Religiosos

Loyola, Ignacio de (1491-1556)

Fundador de la Compañía de Jesús y autor espiritual, nacido en 1491 (antes del veintitrés de octubre) en la casa solar de Loyola, cerca de Azpeitia (Gipuzkoa), y muerto en Roma el 31 de julio de 1556.

Se llamaba Iñigo López de Loyola (no Recalde), aunque casi nunca llegó a utilizar el López, y el Iñigo vascónico lo cambió por Ignacio entre el 1537-1542. Por sus padres, don Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola y doña Marina Sáenz de Licona y Balda, enlazaba con la nobleza de más rancia prosapia de Guipúzcoa y Vizcaya, habiéndose señalado algunos de sus antepasados así en los servicios de armas a los reyes de Castilla (más de una vez en contra de los monarcas navarros), como en las feroces luchas de banderizos, que asolaron el país en los siglos del Tardo Medioevo. A este respecto, las historias se hacen eco del relevante papel desempeñado por Gil López de Oñaz y Juan Pérez de Loyola con sus cinco hermanos en la jornada de Beotibar del año 1321, acentuándose desde entonces el rumbo meridional y castellanista de la familia. El sucesor inmediato de aquéllos, Beltrán Yáñez de Loyola, se señaló asimismo en las luchas fronterizas con los moros andaluces, sellando la vinculación de la familia a los destinos de Castilla mediante enlaces de parentesco con la nobleza castellana. En fin, el abuelo de Ignacio, Juan Pérez de Loyola, habrá de sufrir el largo destierro en frontera de moros, impuesto por Enrique IV en 1457 a los parientes mayores que se habían alzado contra la hermandad de las villas guipuzcoanas, y sobre el macizo torreón de Loyola, derribado por disposición del mismo rey, hará elevarse un cuerpo de ladrillo, de arcos y entrelazados de evidente inspiración mudéjar. Iñigo fue el séptimo y el último de los hijos varones, y, según parece, la primera intención de su padre don Beltrán fue dedicarlo a la carrera eclesiástica, no siendo incluso del todo improbable el que hubiese llegado a recibir la tonsura en Azpeitia. Lo que sea de esto, no cabe la menor duda de que fue educado hasta sus doce o trece años en el ambiente de fe y religiosidad profundas de su valle natal, identificándose también en esos años con los usos y tradiciones de su tierra. Hacia 1506 Iñigo marchó a Arévalo, en Castilla, para servir en calidad de paje a Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de los Reyes Católicos desde 1495. Hasta la caída del contador en 1517, el menor de los Loyola pudo frecuentar el ambiente de Corte en Arévalo y Valladolid, teniendo asimismo la oportunidad de introducirse, siquiera fuese superficialmente, en el clima literario y musical que había cuajado en torno a los Reyes Católicos y sus consejeros. Sabemos, de todas formas, que en Arévalo Iñigo perfeccionó su letra hasta llegar a ser "muy buen escribano", que rimó un poema a San Pedro, y que tañía música a las tantas... De entonces data también su afición a la lectura de los libros de caballería, en particular del Amadís de Gaula en su refundición de 1508, hasta tener "todo el entendimiento lleno de ellos", según se expresaría más tarde el mismo Ignacio en las Memorias dictadas a Cámara.

