producción en serie: toda una serie de cambios y transformaciones tecnológicas y socioculturales que, en su conjunto, implicaron el mayor salto de la humanidad desde el neolítico.

Resulta imposible entender el nuevo proceso de industrialización si no se presta atención, primero, al nuevo uso pragmático que se hace de la ciencia, que favorece las innovaciones técnicas con la vista puesta siempre en ese futuro salvífico. El sistema hegeliano, culminación del idealismo moderno, aparece aquí en plena voracidad: una vez extraídas las leyes que rigen la Naturaleza, podemos dominarla a través de la razón; esto exige grandes esfuerzos y sacrificios, pero terminará por redundar en beneficio propio: en el nuestro, en el de nuestras naciones y en el de las nuevas generaciones. Obsérvese bien cómo ha ido gestándose el proceso. Convertido el mundo primero en un artilugio mecánico y después en una abstracción, puro momento de la conciencia, puede ser troceado y gestionado científica y técnicamente; también, dispuesto como un conjunto de bienes legalmente intercambiables a través de contratos regulados por el derecho.

Esto nos lleva al segundo punto. La Revolución Industrial coincide con la formación de los Estados modernos, la expansión colonial europea, el desarrollo del comercio internacional y el auge de los mercados financieros. La disolución del Antiguo Régimen ha hecho fuerte a una nueva clase social, la burguesía, que con su fe secular en el progreso, su voluntarismo sin límites y su confianza en una racionalidad entendida en términos puramente operativos es, sin duda, la máxima expresión sociológica de la Edad Moderna.

La industrialización trae consigo oleadas sucesivas de ingentes movimientos migratorios, un denso desarrollo de las grandes ciudades, que se expanden en periferias insalubles, la racionalización de los usos, prácticas y horarios humanos y una definitiva ruptura con los vínculos que daban permanencia en el mundo agrario. La multitud, que había hecho su espectacular aparición en la historia con la Revolución francesa, pasa a transformarse en masa: entre sufrimientos y terribles miserias, sin más horizonte que la esclavitud de por vida en una fábrica, representa la parte negativa de la ecuación hegeliana. Toda ella es sacrificada en el nuevo altar del progreso: carreteras, altos hornos, minas, industrias pesadas, metalúrgicas, textiles y de algodón, líneas de ferrocarril... Un titánico ardor por el desarrollo y la construcción se expande por el continente, y su protagonista será una nueva clase social que se hacina concentrada en los nuevos núcleos urbanos. Los que fueron siervos en el Antiguo Régimen, pasan a formar parte del nuevo ejército disciplinado de trabajadores, el proletariado.

La estrategia de la sospecha inaugurada, como hemos visto, por Descartes, sufrirá ahora una profunda radicalización que hará tambalear el paradigma mismo de la conciencia, la otra gran novedad cartesiana. Son tres los autores que, en palabras de Paul Ricoeur, forman los "maestros de la sospecha": Marx, Nietzsche y Freud. Con ellos, como veremos a continuación, la modernidad llega no ya a la autocrítica, sino a su implacable cuestionamiento.

Karl Marx (1818-1883) será un discípulo avieso de Hegel. Su tarea será, literalmente, volver del revés el sistema hegeliano. Asume de él su concepción dialéctica y la contradicción como fuerza interna del devenir, pero rechaza el idealismo trascendente que termina por petrificarlo. Para Marx, no hay ningún saber absoluto más allá del tiempo y del espacio, no hay ninguna conciencia que no tenga su anclaje en la vida concreta de cada uno. Y para cada uno, en la sociedad capitalista decimonónica, lo más determinante es qué lugar ocupa en esa inclemente Comedia Humana, esa red tupida de relaciones sociales, laborales y productivas en permanente tensión que hace avanzar al capitalismo, a la vez que hace aumentar sus contradicciones.

Así, en efecto, el sistema hegeliano es vuelto del revés. Si antes se aguantaba con la cabeza, dirá Marx, ahora se aguanta con los pies: es el entramado social el que determina la conciencia, y es el entramado social el que está en perpetuo movimiento, el que se desgaja en luchas y apuestas vitales irreconciliables. Marx emplaza a cada uno, pues, a un esfuerzo de sinceridad y lucidez. Está en juego, ni más ni menos, la posible dirección de la historia. No querer atender críticamente a esta decisión crucial será vivir una existencia alienada, vivir en la "falsa conciencia".

