Misionero jesuita, célebre por sus campañas evangelizadoras en el Asia Oriental y en el Japón, que le valieron el sobrenombre de Apóstol de las Indias.
Nacido en el Castillo de Javier (Navarra) el 7 de abril de 1506, siendo sus padres Juan de Jaso, a la sazón presidente del Real Consejo de Navarra, y María de Azpilcueta, hija de nobilísima prosapia, a la que pertenecía también el célebre doctor navarrus Martín de Azpilcueta. La infancia de Francisco transcurrió en un ambiente de guerra y de violencias para la Navarra natal. Sólo contaba seis años cuando estallaba en 1512 la guerra entre Francia y España, que iba a involucrar en su onda al viejo y vacilante reino pirenaico. Sus hermanos mayores Miguel y Juan hubieron de combatir contra las tropas de don Fadrique de Toledo, al tiempo que su padre Juan de Jaso atendía al monarca Juan de Albret en sus aprietos y en su huida a la fortaleza de Lumbier. Apenas cumplidos los nueve años, el 15 de julio de 1515, Francisco vivió en su propia casa el estertor definitivo de Navarra como reino independiente, anexionada desde entonces a la Corona de Castilla. Los años subsiguientes fueron de humillaciones y rebeldías en la casa de Francisco. Si Juan de Jaso moría de pesadumbre y deseperanza al poco tiempo de la derrota, el castillo de Javier servía de lugar de reunión para los rebeldes que luchaban por la libertad del viejo reino.Pero el levantamiento fracasó y los leales fueron derrotados en el valle del Roncal. En represalias, el castillo de Javier vio desmochadas sus torres más altivas y rellenados sus fosos (1516). Al parecer, fue por este tiempo de humillaciones profundas cuando germinó en Francisco el propósito de hacerse célebre por el cultivo de la ciencia. Cuando cuatro años después prueban nuevamente fortuna los partidarios del rey Enrique II, allí se encuentran Juan y Miguel entre las tropas que reconquistan Pamplona y abaten el 20 de mayo de 1521 al capitán guipuzcoano Iñigo de Loyola. Tras la derrota de Noaín, tratarían todavía de hacerse fuertes en el castillo de Fuenterrabía, por lo que serían expresamente excluidos, como "culpables de alta traición", de la amnistía general otorgada por Carlos V a los navarros en diciembre de 1523. Cuando al cabo de unos pocos meses volvieron al castillo, Francisco tenía ya la decisión tomada y nada, ni la historia de los abuelos ni el ejemplo de sus hermanos, le haría volver atrás: iría a estudiar a la Sorbona, en París. Anteriormente, Francisco había estudiado Humanidades, según parece, en Leyre, Tafalla y Sangüesa, ultimando en Pamplona su preparación, antes de salir para París en septiembre de 1525. Se hospedó aquí en el colegio de Santa Bárbara, asilo principal de los estudiantes ibéricos, donde, al lado de compañeros nada ejemplares, tuvo la suerte de encontrar almas grandes, como las del joven saboyano Pedro Fabro y del guipuzcoano Íñigo de Loyola. Fue trascendental, sobre todo, para los futuros destinos de Francisco su encuentro con el hidalgo de Loyola, entrado por los caminos de Dios. "Jamás he tenido más dura masa entre mis manos" debió de confesar años más tarde el fundador de los jesuitas, gran conocedor de los hombres. Largo debió ser, en efecto, el cerco al que lo sometió, y múltiples las escaramuzas en que se batió con él hasta tenerlo rendido y disponible para las empresas que soñaba. Pero al cabo, en la primavera de 1533, Francisco se puso incondicionalmente en manos de Iñigo de Loyola, viniendo a constituir, junto con Pedro Fabro, Simón Rodríguez, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Nicolás Alfonso de Bobadilla, el núcleo primero de lo que sería luego, andando los años, la Compañía de Jesús. El 15 de agosto de 1534 profesaría con sus compañeros en Montmartre los votos de pobreza y castidad, a los que añadiría otro de ir en peregrinación a Tierra Santa. Seguiría por espacio de cuarenta días y bajo la dirección de Ignacio los Ejercicios Espirituales; y, cuando éste, por motivos de salud, hubo de volver a su Azpeitia natal, quedaría por dos años más en París, estudiando teología con vistas a su ordenación sacerdotal. La reunión de Ignacio con su pequeño grupo de discípulos no se produjo hasta enero de 1537 en Venecia, donde se habían citado para esperar juntos la embarcación que debía llevarlos a Tierra Santa.