El clima espiritual de la Corte, en el que la exaltación de la fe católica iba pareja, como en el Amadís, con "la falsa idealización de la mujer, convertida en ídolo deleznable de un culto sacrílego e imposible" -según se expresaba Menéndez y Pelayo-, ilumina ciertos rasgos de la vida de Iñigo por estos años. Son conocidas las aventuras pecaminosas a las que se entregó en sus visitas al valle natal entre 1512-1515, y que fueron razón de que en este último año se incoase en Azpeitia y Pamplona un proceso contra él y su hermano clérigo Pero López. "Hombre dado a las vanidades del mundo", que "principalmente se deleitaba en ejercicio de armas con un grande y vano deseo de ganar honra", se autocalificaría Iñigo años más tarde, al recordar este período de su vida, y el P. Laínez nos lo presentará "tentado y vencido del vicio de la carne". Tras la caída del contador Juan Velázquez de Cuéllar, en 1517, Iñigo entró al servicio del virrey de Navarra Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera, no en calidad de capitán del ejército real, como se ha dicho, sino como gentilhombre de éste, que era pariente suyo y de su propio bando oñacino y beaumontés. En esta su nueva condición Iñigo tomó parte, con prudencia y altura de espíritu, en la pacificación de Nájera y Guipúzcoa, cuando la guerra de las Comunidades ( 1520), y al año siguiente, al intentar recuperar Pamplona las tropas franco- agramontesas de Foix y de Labrit, se encerró en la ciudadela de la ciudad, donde cayó gravemente herido el 20 de mayo de 1521 . Durante su larga convalecencia en la casa solar de Loyola, Iñigo pidió para entretenerse algunos libros de caballería, que sus familiares no pudieron procurárselos. Leyó entonces el Flos Sanctorum y la Vita Christi de Ludolfo de Saxonia, y la lectura de estos libros transformó su ánimo y lo indujo a convertirse en el perfecto caballero de Cristo que se describía en las referidas obras. Una vez curado, inició, por amor del nuevo rey, la peregrinación a Tierra Santa, saliendo de casa en febrero de 1522, caballero sobre una mula. Viajó primero al santuario de Nuestra Señora de Aranzazu (Gipuzkoa.), y de aquí al de Montserrat donde, tras una mística vela de armas, se consagró como caballero de Jesús en presencia de Nuestra Señora, la nueva dama celeste que había venido a suplantar a la terrena de sus sueños juveniles. Bajó a Manresa, con ánimo de detenerse unos pocos días, a la espera del momento oportuno de trasladarse a Barcelona y embarcar rumbo a los Santos Lugares. Pero circunstancias imprevistas lo retuvieron allí por más de diez meses, habitando en ese tiempo una cueva donde se entregaba a las mayores austeridades. Allí se convirtió en uno de los más auténticos místicos del Catolicismo, revelándose asimismo gran maestro de la ascética en su obra de los Ejercicios Espirituales, compuestos allí en su parte sustancial y perfeccionados luego en Alcalá, París, Venecia y Roma (1522- 1541 ).

Según los estudiosos, dos pequeños libros lo ayudaron en aquellos trascendentales momentos de su vida: El Ejercitatorio de la vida espiritual, de García de Cisneros, abad de Montserrat, inspirado en San Bernardo, los victorinos y los maestros flamencos de la Devotio moderna, y la Imitación de Jesucristo, de Tomás de Kempis. Ignacio, pues, no quería romper con la tradición espiritual, sino que buscaba en la vinculación interior con la Edad Media un fundamento sólido y seguro. Dos cosas sacó de estas lecturas: lo primero, que una vida santa no consiste en la práctica de actos exteriores de penitencia, que la meditación de los misterios de Dios y de la vida de Cristo constituyen los "ejercicios" de piedad por antonomasia, y que la purificación del corazón y el humilde abandono a la voluntad de Dios vienen a ser los objetivos más importantes; en segundo lugar, aprendió la ordenación metódica de la vida interior, que nada deja a la fantasía del momento ni a lo arbitrario de la devoción. Es