Esta existencia alienada se gesta en primer lugar en el trabajo, dadas las condiciones de explotación en que se realiza -encubiertas ideológicamente bajo la ficción jurídica de un contrato entre iguales-, pero tiene lugar en múltiples direcciones: alienación del trabajo como tal, del producto, del trabajador mismo, alienación respecto a los otros en unas relaciones humanas "cosificadas", y también alienación respecto a la naturaleza, que aquí vuelve a ser reivindicada. Toda esta alienación marca la existencia concreta de cada uno de los individuos y, convertida en fenómeno social, impide una aproximación crítica a la realidad, distorsionada y encubierta por sus propios discursos y prácticas. Siendo importante su desenmascaramiento, lo principal para Marx es la transformación de la realidad social: no basta con criticar las "ilusiones", lo verdaderamente urgente es cambiar la situación en la que tales ilusiones se hacen socialmente necesarias.

La nueva sospecha de la modernidad, pues, apunta directamente a la conciencia. En una sociedad dividida en clases y rota por intereses contrapuestos, es una conciencia condicionada, una conciencia que se engaña a sí misma para falsear su propia circunstancia. En definitiva, una conciencia que sucumbe, si no es capaz de enfrentarse a una praxis emanicipadora.

Con el psicoanálisis, la pomposa conciencia de la modernidad caerá definitivamente en desgracia. Se le debe a Sigmund Freud (1856-1939) el descubrimiento y primera teorización de lo inconsciente, término que designa toda una confusa red de procesos mentales a los que es imposible acceder directamente. Verdadero campo de batalla entre impulsos y conflictos no resueltos, lo inconsciente determina de manera tiránica la dinámica psíquica de los individuos: la parte consciente es como un títere movido por los hilos que están a su espalda.

Freud elabora sus indagaciones a partir de una dilatada experiencia como psicólogo y terapeuta. El inconsciente, en efecto, nutrido de pulsiones reprimidas, no es accesible de una manera directa, pero sin embargo se manifiesta a través de sueños, lapsus, obsesiones, amnesias, actos fallidos: el desciframiento de todos estos signos será la labor del psicoanálisis, que suministra así un nuevo cauce para el ejercicio de la sospecha. Desmontando la apariencia de los síntomas, interpretando todo lo que se ha dicho y todo lo que no se ha dicho, penetrando a través de las reveladoras fisuras de la conciencia, el psicoanálisis pretenderá acceder a los verdaderos motivos del comportamiento humano.

Porque éstos, hasta ahora, permanecían ocultos a nuestro entendimiento y eran por completo ininteligibles. Freud tiene la expresa intención de, en la medida de lo posible, volver consciente lo inconsciente, hacer aflorar las motivaciones no racionales de las decisiones y actos humanos para, de esta manera, aflojar las represiones excesivas y calmar los anhelos de felicidad. La divisa de la modernidad permanece, pues, intacta: comprender para transformar, conocer racionalmente para transformar operativamente.

No es lugar éste para introducir siquiera sumariamente las teorías de Freud y los diferentes enfoques a los que ha dado lugar. Quedémonos con un par de ideas. Sobre todo, Freud abre todo un nuevo espacio para lo interpretable. La conciencia ya no aparece sólo condicionada desde afuera, por factores socio-económicos que ejercen una determinada distorsión sobre los puntos de vista, sesgándolos según los propios intereses. También lo está desde dentro, esto es, desde la propia dinámica psíquica en que la actividad de esa conciencia se inserta. De toda esta dinámica, sólo lo consciente aparece, pero todo eso de lo que somos conscientes tiene tras de sí el sentido y la dirección que le imprime lo inconsciente. Hay un precario equilibrio en la trayectoria psíquica de cada individuo, una confluencia de deseos inconscientes, pulsiones, instintos, tensiones de naturaleza imprecisa, debilidades y rigideces que hay que ir ajustando permanentemente a lo que nos pasa.

La potencia crítica de las teorías freudianas no sólo afecta al individuo, como se ha hecho notar, sino que tienen un alcance mucho mayor. De manera análoga a como el psicoanálisis, en una terapia concreta, se enfrenta a las racionalizaciones individuales, también tiene algo que decir respecto a esas racionalizaciones colectivas que inevitablemente emergen de la misma vida en común. Los climas de opinión, las tendencias de consumo, las ideologías, las presiones sociales de todo tipo; y por descontado, el magma de ilusiones, parcialidades, proyecciones y estímulos diversos que alientan los medios de comunicación y que estereotipan, saturan o confunden nuestras más íntimas inclinaciones. La crítica psicoanálitica apunta directamente aquí: a esa compleja trama de fenómenos psíquicos que tienen su origen en normas y apuestas socioculturales y que, aun siendo decisivos, permanecen en su mayor parte ignorados para la conciencia.

