Concept

Nacionalismo e Ilustración

La modernidad ha ido asentado una visión panorámica, grandiosa, de la Humanidad, cuyo epicentro será sin duda Europa, y una idea de progreso según la cual el tiempo ya no va a ser considerado un enemigo, sino un aliado.

Nuevas y diversas mitologías van a sustituir la obediencia debida al Pasado por una fe inexpugnable en el Futuro; en general, en los círculos más ilustrados se entiende que el avance de la humanidad permitirá corregir las injusticias, abolir las servidumbres y aliviar los sufrimientos.

Esta aspiración hará cada vez más urgente responder a la pregunta por el fundamento y el sentido del movimiento histórico. Nuevas digresiones especulativas van a abordar el problema desde perspectivas encontradas, abriendo esa fosa siempre tan transitada entre Ilustración y Romanticismo. La tensión entre estos dos polos va a marcar el posterior desarrollo de la modernidad, y pueden rastrearse sus derivaciones hasta hoy mismo. No hemos de perder de vista el trasfondo histórico, dominado por un imparable proceso de industrialización forzosa, por la deriva de la Revolución francesa y el surgimiento del régimen bonapartista, y por una cada vez más angustiosa sensación de pérdida y de escisión que los nuevos cambios provocan.

El representante más conspicuo de la Ilustración alemana, Inmanuel Kant (1724-1804), es sin duda quien con más rotundidad defiende la tesis del sujeto como tesis de la universalidad del conocimiento y de la acción, de la física y de la moral. Para Kant, existe en cierto modo un plan de la Naturaleza uniforme y conjunto para toda la especie humana, sin excepción, en el que la Ilustración y la difusión del saber aparecen como metas últimas. Sólo hay una linealidad en la historia, que políticamente converge en un mismo ideal: una sociedad cosmopolita de repúblicas constitucionales que mantienen entre ellas y sobre ellas el imperio de la ley y del derecho internacional. La historia, dirá Kant, está abocada a una realización que incluye a todos y cada uno de los pueblos, países y culturas; pero el proceso es único, pues la humanidad, en última instancia, es única y la misma en todas partes.

Este sano cosmopolitismo de Kant entiende que los logros de la razón y del conocimiento irán poco a poco transformando la humanidad hacia una mayor educación y un mayor consenso. Sin embargo, cae en el antropocentrismo más descarnado en cuanto considera del todo legítimo incorporar aunque sea con violencia para la tarea conjunta de toda la humanidad a aquellos pueblos que no participan del esfuerzo. Su conocido pasaje sobre "los felices habitantes de Tahití" no tiene desperdicio: si no hubiesen sido visitados por "naciones civilizadas", hubieran vivido miles de años en su pacífica indolencia. Para Kant, sólo los animales están hechos para el mero goce y el mero transitar por la vida: como seres racionales y partícipes de una misma historia, los seres humanos hemos de imponernos una ley moral y una constitución justa.

Johann Gottfried Herder (1774-1809), teólogo y crítico literario, alumno aventajado de Kant e impulsor del Sturn und Drang junto a Goethe y Schiller, ampliará el horizonte de la crítica ilustrada al denunciar la visión lineal y eurocéntrica de la historia propuesta por Kant y festejando, en su lugar, la diversidad de caminos posibles en la evolución de los pueblos. Kant y gran parte de los ilustrados tienen, dirá Herder, un planteamiento claramente analítico que distingue y contrapone, más que vincula y sintetiza. Con un pie ya en el romanticismo, Herder buscará una renovada conciliación con el mundo en pleno proceso de modernización e industrialización, el enlace natural entre individuo, sociedad y naturaleza. Sin negar la subjetivación moderna, sino ahondándola y pensándola desde nuevos conceptos como "expresión", "pertenencia" y "comunidad orgánica", Herder aparece como el genuino fundador de eso que ha dado en llamarse nacionalismo cultural.