de esta forma como le vino a la mente la idea de montar un sistema estructurado de ejercicios espirituales, valiéndose al efecto en lo fundamental de sus personales experiencias durante su estancia en Manresa. A comienzos de 1523 pasó a Barcelona donde embarcó rumbo a Roma. Llegado a Gaeta hacia mediados de abril, hizo el resto del camino a pie y alimentándose de limosna. Obtenida de Adriano VI la licencia del pasaje a Tierra Santa, prosiguió de idéntica manera su marcha hacia Venecia. Aquí tomó el barco que lo llevaría a Tierra Santa, entrando en Jerusalén el 4 de septiembre de 1523. Habiéndole sido negado el permiso de residencia en los Santos Lugares, como habría sido su deseo, pensó en estudiar para ayudar mejor a las almas y reunir compañeros de apostolado. Vuelto a Barcelona hacia febrero o marzo de 1524, comenzó los estudios de latín, coronándolos con un examen hacia la primavera de 1526. En abril de este mismo año se trasladó a Alcalá de Henares, donde, según parece, no asistió a las aulas, sino que recibió clases particulares de lógica, física y teología, al tiempo que se dedicaba a enseñar el catecismo a los niños y a ejercitar a algunos en los Ejercicios Espirituales. Habiendo incurrido en sospecha de alumbrado, fue encarcelado y sometido a dos procesos, siéndole impuesta la prohibición de predicar o enseñar por espacio de tres años. Se trasladó a Salamanca en julio de 1527, donde fue igualmente puesto en prisión y expedientado, para ser soltado al cabo de unos días al no hallar los jueces error ni en su vida ni en su doctrina.

Molesto por las trabas que oponían a su acción en España, Iñigo decidió trasladarse a la Universidad de París. Emprendió viaje a pie (septiembre de 1527), llegando a la capital francesa en febrero de 1528. Hasta agosto del siguiente año se empleó perfeccionando sus conocimientos de latinidad en el colegio de Montaigu, reducto de la escolástica más estricta, y luego en el colegio de Santa Bárbara, más abierto a las corrientes del humanismo, estudió filosofía hasta obtener el grado de magister en 1534. Empezó el cuatrienio teológico en 1533, el que hubo de interrumpir, sin embargo, en marzo de 1535, para volver a su casa y ver de recuperar su perdida salud con los aires nativos. Para entonces Loyola había conseguido asociarse los primeros grandes compañeros (Fabro, Francisco Xabier, Laínez, Salmerón, Bobadilla, Rodrigues), infundiéndoles mediante los Ejercicios un vivo deseo de no buscar otra cosa que el mayor servicio de Dios. Ellos fueron los que el 15 de agosto de 1534 lo acompañaron en Montmartre en la emisión de los votos de pobreza, castidad y de peregrinar a Jerusalén para allí entregarse a la conversión de infieles; caso de no poder realizar esto último, se dedicarían al apostolado allá donde los requiriese el vicario de Cristo. Sin embargo, Iñigo evitó por el momento -y hasta 1539- la fundación de una nueva Orden, no (como a las tontas se ha dicho) por un cierto espíritu erasmista, sino por el temor de que se le impusiera alguna regla antigua que menoscabase la puesta en práctica de su ideal apostólico de nuevo cuño. Lo que fuera de esto, desde abril hasta octubre de 1535 Iñigo residió en su pueblo de Azpeitia, moviéndolo a ello además del deseo de recobrar su salud, el secreto propósito de reparar los malos ejemplos que en su juventud había dado en los parajes natales. Fue así que durante su corta estancia en la villa rehusó alojarse en su casa solar, haciéndolo en el hospital de la Magdalena, como los mendigos, viviendo de limosna y anunciando entre sus paisanos la palabra de la conversión. De Azpeitia Iñigo se dirigió a Venecia, donde se había citado con sus compañeros para embarcar juntos rumbo a Tierra Santa. Llegado allá hacia finales de 1536 y mientras tanto llegaban sus compañeros, se dedicó privadamente al estudio de la teología y al apostolado de los Ejercicios Espirituales entre eclesiásticos y seglares de cierto relieve.