He dejado para el final la última y más feroz de las campañas orquestadas contra la conciencia, un último desenmascaramiento con el que la lucidez y el ansia de conocimiento que se quiere propia de la modernidad acaban en paroxismo y en enmudecimiento. Porque, para el último maestro de la sospecha, la conciencia ya no sólo está condicionada por factores externos de tipo socioeconómico, o por factores internos de tipo psicológico, sino que está inhabilitada para cualquier saber en tanto que está inmersa en un medio que nunca es inocente: el lenguaje.

Le corresponde a Friedrich Nietzsche (1844-1900) el mérito de haber llegado hasta sus últimas consecuencias la llamada humanista a pensar por uno mismo, ejerciendo de crítico demoledor de la modernidad misma, aún a riesgo de caer fuera de ella. Su desmesura, su ambigüedad y su peligrosa ambivalencia en algunos puntos no deben hacernos perder de vista lo esencial: para Nietzsche, el punto de referencia desde donde se articula toda crítica, como aquello que busca afirmarse tras las negaciones de ésta, no es otro que la vida. La vida, la vida de los sentidos, de las grandes y joviales conmociones, la vida que hay que reconfortar, que ha de coger fuerzas para regresar a las alturas. Pues, así lo percibe Nietzsche, es justamente la vida la que ha sido maltratada por una razón estrecha y corta de miras, la que ha sido escindida y dilapidada bajo todas esas formas de sometimiento, brutales y sutiles, equívocas y despiadadas, de una civilización decadente, la occidental, que está desembocando en el nihilismo.

Varios son los factores que, según Nietzsche, inciden en esta decadencia: el cristianismo, que ha convertido la debilidad y el resentimiento en norma moral; la autocomplacencia e hipocresía de la nueva clase burguesa; la racionalización general de las sociedades que reduce todo lo humano a lo medible y olvida lo primordial, esto es, la pregunta por el valor y el sentido, la pregunta de para qué se hacen las cosas. Fijémonos que Nietzsche quiere contraponer esta pregunta, que pone en juego nuestras propias medidas y escalas de valores, y que sólo puede contestarse íntimamente, con la pregunta que, en la Grecia clásica, planteó Sócrates, en el momento auroral de la filosofía: qué son las cosas.

Para Nietzsche, nunca sabremos qué son las cosas. Su mirada es una mirada perspectivista, relativizadora. Para Nietzsche, de hecho, es una pregunta mal planteada, y que nos encadena ya desde el principio a un juego lógico de preguntas y respuestas que, se espera, acabe en alguna definición más o menos atinada. Para salir de este círculo vicioso, que está en el origen mismo del idealismo y el racionalismo occidentales, Nietzsche se verá obligado a desmantelar todo el andamiaje lingüístico que embota y encorseta nuestra conciencia.

No sólo las grandes palabras, Dios, Verdad, Progreso, Saber, Alma, irritan profundamente a Nietzsche. No sólo esas cuestiones que han de resolverse en engañosos términos de polaridad (sí/no, bien/mal, verdadero/falso). Es toda la gramática la que nos falla, es la estructura misma de nuestros pensamientos la que ensombrece toda nuestra experiencia y no nos deja vislumbrar lo que sería una vida más ligera, más saludable. Mientras mantengamos una ordenación lingüística en términos de sujeto, predicado y atributo, la trascendencia metafísica ofuscará nuestra conciencia y el proceso de secularización abierto por la modernidad permanecerá inconcluso y tergiversado.

Con osadía, y volviendo del revés el gesto cartesiano que inaugura la Edad Moderna, Nietzsche propondrá una filosofía que será, en la práctica, una fisiología: un desechar los conceptos y generalizaciones de la mente en lo que tienen de vacuos y falaces; y en cambio, un estar siempre atento, receptivo, un llegar a conocer los más leves matices e insinuaciones del cuerpo.