Sincero y fiel defensor de una idea ilustrada y celebratoria de toda la humanidad, Herder no excluye de esta unidad toda la diversidad de pueblos, culturas y naciones; por el contrario, éstos son la garantía de su legitimidad e igualdad, de tal manera que nadie puede arroparse su superioridad y predominio sobre los demás. Precisamente porque la humanidad es una, ninguna de sus partes -ya sea por motivos geográficos o históricos, culturales o políticos- puede arrogarse en exclusiva la esencia de la humanidad y, en función de ello, imponerse a otras o negarle sus derechos. Herder reconoce, así, dentro de un plan progresivo, cósmico, que incluye a toda la Naturaleza, la diversidad y riqueza sin fin de pueblos y culturas. Frente a la unilateralidad pensada por Kant, siempre afirma que el plan de la providencia no es tan pobre como para que en él no quepa una infinita riqueza.

Herder expone su pensamiento en las voluminosas y torrenciales Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad, cuatro tomos aparecidos entre 1784 y 1791, libros dispersos y fascinantes llenos de digresiones, anotaciones antropológicas y audaces ideas, en el que junto a la especulación sobre el sentido de la historia encontramos eruditas consideraciones sobre las papilas adhesivas de los tentáculos del pulpo, sobre los ojos de las mujeres uzbecas o sobre los hábitos higiénicos de los mongoles, persas o hindúes. Dirá Kant: "La suya es una mirada que todo lo abarca, sin detenerse en nada". Herder propondrá allí una nueva fórmula metodológica para el estudio de la historia, el eifühlung, traducible como empatía o "penetración simpática": no tanto interpretar racionalmente, sino sentir, vincularse emocionalmente con las diferentes pluralidades y enfoques sobre el mundo. Así, para entender la poesía escandinava, debe uno sentirse bajo una tormenta en el Mar del Norte; para leer la Biblia, un pastor nómada en tierras de Canaán.

Frente a la amenaza del atomismo individualista generado por la competitividad y el enfrentamiento propios de la modernidad liberal, y de la mera unidad abstracta de sus ideales políticos, Herder se esforzará en pensar la posibilidad de una armonía y equilibrio entre individuo y sociedad, entre la unidad de la especie humana y su interna diversidad, entre el proceso histórico global y los desarrollos parciales de sus diversas realidades culturales o nacionales. Su apuesta por un nacionalismo generalizado, con todo, nunca excluye la necesidad de un plan común de la humanidad: cada pueblo, cada cultura y cada civilización serían las notas inconmensurables de una misma polifonía. De esta manera, su nacionalismo viene animado por una pulsión relativizadora, que hace más inclusiva, audaz hasta el peligro, la apuesta ilustrada: en cuanto seres de una misma especie, para este clérigo protestaste son igualmente dignos y estimables "un caníbal de Nueva Zelanda como Isaac Newton".

Fue Herder quien acuñó, y en gran parte popularizó, los términos clave del vocabulario nacionalista en lengua alemana. Suyas son expresiones como lengua nacional (Nationalsprache), educación nacional (Nationalerziehung), o incluso el verbo nacionalizar (Nationalisieren: fomentar el espíritu nacional). Curiosamente, nunca usa el concepto al que más fácilmente se le asocia, el Volksgeist o "espíritu del pueblo", que con tanta celeridad se expandió luego en ambientes nacionalistas de todo cuño. Herder habló en cambio del Geits des Volkes, pero nunca desde un punto de vista exclusivista o xenófobo: siempre fue explícito al condenar la exaltación de la propia nación a costa de las otras. Entendía que cada nación tenía su propio "centro de felicidad" y que debía contar con su propia lengua, sus propias manifestaciones culturales y sus propios recursos. Con los románticos, conmemoró todas las formas de vida nacional; el fin del conocimiento histórico y la familiaridad con los mitos y la literatura universal los consideró medios para sentir y disfrutar de las diferencias nacionales existentes.

Entramos así, de lleno, en uno de los aspectos más fecundos y de más largo alcance en la filosofía de Herder. En su "revancha del contexto" frente al universalismo ilustrado, Herder atenderá con especial sutileza a los orígenes y ramificaciones del lenguaje, que será a la vez entendido como expresión de ese espíritu popular y como arma de reivindicación política. Sus consideraciones sobre el lenguaje están en la base de la lingüística moderna y de los estudios etnográficos y antropológicos, al haber apartado el rebuscamiento de la alta literatura para ir a buscar en la fuente viva de las tradiciones y dialectos, de las baladas y el folklore, de los cuentos, fábulas y romances, las diversas manifestaciones genuinas del habla. En ellas, Herder cree descubrir los signos de un empuje divino: por ello, reconocer y salvaguardar las diferencias y particularidades lingüísticas equivale a conservar la obra misma de Dios.