Habiéndosele reunido los compañeros que habían quedado en París (enero de 1537), Loyola viajó con ellos a Roma, para impetrar de Paulo III la licencia del pasaje a Jerusalén y su promoción a las órdenes sagradas. Fue ordenado de sacerdote el 25 de junio de 1537, dedicando el resto del año, mientras esperaba la oportunidad de zarpar para Jerusalén, al apostolado en el campo, cerca de Vicenza. Desvanecidas las esperanzas del viaje a Tierra Santa tras la ruptura de ilidades entre Venecia y el poder otomano, no le quedaba a Iñigo otra alternativa que la de ofrecerse al papa, juntamente con sus compañeros, para que los destinase al trabajo que más le pluguiese. Así, mientras sus compañeros se repartían por Padua, Bologna y Siena, él se dirigió a Roma junto con Fabro y Laínez. Para entonces Loyola empezaba ya a ver claro la conveniencia y la necesidad de saldar con lazos más firmes la unión del grupo de amigos venidos desde París por ideales comunes. Fueron tal vez decisivos en este sentido el ejemplo de los recientísimos clérigos regulares (teatinos) conocidos por primera vez en Venecia, la protección que le dispensó Paulo III por mediación del doctor Ortiz y del célebre cardenal Contarini y, por último, la experiencia mística de la Storta (noviembre de 1537). Lo que sea de esto, en 1539 Iñigo intentó la fundación de una nueva orden, la Compañía de Jesús, para la que consiguió la primera aprobación verbal de Paulo III el 3 de septiembre de dicho año, seguida poco después por la de la bula de 27 de septiembre de 1540. El 19 de abril de 1541 el voto unánime de sus compañeros convertía a Loyola en el primer general del nuevo instituto. Su actividad de fundador y general se desarrolló en dos etapas, divididas por el Año Santo de 1550. Durante la primera ( 1541- 1549) se dedicó al apostolado para hacer de Roma el ejemplo, no más el escándalo, de la Cristiandad: dirige Ejercicios, enseña el catecismo, se preocupa de las jóvenes en peligro y de las cortesanas convertidas, etc. Será Ignacio, asimismo, uno de los que más trabajarán para que sea fortalecido el tribunal de la Inquisición o del Santo Oficio Romano. Al mismo tiempo instituyó el primer noviciado de la Orden, formando personalmente a sus hijos en el nuevo espíritu y enviándolos luego a Portugal, las Indias, España, París, Venecia, Alemania, Flandes, Trento, Congo, Brasil y Etiopía. Entre estos primeros hijos se contarán los Ribadeneiria, Domenech, Polanco, Nadal, Pedro Canisio, Manareo, Palmio, Mercuriano y el primer japonés venido a Europa, Bernardo... Por mediación de Francisco de Borja, ingresado desde hacía poco en la orden, obtuvo también el cumplimiento de uno de sus más fervientes votos: la aprobación papal de los Ejercicios Espirituales el 31 de julio de 1548. Tras diversas experiencias pedagógicas en las provincias (Goa, Gandía, Ingolstadt, Messina), concibió la fundación, en Roma, de un colegio para la formación sacerdotal de los jesuitas y no jesuitas, que convirtiese la ciudad de los papas en un gran centro de ciencia eclesiástica (1549). En fin, con la ayuda del padre Polanco, preparó la primera y segunda redacción de las Constituciones de la compañía (1546-1549), convocando a Roma para aprobarlas, durante el Año Santo de 1550, a todos los profesos de la orden. La segunda etapa (1550- 1556) comenzó con la nueva aprobación de la compañía, hecha en 1550 por Julio III, con una más precisa descripción de su fin y de su estructura interna. Siguió la aprobación de las Constituciones de parte de los profesos y la renuncia al generalato por parte de Ignacio, a causa -según sostenía él mismo - de sus pecados y muchos achaques (enero de 1551 ). En realidad, Ignacio creía haber dado cima a su misión personal, y acaso también quiso quitar todo pretexto presente y futuro a la sospecha de que hubiese introducido en su propio interés el generalato perpetuo, contra la corriente de las demás órdenes y del futuro Paulo IV, Gian Pietro Carafa. Rechazada la renuncia por todos los profesos, Ignacio hubo de continuar al frente de la compañía, aunque a la sazón ayudado todavía más por los padres Polanco y Nadal. Data también de estos últimos años su fundación del Colegio Romano ( 1551 ) y del Germánico ( 1552), desarrollando tan ampliamente la idea del apostolado pedagógico, que hizo de la compañía -según una nueva concepción- una orden de enseñanza. Hizo promulgar por las provincias las Constituciones, no sin antes retocarlas por tercera vez y adicionándolas con la Carta de la Obediencia (marzo de 1553), el Sumario de las Constituciones y gran parte de las Reglas. A instancias de sus discípulos, dictó al padre González de Cámara (1553-1555) el relato de su vida, en una prosa simple que, según algunos, constituye un nuevo tipo de autobiografía, ya no más humanista.