En la primavera del mismo año giraron visita a Roma, con objeto de pedir la bendición papal para su peregrinación a Palestina. Entretanto, estallaba la guerra entre el Turco y Venecia y se interrumpían por tiempo indefinido los viajes a los Santos Lugares, imponiéndose un nuevo giro a Ignacio y sus compañeros. Valiéndose de un indulto papal, todos, a excepción del joven Salmerón, se ordenaron de sacerdotes el 24 de junio de 1537, y los meses sucesivos, mientras se prolongaba la espera del barco que debía llevarlos a Tierra Santa, se dedicaron a evangelizar en Ferrara, Bologna, en Padova, Siena y Roma, haciéndolo Francisco y Bobadilla en la segunda de las ciudades mentadas. Al cabo de los seis meses volvieron a reunirse en Roma, donde al tiempo que se dedicaban al ministerio apostólico, según la forma que les era peculiar, gestionaban las Bulas y aprobaciones de la Compañía de Jesús. Al cabo, esfumada toda posibilidad de embarcarse para Tierra Santa, acudieron donde el Papa a ofrecerse para marchar a cualquier parte donde los enviase. Pasado algún tiempo en enseñar catecismo en las escuelas de los barrios romanos, y cuando el embajador portugués en Roma, don Pedro de Mascareñas, pidió en nombre de Juan II a Ignacio algunos hombres de los suyos para enviarlos a las Indias Orientales, fue designado Francisco, en sustitución de Nicolás Bobadilla, enfermo, para acompañar al portugués Simón Rodríguez. Francisco, nombrado por Paulo III "legado suyo en las tierras del Mar Rojo, del Pérsico y de Oceanía, a uno y otro lado del Ganges", partió de Roma en marzo de 1540, y en su camino hacia Lisboa hizo parada en Azpeitia, con objeto de conocer la casa solariega de "su padre del alma" y entregar cartas de recomendación a don Beltrán, señor de la casa y hermano de Iñigo.
En Lisboa hubieron de pasar todavía unos meses antes de que pudiesen zarpar para las Indias, tiempo durante el cual se dieron a conocer por su abnegado ministerio entre las gentes más pobres de la ciudad. Entusiasmado el rey por la labor que realizaban los misioneros en la capital y decidido a retenerlos en ella, se avino al cabo a enviar a uno de ellos a las Indias, designándole a Javier para tal empeño, por consejo de Ignacio, comunicado desde Roma. La expedición partió para las Indias el 7 de abril de 1541. Tras cinco meses de navegación tocaba el 22 de septiembre del mismo año en la isla de Mozambique, donde Francisco hubo de permanecer forzosamente hasta fines de febrero de 1542. No sería, empero, una estancia inútil, pues, además de entregarse a un abnegado ministerio junto a los enfermos del hospital, tendría aquí la primera experiencia de la explotación de los indígenas por los colonizadores portugueses y sus primeros choques con éstos. Al cabo, tras breves escalas en Melinde y Socotora, pudo pisar Javier tierra de la India el 6 de mayo de 1542, haciéndolo en Goa, capital a la sazón de la India portuguesa y centro de uno de los mayores imperios ultramarinos. Entre sus primeras preocupaciones se contó la transcripción de un catecismo breve, acomodado del publicado en Lisboa por Juan de Barros, y con ella en la mano se lanzó a la calle a enseñar la doctrina cristiana a niños y rudos, al tiempo que atendía los demás menesteres del apóstol, tales como asistir a los moribundos, visitar a los presos de la cárcel y socorrer a los pobres. Otra de sus preocupaciones se cifró en aprender la lengua del país, para de esa forma hacer más eficaz su ministerio. Al término de la estación monzónica y tras rehusar el cargo de director del Colegio-seminario de San Pablo de la ciudad, que se le ofrecía, salió Francisco para las islas de la Pesquería a principios de octubre de 1542. Faenó en ellas por más de un año, desarrollando una labor prodigiosa entre los indios paravas, que en medio de lamentables condiciones de vida se dedicaban principalmente a la pesca de perlas. Tuticorín, Trichendur, Manapar y Combuture se contaron entre las más importantes poblaciones evangelizadas por Javier, que encontró enemigos irreductibles de su labor en los brahmanes que habitaban las numerosas pagodas de la región. Sabemos que estudió con ahínco la lengua del lugar, el tamul, hasta el punto de hacerse capaz de traducir a él las partes más importantes de la doctrina cristiana, además de una plática sobre el cielo y el infierno.