Sería necesario, con todo, contextualizar históricamente el debate. Hacia principios del siglo XIX, Alemania no existía como tal: consistía en un par de centenares de territorios más o menos independientes, algunos vagamente vinculados al Imperio que luego se llamaría austrohúngaro, con capital en Viena; algún otro, conectado con la corona británica por vía dinástica. Fue la militarista Prusia quien dio impulso a la unificación, ya irresistible cuando Napoleón barrió los países germánicos y fundó la Confederación del Rin; vueltas las aguas a su cauce, esta primera estructura estatal dio un empujón definitivo al proyecto. La rápida industrialización y un primer proceso de uniformidad, alentada autoritariamente desde la casa de los Hohenzollern, ponían en peligro las libertades y autonomías de aquellos diminutos principados militarizados donde el soberano lo sabía y lo veía todo. Téngase en cuenta además que, antes de la invasión napoleónica, en aquellos Versalles de provincia todo lo francés estaba de moda y era sinónimo de cultura y refinamiento. Para el representante más obtuso del despotismo ilustrado, Federico el Grande de Prusia, anfitrión de Voltaire, el idioma alemán sólo servía para hablar a los lacayos y a los perros.

La tensión entre un estado de cosas arcaico, pero estable, y una modernización forzosa, que desata todo tipo de conflictos y desigualdades, unido a la pobreza y el despoblamiento demográfico derivados de la guerra de los Treinta Años, de la recurrencia de las pestes y de las continuas emigraciones, terminan por completar este telón de fondo. Los pensadores, por su parte, se encontraban desgarrados entre un servilismo burocrático y una libertad creativa puramente imaginaria; una combinación que se demostrará perfecta para el origen del futuro idealismo, con su tentación por la disquisición puramente abstracta.

Herder condenó y ridiculizó a sus compatriotas por su desprecio hacia las cosas alemanas y su amor por la lengua, la cultura y los hábitos franceses. La afirmación de su nacionalismo tuvo mucho de reacción contra la desintegración y la decadencia. Fue precisamente la deriva napoleónica de la Revolución francesa la que infundió una nueva e inesperada vitalidad a los diferentes nacionalismos, que contaron desde entonces con el nuevo modelo de Estado-nación como referencia. En este sentido, lo más sorprendente que puede decirse sobre la Revolución es que, entre 1790 y 1792, los revolucionarios pasaron de una declaración de paz mundial a la invasión de sus vecinos. Ante el temor a una intervención extranjera, auspiciada por la nobleza desde el exilio, el roussoniano concepto de peuple, expresión de la voluntad popular, estaba siendo desplazado por el de patrie, comunidad de ciudadanos unidos por unas mismas aspiraciones y unos mismos vínculos. La explosión de esperanzas y singularidades que supuso la Revolución estaba ya siendo templada por una intensa homogeneización simbólica, que iba de la bandera tricolor a los altares patrióticos; así la burguesía moderada pretendía evitar lo que no podía dejar de interpretar como el caos.

En el campo ideológico, mientras, se entendía que la aristocracia había arrebatado ilegítimamente una libertad que sólo correspondía al pueblo de Francia, y que por tanto debía de ser devuelta. El fin de la monarquía tenía que ir acompañado, pues, del fin de los privilegios regionales, de las divisiones y de la miríada de instituciones intermedias y corporativas que existían entre el individuo y el Estado. La efervescencia nacionalista vino a sustituir, pues, a la antigua fe religiosa, mientras la Revolución quedaba coagulada, tras el golpe de Estado de Termidor, en el Código napoleónico, Fouché y un poderoso centralismo administrativo.