En fin, extendió normas de importancia sobre la forma de dar los Ejercicios, de atraer con la convicción y con el amor a los protestantes, y de obtener la unión de los herejes y cismáticos de Etiopía. Ignacio murió el 31 de julio de 1556, tras una larga enfermedad de la vesícula. Fue una muerte solitaria, sin sacramentos, sin bendición pontificial y en una hora difícil para el nuevo instituto: Laínez parecía cerca de la muerte, Francisco Xabier acababa de morir delante de la costa china, y el papa Paulo IV, que se hallaba en vísperas de una guerra contra España, hizo registrar el Colegio Romano, temeroso de que se encontrasen armas allí... Sin embargo, en el momento de la muerte de su fundador, la compañía se hallaba ya presente en cuatro continentes. No obstante una severa selección, contaba más de mil miembros, agrupados en doce provincias, desde la de la India -con avanzadillas en el Japón hasta la del Brasil.

En realidad, con la compañía Ignacio añadió al programa de reforma de la Iglesia tridentina dos notas que en gran parte faltaban al célebre Consilium reformationis de 1537, y que luego han venido a ser de la máxima influencia: la difusión de una espiritualidad orgánica y transformativa, con la de los Ejercicios, y la organización sabia de la educación e instrucción de la juventud, en primer lugar de la que se destinaba al sacerdocio, y esto simultáneamente en Europa, América y Extremo Oriente. Como en el caso de los teatinos y de otros clérigos regulares, es el apostolado sacerdotal el que anima e informa la estructura jurídica de la orden, aunque con rasgos más originales y consecuentes, como son la ecumenicidad obligatoria del apostolado mismo, la ausencia de coro y de penitencias en común, la renuncia a las dignidades eclesiásticas y al gobierno de las monjas, la prolongación del noviciado y el largo retraso de la profesión solemne, la figura canónica de los votos simples que la preceden, etc. Por lo demás, la estructura del instituto es rigurosamente monárquica y centralizada, con un generalato vitalicio, que determina y reparte las funciones, nombra los provinciales y rectores y dispone de los bienes de la orden. Es notoria la eficacia que esta estructura jurídica dio al funcionamiento de la compañía en los siglos posteriores, y la influencia que ha tenido en el ulterior desarrollo de las órdenes y congregaciones religiosas y hasta en el mismo Derecho Canónico, por lo que hace a algunos puntos. Ignacio de Loyola pasa por ser uno de los místicos más genuinos de la Iglesia católica, como lo revelan las casi habituales experiencias trinitarias de las que se hace eco en su Diario espiritual (del 2 de febrero de 1544 al 27 de febrero de 1545). Hemos de decir, con todo, que en él la experiencia mística altísima va unida a la máxima reserva al hablar de ella; además, para una naturaleza ruda y viril como la suya, la vida cristiana no consiste en reposar a los pies de Cristo, a la manera de los grandes místicos renanos, sino en combatir bajo el estandarte de Jesús, que es el capitán, viendo en la participación de la lucha por el reino de Cristo el vértice de la imitación de Jesús. Ignacio ve el cumplimiento de este reino en la iglesia jerárquica "quae Romana est", Cuerpo místico de Cristo y Madre de todos los fieles. Otra característica de Ignacio es la unión de lo sobrenatural con el máximo aprecio y uso de las fuerzas naturales (conocimiento de lenguas, ciencia, dotes de convicción o de organización, etc.), sin excluir, por