Con métodos de evangelización y catequesis si se quiere rudimentarios, Francisco consiguió bautizar aldeas enteras, y fue por este tiempo cuando comenzó a tomar vuelos la fama de taumaturgo, con la que pasará a la hagiografía. Al cabo de pasar un año con los paravas, Francisco sintió la necesidad de volver a Goa, para desde allí planificar nuevas campañas. En noviembre de 1543 estaba ya Javier en Goa, donde se encontró con sus compañeros Micer Paulo y Mansilla. Su vuelta a la ciudad tenía como fin primordial reclutar misioneros para los nuevos territorios que ya había desbrozado, y a este objeto acudió al obispo de la ciudad, el franciscano fray Juan de Alburquerque, que inmediatamente destinó a media docena de sacerdotes. Tras dos meses de estancia en Goa, se embarcó nuevamente Francisco rumbo a las islas de las Pesquerías, escribiendo durante la escala que hicieron en Cochín algunas de sus más célebres cartas y en concreto aquélla, dirigida a sus compañeros de Roma, en la que estampó aquellas y memorables palabras: "Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que se ocupen en la evangelización. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a esas Universidades dando voces como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la Universidad de París, diciendo en la Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!" Y más adelante: "Es tanta la multitud de los que se convierten a la fe de Cristo en estas partes, en esta tierra donde ando, que muchas veces me acaece tener cansados los brazos de bautizar, y no poder hablar de tantas veces decir el Credo y mandamientos en su lengua de ellos y las otras oraciones" (firma la carta en Cochín, el l5 de enero de 1544). Llegado a la costa de la Pesquería, estableció catequistas en cada aldea, que enseñasen las oraciones a los niños y supliesen de alguna forma a los misioneros; sobre eso, asignó a cada uno de sus compañeros un territorio como distrito, que abarcaba cierto número de aldeas, con el encargo de mantenerle constantemente informado sobre la marcha de la misión. Arreglados de esta guisa los asuntos de la costa de la Pesquería partió el fogoso misionero navarro hacia Manapar y el distrito del Sur, llegando hasta la apartada costa de Travancor, para evangelizar a los pescadores makuas. Un mes debió de detenerse entre ellos, que estimó suficiente para evangelizarlos rudimentariamente y bautizar a más de diez mil de entre ellos, según quiere la tradición. Por lo demás, el año 1544 fue de un trajín increíble para Javier, contabilizándosele durante él más de veinte desplazamientos conocidos. Ante las alarmantes noticias que le llegaron de la isla de Ceylán, sobre que el rey de Jafnapatán había mandado ejecutar a gran número de neófitos cristianos, hubo de volver Javier a Cochín y de aquí a Goa, donde informó del caso al gobernador don Martín Alonso. Javier se propuso acompañar a la expedición de castigo que se organizó, y no ocultó su desengaño cuando por intereses materiales fue primero relegada para más tarde y abandonada después aquella empresa. De todas formas, en ocasión de esta frustrada expedición tuvo Javier noticias precisas sobre las necesidades espirituales de las islas Molucas, a las cuales quiso socorrer inmediatamente. La forzada espera que le impusieron las condiciones meteorológicas desfavorables, la aprovechó para dirigirse hacia el Norte, llegando hasta la ciudad de Santo Tomé, a venerar la tumba del apóstol. Salió al cabo para las Molucas hacia fines del mes de agosto de 1545, acompañándolo Juan de Eiro, un mercader convertido por el ejemplar navarro. Tras un mes de navegación tocaron en Malaca, donde se detuvieron por espacio de tres meses, tiempo que Javier empleó en tomar contacto y familiarizarse con el mundo malayo oriental, en aprender los rudimentos indispensables de la lengua malaya y en traducir a esta lengua, con ayuda de gente versada, las partes más importantes de la doctrina cristiana. Antes de salir para las islas de Amboino y Ternate preparó unas Instrucciones para los catequistas de la Compañía de Jesús, al tiempo que afloraba por primera vez entre sus preocupaciones el anhelo de un viaje misionero a la China.