Con Nietzsche parece cerrarse definitivamente un ciclo. El paciente trabajo que se impone Descartes, encontrar un fundamento para un conocimiento cierto que disipe las más extremas dudas y que, a la vez, sienta las bases de una nueva metodología del pensar que opere con ideas claras y distintas, válidas universalmente, concluye con la disolución de todo conocimiento en una pluralidad de interpretaciones y puntos de vista. El nuevo ideal para la razón moderna naufraga en el redescubrimiento del cuerpo y la disolución el paradigma la conciencia. A lo largo del proceso, el mundo ha pasado a ser una configuración de la subjetividad.

Por otro lado, si el acceso a la verdad ha sido una labor problematizada por la modernidad, se vuelve sospechosa en sí misma a partir de Marx (distorsión por los intereses económicos), Freud (distorsión por los deseos inconscientes) y Nietzsche (distorsión por el uso mismo del lenguaje, cuyo uso inhabilita, de facto, cualquier nuevo intento). El proceso de secularización y desenmascaramiento ha operado, también aquí, con energía y determinación. Max Weber llegará a dar nombre a este efecto negativo que la modernidad, con su imparable racionalización de todos los aspectos de la vida, ha impuesto sobre los seres humanos: desencantamiento. El desencanto aparece, dirá Weber, cuando dejan de percibirse como éticamente valiosos los fines de nuestras acciones, sujetas únicamente al cálculo y a la optimización racional.

El proceso de universalización del capitalismo, como único modelo de crecimiento económico viable, y de la democracia formal, como sistema político más justo y representativo, son los dos acontecimientos más visibles que parecen señalar el triunfo de la modernidad en el globo. Sin embargo, no es ajeno a este fenómeno general de desencantamiento, ni está siendo un proceso exento de riesgos y efectos indeseables. No debe olvidarse que fue en Europa, una Europa en plena y turbulenta Edad Moderna, donde se puso por primera vez en práctica un método racional, sistemático, de exterminio.

Las dos Guerras Mundiales que asolaron nuestro continente, la Soah, las dos bombas atómicas lanzadas sobre poblaciones civiles indefensas y el intento de exterminio generalizado de gitanos, homosexuales y oponentes políticos dejan una siniestra sombra sobre el proceso de modernización que ha llevado a cabo Occidente, y que está siendo exportado a todo el mundo. La Revolución Industrial que transformó Europa durante el siglo XIX tuvo un correlato quizá inesperado, la industrialización misma de la muerte. No han de darse más que un par de datos. La guerra franco-prusiana de 1870 ocasionó 150.000 muertos, la gran mayoría de ellos soldados. Sólo 40 años después, la Primera Guerra Mundial movilizaría a 65 millones de soldados, de los cuales casi nueve morirían en lo que Ernst Jünger dio en llamar "tormentas de acero". Una movilización general y hasta entonces desconocida de hombres, energías y recursos, que también significó la primera puesta en escena de la racionalidad bélica total. La Segunda Guerra Mundial, poco tiempo después, supuso un prodigioso salto cuantitativo. Lanzaría a la tormenta a 92 millones de combatientes, y causaría un mínimo de 50 millones de muertos.

Estos datos no son, desde luego, anecdóticos. El período en que se universaliza el derecho al voto en los países desarrollados coincide con su delirio expansionista y el aumento de las víctimas civiles, en conflagraciones que adquieren una dimensión absoluta. Por supuesto, una y otra circunstancia responden a dinámicas diferentes. Sin embargo, las dos se trenzan en un mismo curso histórico y son expresión de las posibilidades que la modernidad ha dejado abiertas.

Probablemente haya sido Michel Foucault quien haya puesto de relieve con mayor clarividencia los obstáculos que la modernidad ha dispuesto para bloquear o trucar la voluntad emancipadora que impulsa la modernidad misma. La emergencia de las sociedades modernas en Europa vino acompañada no sólo de ansias de igualdad y libertad, sino también de toda una red de dispositivos disciplinarios y saberes empíricos sobre las poblaciones. En ese tránsito que va del mundo agrario a la sociedad industrial, se desarrolló toda una gestión e institucionalización permanente de la vida humana. Ésta pasaba sucesivamente de un círculo cerrado a otro, cada uno con sus propias leyes: primero la familia, después la escuela, después el cuartel, a continuación la fábrica, cada cierto tiempo el hospital, y a veces la cárcel, el centro de encierro por excelencia. Y todo esto, en nuevos espacios urbanos racionalmente acotados y organizados, que dejan como irrepresentable cualquier experiencia del Afuera.