supuesto, la ascesis. Esta pedagogía cristiana en función de un compromiso activo cuadraba a las mil maravillas en una época en la que el Occidente se iba a hacer, merced a su dominio sobre los mares y al descubrimiento de nuevos continentes, con la dirección del mundo. En definitiva, el espíritu de Ignacio es el espíritu del catolicismo barroco y en un tiempo en que la iglesia confunde su causa con la del Universo -en expresión de Paul Claudel-, el Ad maiorem Dei gloriam viene a ser un llamamiento entusiasta al combate, que enardece a millares de corazones. En este mismo orden de cosas, Ignacio conseguirá fundir en una unidad de acción la máxima estima de la universalidad supranacional de la iglesia con el aprecio y el uso de muchos valores nacionales, opuestos a menudo entre sí. Recuérdense a este respecto sus relaciones con los soberanos católicos de su tiempo, en guerra entre sí, o con las universidades, asimismo a menudo rivales; en fin, el entendimiento que llegó a establecer en sus comunidades entre franceses, italianos, flamencos, alemanes y españoles. Al aunar estas fuerzas para la reforma católica, superando los antagonismos de las mismas.

Loyola demostró ser un auténtico genio práctico de organización. A la verdad, no vemos brillar en el conjunto de su carácter la ingenua y dulce espontaneidad de un Francisco de Asís o de un Felipe Neri; pero tampoco su reflexivo ser consecuente estaba falto de una flexible y amable atracción. Prueba de ello es el amor cordial que le han profesado sus hijos, incluso los que como Laínez, Nadal o Loarte fueron a menudo duramente reprendidos por él. Desde el punto de vista de la psicología nacional, Ignacio ha sabido aunar en sí de la forma más lograda el espíritu realista, reflexivo y tenaz del vasco con el idealmente caballeresco y ecuménico de la nobleza peninsular del s. XVI. Ignacio fue beatificado el 27 de julio de 1609 y canonizado el 12 de marzo de 1622, celebrándose su fiesta litúrgica el 31 de julio. No hay que decir que ambos acontecimientos fueron seguidos con extraordinario interés y regocijo por todo el pueblo vasco. Guipúzcoa y Vizcaya acabaron recibiendo a San Ignacio por patrono tutelar especial suyo (Guipúzcoa, en las Juntas Generales celebradas en Zumaya el 10 de mayo de 1620, y Vizcaya en las de Guernica del 5 de noviembre de 1680, declarándose fiesta preceptiva en el señorío en octubre de 1917), obligándose por voto solemne a guardar su fiesta como se guardan las demás de precepto de la iglesia. Con objeto de celebrar el fausto acontecimiento de la canonización de uno de sus hijos, la provincia de Guipúzcoa, en las Juntas Generales celebradas en Tolosa en abril de 1622, mandó además que en el salón de la casa consistorial de cada pueblo de Juntas se pusiese un retrato de San Ignacio, y que en todas las iglesias parroquiales de la provincia se hiciesen altares dedicados al mismo. Pero llevó todavía más adelante su fervor, y en las Juntas celebradas en Zumaya el 15 de mayo de 1710 hizo voto solemne de ayunar perpetuamente bajo pecado mortal el 30 de julio de cada año, víspera de la festividad del santo, voto que, si fue unánimemente aprobado por todos los concejos reunidos en sus ayuntamientos generales de vecinos, no lo fue así por cierta parte del clero del arciprestazgo mayor, lo que dio motivo a un largo, ruidoso y costoso litigio que se proseguirá implacablemente por uno y otro lado hasta la primavera de 1737. Álava, por su parte, nombró a Ignacio compatrono con San Prudencio.