En los territorios germánicos, la lucha por la independencia también se había transformado rápidamente en la defensa de todo cuanto pudiera aparecer como patrimonio característico de su espíritu singular. Antiguas tradiciones, costumbres y cultos, por muy supersticiosos que resultaran, poesías y cantos populares se reivindican como manifestación del alma alemana, justo en el momento en que comienzan los grandes planes de urbanización modernos. También aquí sorprenden las consecuencias. El cosmopolitismo ilustrado se metamorfosea, tras la Revolución, en un agitado nacionalismo francés; la reacción antiilustrada provoca nuevos nacionalismos que se enfrentan en el campo de lo simbólico y que terminan reivindicando, otra paradoja, la forma del Estado-nación, nuevo invento de la ascendente burguesía que pretenderá sustituir las viejas formas estamentales del orden feudal por un aparato centralizado de poder, acorde con las necesidades de la Revolución Industrial. La ingente figura de Napoleón, que aúna el ímpetu del jacobino con el conservadurismo del Rey Sol, habla por sí sola de la complejidad de los nuevos tiempos. Al pretender llevar la modernización ilustrada fuera de su país, a punta de bayoneta, desencadena el ascenso fulgurante de los nacionalismos en Europa occidental. Sus verdaderos objetivos, sin embargo, eran otros: por un lado, mantener el orden en el interior y afianzar el nuevo régimen de la burguesía; por el otro, dar cauce a la furia revolucionaria, reconvertida ahora en expedición militar.

Este auge insospechado de los nacionalismos vino acompañado de un cambio completo en la atmósfera cultural. Una nueva política de "tolerancia cero" hacia la filosofía ilustrada, a la que se considera inspiradora de la violencia revolucionaria, enmarca la nueva situación. No sólo dejó de creerse en la función civilizatoria de sus ideas, sino que llegó a considerarse sedicioso todo aquello que pudiera alentar la indiferencia religiosa o la falta de patriotismo: la guerra contra la Francia revolucionaria asumía las características de una lucha general contra las amenazas de disipación de la crítica racionalista. Sólo las investigaciones estrictamente científicas o las especulaciones puramente abstractas lograron sobrevivir; el campo de la reflexión social fue completamente censurado, y la fe en la razón, sustituida por nuevas reafirmaciones de la autoridad y los valores eternos.

Todos estos acontecimientos hacían, si cabe, más urgente una revisión sobre el propósito y el sentido de la historia, que llegaría hasta la gran construcción especulativa de Hegel y su famosa "astucia de la razón". En cualquier caso, el nacionalismo prende con creciente fuerza entre los intelectuales alemanes, apremiados por la necesidad de autoafirmación cultural y contagiados por el nuevo espíritu romántico.

Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), otro discípulo de Kant, introduce un nuevo lenguaje en la filosofía que hará del Yo el centro de toda indagación. Pronuncia sus célebres Discursos a la nación alemana en 1810, en Berlín, mientras Alemania entera se halla bajo dominación francesa. Fichte proclama que es posible crear, a través de la educación, una nueva generación capaz de enderezar el destino de su país y lograr la primacía del espíritu germánico. El pueblo alemán, afirma, del que surgieron la reforma de Lutero y la filosofía de Kant, se mostrará indefectiblemente más sensible que ningún otro a esta obra educativa, y asimilará antes que nadie el nuevo espíritu de libertad e independencia.

Como vemos, con Fichte se hace explícito este nuevo movimiento. La reivindicación ilustrada de la cultura y la educación ha derivado en la defensa del patrimonio tradicional y en una apasionada atracción por sus aspectos más ancestrales. La profunda renovación que quiere Fichte para su país viene acompañada de apelaciones al carácter originario de su pueblo y de cantos a su radiante porvenir. La situación es verdaderamente dramática; y la modernidad, que pretendía erradicar todo fanatismo y toda superstición, extiende en Europa el ídolo de la nación y el hechizo de la unidad política.

Cuanto más nos adentremos en el siglo XIX más podremos observar la fusión progresiva entre el nacionalismo cultural y el político, y el intento por parte de los Estados de consolidarse por medio de parámetros etnolingüísticos uniformes, un sentido de historia compartida, una serie de mitos y rituales, un orgullo nacional convertido en dogma y, a poder ser, un proyecto de futura grandeur (si dispone de colonias en el globo terrestre) o de rehabitación definitiva (si ha quedado fuera del reparto territorial de soberanías, absorbida por un Estado más fuerte). Basta, sin embargo, con abrir un mapamundi para advertir que la coincidencia entre Estado y nación será más una excepción que una regla. Más que las realidades étnicas, lingüísticas o culturales, lo que acabará por decidir qué comunidad pasa a formar una nación con su correspondiente Estado será el desarrollo irregular del capitalismo industrial y el juego de equilibrios internacionales, lo que incluirá ágiles estrategias diplomáticas, negociaciones entre las nuevas potencias y un rearme general. No olvidemos el peso que tuvo en la formación de los Estados modernos la creación de los primeros ejércitos regulares, tanto para la defensa de las nuevas fronteras, que adquirirán rasgos de sacralidad, como para la expansión colonial más salvaje.