Partió para Amboino en los primeros días del mes de enero de 1546, y dejando a un lado las islas de Sumatra, Java y Borneo, llegó a destino tras mes y medio de navegación. Cuatro meses empleó Javier misionando aquí y en las islas cercanas, siendo en una de éstas, de nombre Baranula (Ceran), donde tuvo lugar, según la tradición piadosa, el hecho insólito del cangrejo que devolvió entre sus tenazas a la playa el crucifijo que la tempestad durante la travesía había arrebatado a Javier. En junio de este mismo año se dirigió a la isla de Ternate, centro comercial del clavo aromático y la última posesión de los portugueses en el Extremo Oriente, pasando en ella tres meses, al término de los cuales visitó a los cristianos de las islas del Moro, donde se detuvo por otros tres, dedicado a evangelizar y bautizar. Luego emprendió el viaje de regreso a la India, navegación larga y difícil que, contabilizadas las escalas en diversas islas, tales como Ternate, Amboino y Malaca, lo retuvo hasta el 13 de enero de 1548, fecha de su llegada a Cochín. Antes de salir para Japón, nuevo gran sueño del infatigable misionero navarro, se detuvo por un año y tres meses en la India y las Molucas, dedicado por entero a la reestructuración de los puestos de misión y a ordenar la vida interna de sus súbditos y compañeros de apostolado. Las cartas que escribió por este tiempo transparentan las fuertes decepciones que en su alma misionera experimentó Javier al choque con el egoísmo de muchos funcionarios portugueses, no menos que por las debilidades de algunos de sus compañeros jesuitas. Lo que sea de esto, no cabe duda de que éste fue uno de los más duros momentos de la vida misionera de Javier, quien a las tantas (por ejemplo, en el caso de las expulsiones de algunos compañeros jesuitas) se dejó quizá llevar por su temperamento duro y un tanto extremoso. Todo esto, unido a la vehemencia de su carácter, hizo que cada día fuese cobrando más vuelos en su alma de apóstol la idea de girar una visita a las islas del Japón, que de meses atrás venían tentando irresistiblemente con su sugestión y misterio el celo del misionero navarro. Una vez arreglados los asuntos de la India, partió Javier con sus compañeros el domingo de Ramos de 1549 camino del imperio nipón. Tras una accidentada travesía, en la que hicieron escala en los puertos de Cochín y Malaca, pisaron al cabo tierra japonesa el 15 de agosto de 1549, haciéndolo en Cangoxima, capital del reino sur del Japón. Dos años y tres meses bregó incansable Javier en las islas niponas, durante los cuales le fue dado entrar en contacto con una civilización completamente nueva, tan distinta no sólo de la occidental, sino también de la civilización india. Algo más de un año se detuvo Javier en Cangoxima, entre que se dedicaba a aprender algo el japonés (que jamás llegó a balbucir) e instruía a los nipones curiosos, valiéndose sobre todo de su compañero Pablo de Santa Fe, nativo que había traído consigo de la India. Javier se hizo traducir al japonés la Declaración de los Artículos de Fe, la que solía recitar de carrerilla en las esquinas, y se valía de un intérprete para responder a las preguntas que le formulaban los curiosos. Obtuvo muy pocas conversiones y escasos bautismos. Esto, unido a la persecución de que fue objeto por parte de los bonzos, impulsó a Javier a buscar el encuentro personal con el rey del Japón, pensando -como se pensaba normalmente en la época en que imperaba el "cuius regio, illius est religio"- que una vez convertido éste al catolicismo, sería en breve seguido por todo el reino. A fines de septiembre de 1550 se embarcó para el Norte, dirigiéndose a la isla de Hirado. Fundó aquí una pequeña cristiandad, pero sin demorarse mucho, porque quería seguir camino hacia Meaco, con objeto de entrevistar con el rey.