Monumento grandioso del pueblo vasco a su santo viene a ser el imponente Colegio de Loyola, cuyas obras, comenzadas en 1689 según los planos sacados al parecer por el arquitecto romano Carlo Fontana, prosiguieron por espacio de muchas décadas bajo la dirección de diferentes maestros, entre los que estaban los Ibero. El fundador de los jesuitas ha sido asimismo objeto de múltiples manifestaciones de veneración a todo lo ancho del mundo, siendo muchas las iglesias y las instituciones docentes que se han honrado con su nombre y puesto bajo su especial patronato. Iconografía: Se conserva la máscara en yeso, tomada justamente luego de su muerte, y otra en cera, vaciada en aquélla, que reproduce todo el rostro y la parte anterior del cráneo. Esta reproducción en cera revela una ligera hinchazón en los labios, propia del cadáver, lo que viene a constituir el mejor sello de su autenticidad. Los retratos pintados más antiguos y auténticos son tres: el primero, hecho en Roma por Jacopino del Conte el día mismo de la muerte de Ignacio (Jacopino era, además, un hijo espiritual de Loyola); el segundo, ejecutado en Madrid por Alonso Sánchez Coello bajo la dirección del padre Ribadeneira; el tercero, de un anónimo muy estimado por Manareo y los padres belgas. Tanto éste como el de Sánchez Coello fueron obtenidos teniendo delante sendas testas de cera o yeso, vaciadas de la mascarilla original, y en ellos, así como en los originales que les sirvieron de base, campean inconfundiblemente, según los entendidos, los rasgos típicos del cráneo vasco. En la rica iconografía artística ignaciana sobresalen, luego, las estatuas del Montañés, Hernández y P. Le Gros, los bajorrelieves de Alessandro Algardi y de R. Fremin, en fin los cuadros de Rubens, de Roelas, Carracci, de Gaulli, del H. Andrea Pozzo (su célebre apoteosis de San Ignacio en la iglesia romana homónima) y de Salaverría.

Lo vasco en la personalidad de Iñigo López de Loyola. Ha sido constante de cierta bibliografía sobre San Ignacio la exaltación unilateral de lo que de castellano destaca en su persona y en su obra, con mengua -y a veces total desconocimiento de lo que resalta en él de vizcaíno (en la acepción vieja castellana) o de vasco. Séanos, pues, permitido recoger aquí separadamente algunos extremos que ayuden a corregir tal error de óptica, extremos que, por otra parte, difícilmente podríamos haber avanzado en el cuerpo del artículo destinado a ofrecer un sucinto relato de la vida del santo. Empecemos por decir que el apellido Loyola no arranca de hazañas militares relativamente recientes, que hubiesen tenido como marco a la Castilla de la Reconquista (algunos historiadores del santo han soñado para Loiola etimologías tan pintorescas como Lupus in olla, recordando los lobos y la olla, grabados toscamente sobre la ojiva de la casa-torre...), sino de las condiciones primitivas de la vega baja del río Urola y del esfuerzo humano que fue preciso para cultivarla y hacerla propia, pudiendo traducirse por sitio lodoso o barrizal (de loi barro y ola simple sufijo locativo o compuesto de ol sufijo de abundancia y a, artículo), y correspondiendo en ambos casos el significado a la índole de las vegas bajas o depósitos aluviales existentes en la cuenca del Urola, a medio camino entre Azpeitia y Azkoitia, donde justamente nació San Ignacio (cfr. a este respecto P. de Leturia: El Gentilhombre Iñigo López de Loyola, Barcelona 1941, pp. 14-15). Tenemos, luego, que los primeros años de Iñigo López (probablemente hasta que contó unos catorce o quince años, pues antes de salir para Arévalo sabía ya leer y escribir) transcurren en el ambiente social y religioso de Loyola y Azpeitia en los albores del s. XVI, ambiente