Hay que decir, con todo, que Herder no dio este decisivo paso de lo étnico-cultural a lo político. Creía en la existencia de naciones como comunidades naturales, cada una con sus hechos diferenciales que había que salvaguardar de las pretensiones homogéneas de los nuevos Estados. No compartía, de hecho, la convicción de que cada nación debía de tener su propio Estado, ni la poderosa fascinación que la misma idea de Estado ejercía ya en círculos intelectuales, con Fichte a la cabeza. La ferocidad con la que este pastor de la Iglesia denuncia al Estado como modelo de organización política le acerca más, de hecho, a un Bakunin o a un Kropotkin.

Es importante señalar esto, por los grandes malentendidos que rodean la figura de Herder en cuanto instigador del nacionalismo y de todos sus excesos. Herder parte de la intuición de una innata sociabilidad humana; en un estado natural, los seres humanos se mostrarían cooperativos, religados entre ellos por vínculos recíprocos de consanguinidad, afectivos y sentimentales. Esta vinculación espontánea es más evidente entre los que comparten un mismo lenguaje, un mismo territorio y una misma visión del mundo, pero no se agota en ella y, en condiciones naturales, tendería a todo el género humano. Considera en cambio los Estados como una construcción artificial, añadida a los pueblos bajo el engaño o la violencia, que rompen los movimientos orgánicos y autorregulatorios de las sociedades y las exponen a la tiranía. Herder lanza sus más aceradas diatribas contra el concepto meramente abstracto y jurídico de la nación, contra cualquier idolatría estatal, contra la visión liberal de sociedad como mera suma aritmética de individuos teóricamente iguales, y movidos por parecidos egoísmos.

De Herder ha de decirse que fue, al final, el gran teórico de la Historia como juego de singularidades culturales, cada una de ellas entendida como una comunidad específica, un pueblo (Volk), en el que la humanidad expresa de forma irremplazable un aspecto de sí misma. Al mantener un sostenido esfuerzo por delinear un cierto perfil de la cultura y el espíritu alemanes en un momento de descomposición nacional, su legado ha dado forma a todo tipo de recepciones insospechadas. La suya es, sin embargo, la voz agónica de un mundo que desaparece y que empieza a tomar tintes idílicos, el de las pequeñas y sencillas comunidades de la Alemania pietista y "atrasada" frente al avance del naciente Estado nacional, que imponía su soberanía desconociendo los antiguos derechos, obligaciones mutuas y tradiciones que hasta entonces habían sustentado las relaciones entre ellas y sus gobernantes. Sin duda, éste será el aspecto que con mayor virulencia será recogido por Sabino Arana (1865-1903) y el primer nacionalismo vasco.

En un mundo de identidades y sentimientos de pertenencia complejos, heterogéneos y en perpetua influencia, sacudidos además por la fuerza de la despersonalización cultural impuesta por los procesos de modernización, el concepto de Volksgeist va a prender con fuerza allí donde una comunidad quiera reivindicarse a sí misma como tal. Los nuevos Estados iniciarán una tendencia hacia la homogeneidad cultural y lingüística, con el objetivo de barrer particularismos que considera innecesarios y transmitir unos valores y memorias comunes. Esta nueva configuración ritual y simbólica será indispensable para mantener alta una intachable movilización espiritual que cubra el déficit general de sentido. Aquellas comunidades, por su parte, que no consiguieron crear su propio Estado, se verán abocadas a definir y promocionar bien su Volksgeist frente al peligro inminente de disolución. Naciones enteras asimiladas, idiomas desaparecidos, minorías marginadas, vastos imperios desintegrados y violencias de todo signo van a ser las consecuencias no predichas por el firme humanismo cosmopolita de Kant ni por la oceánica celebración de la diferencia de Herder.