De isla en isla y de ciudad en ciudad, llegó con sus dos compañeros a la populosa y aristocrática ciudad de Yamaguchi donde, al cabo de algún tiempo de ímprobos esfuerzos y en vista del escaso fruto que obtenía, pasó a Sakai, importante centro comercial. De aquí siguió viaje hasta Meaco, donde pretendió en vano la tan deseada audiencia con el rey. Convencido Javier por este fracaso y otras razones sobre la inutilidad de fundar una misión en la capital, emprendió la marcha hacia Yamaguchi, donde, según referencias, señoreaba el príncipe más poderoso del Japón. Habiendo obtenido de éste la garantía de que serían respetados los súbditos que quisiesen abrazar la religión cristiana, se entregó Javier por unos meses a una trepidante acción apostólica, que no dejó de proporcionarle algunas conversiones, sobre todo entre gentes de la casta guerrera de los samurais. Pero, como en otras partes, hubo de hacer frente también aquí a una furibunda persecución de los bonzos, que obstaculizaba en gran manera la obra de las conversiones. Estabilizada la cristiandad de Yamaguchi, que podía emular en su pequeñez el fervor de las primeras comunidades cristianas, tuvo Javier noticias, en septiembre de 1551 , de que el príncipe de Bungo solicitaba su presencia en aquella isla, y allá se encaminó a la primera ocasión favorable. Su trabajo en la isla empezó bajo los mejores auspicios, si bien no dejaron de molestarlo los bonzos; pero, aquejado por las inquietantes noticias que le llegaban sobre los sucesos de las misiones de la India, al cabo de un mes cumplido decidió volver allá, para arreglar tales asuntos, dejando en Bungo unos pocos convertidos. Partió en noviembre de 1551 con sólo tres compañeros y, tras hacer escala en las islas de Cantón, embarcó con rumbo a Malaca en el Santa Cruz del capitán Diego Pereira, quien le inspiró la idea de una embajada para el rey de la China con vistas a entablar negociaciones de paz en nombre del rey de Portugal. En Malaca se enteró Javier de haber sido nombrado provincial de la India, declarada provincia jesuítica independiente de Portugal. Llegó a Cochín el 24 de enero de 1552, deteniéndose allí por espacio de un mes, durante el que se dedicó a solucionar los problemas de sus súbditos. El 18 de febrero del mismo año se hallaba ya en Goa, donde pasará dos meses escasos, dedicado totalmente a la organización de las Misiones de la India y a planificar su viaje hacia su último sueño, la China. Partió de Goa el 14 de abril de 1552, acompañándolo el Padre Gago, el Hermano Alvaro Ferreira, un chino de nombre Antonio de Santa Fe y un criado indio llamado Cristóbal. En Malaca, a donde llegaron hacia fines del mes de mayo tras una borrascosa travesía, hubo de detenerse Javier por espacio de dos largos meses, al oponerse tercamente a la empresa el capitán de los mares de Malaca, Alvaro de Ataide, por motivos personales de orgullo y de resentimiento. Al cabo, pudo partir Javier rumbo a las islas de Cantón, pero sin la compañía de Diego Pereira que hubo de dejar el mando de la Santa Cruz a un capitán elegido por don Alvaro. Echaron anclas junto a Sanchón hacia fines de agosto de 1552, y en esa isla desierta, punto de cita de los mercaderes chinos y portugueses, encontró la muerte el gran apóstol navarro el 3 de diciembre de ese mismo año tras meses de inútil espera del junco chino que debía llevarlo clandestinamente al continente. Según quiere la tradición, las últimas palabras de Javier en los estertores de la agonía fueron una leve plegaria al Señor en el euskara nativo... El cuerpo del apóstol fue llevado a Goa en la primavera de l554, donde ha sido objeto de veneración hasta hoy. Francisco Javier fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Teresa de Jesús e Ignacio de Loyola, y en 1748 fue declarado patrono de todas las tierras al este del cabo de Buena Esperanza en 1748, patrono de la Obra de la Propagación de la Fe en 1904, y en 1927 patrono de todas las misiones con Santa Teresa del Niño Jesús.