en el que, si son innegables ciertas infiltraciones de una cultura y de una organización eclesiástica superiores que irradian de Burgos, Pamplona y Bermeo, prevalece sobre ellas el carácter un tanto lento y retardado, pero sano, sencillo y pujante del antiguo caserío de Guipúzcoa. Los biógrafos recogen a este respecto que el santo, aun en sus últimos años, conservaba en la memoria los aires y las danzas vascas aprendidas en su niñez, hasta prestarse a cantar y bailar "como se usa en Vizcaya" para consolar a un hijo, enfermo de melancolía. Otro sedimento que la sangre y la educación del caserío dejaron en el espíritu de Ignacio fue su lenguaje y estilo. Que de niño aprendiera el euskera, sólo puede ponerse en duda ignorando lo que era Azpeitia a principios del XVI. Pero la importancia del euskera en la configuración de la personalidad de Iñigo López, y su importancia para la exégesis de sus escritos -escribe el citado Leturia- "no radica en el uso que hiciera directamente de él, ya que ni una sola carta suya en vascuence ha llegado hasta nosotros; está en el influjo que la sintaxis y morfología vascas ejercieron en el castellano de sus Ejercicios, de su Diario espiritual y de los demás escritos redactados inmediata y exclusivamente por él". Según el P. Plácido Mújica, el secreto más profundo y universal de las irregularidades y características del lenguaje de San Ignacio, está en el vascuence: así sus continuas elipses, sus interminables infinitivos y gerundios, sus infinitivos sustantivados, sus reflexivos incorrectos, su curioso uso u omisión de los artículos y pronombres, su hipérbaton vasco y aun las traducciones casi literales de algunas frases (o. cit. en la Bibliogr., pp. 53-62). Pero más todavía que en esos tecnicismos gramaticales -nos viene a matizar el referido p. Leturia- "se revela el sello de su lengua y educación primeras en el alma misma de su estilo, tan ajeno a todo colorido y fulguración externa, como concentrado, interior y psicológico. (...) Cuantos han estudiado, siquiera superficialmente, los rasgos inconfundibles del que en tiempo de San Ignacio se llamaba vizcaíno y también cántabro, han convenido en señalar como características suyas la concentración individual, el espíritu reflexivo, la expansión lenta pero audaz tan segura de sí como pobre de expresión colorista, y cual fruto de todo ello, aquella formidable firmeza de voluntad a que aludía el portugués Simon Rodrigues"... No podemos menos de dejar que sea el mismo P. Leturia el que concluya certeramente el tema: "La persona y la obra de San Ignacio son ante todo y sobre todo producto de la gracia; pero si se buscan la preparación y sostén naturales con que la Providencia preparó sus caminos, no basta repetir y exagerar su formación militar y su contextura a la vez ordenancista y caballeresca. Junto al soldado precisa colocar al observador penetrante y solitario, adentrado y realista, asimilador y original que nos revelan el proceso de la conversión y la génesis de los Ejercicios y las Constituciones. Y es que antes de las franjas y los lobos heráldicos del linaje, están los seles y castañares de sus montes y prados; y primero que resonaran en Loyola los tambores imperiales de Carlos V, habían desgranado recónditas notas en el alma de Iñigo las rústicas campanas de sus ermitas..." (O. c., pp. 48-51). Castelar en sus Meditaciones históricas en el convento de Loyola intenta hacer un análisis psicológico del santo guipuzcoano concluyendo que: la soberbia y la vanidad mundanas fueron sus únicas inspiradoras cuando adoptó y desde que adoptó por bandera el ad mayorem Dei gloriam; que imposibilitado físicamente de acaudillar guerreros, se resignó a acaudillar frailes.