La montaña estellesa supone un hito geográfico, pero también histórico, sobre todo al amparo de las guerras del siglo XIX. Éstas la convirtieron en una referencia para el carlismo, aunque desde otras posiciones, tanto el ejército como distintas sensibilidades políticas, buscaron apropiarse de su significación.
Ya desde la antigüedad Montejurra y sus aledaños resaltan como zona humanizada, y así lo testimonian los restos procedentes de la época del bronce y la villa romana de las Musas de Arellano, estable en el carasol de la montaña entre los siglos I y V d.C.
Transcurren siete siglos desde la desaparición de esta villa para hallar referencias documentales específicamente dedicadas a Montejurra y vinculadas al inmediato monasterio de Irache. De 1120 es la primera mención, concretamente la concesión por parte del cenobio para edificar unos molinos "ex Monte Surra". Durante este período medieval pueden distinguirse dos zonas: la más rentable económicamente, en las laderas cercanas al monasterio; y la más útil desde un punto de vista espiritual, la más escarpada. En la primera se situó el mencionado conjunto de molinos, o la "vinna del ospital de Montehurra" a la que se hace referencia en un documento de 1321 que recuerda el paso del camino de Santiago por sus inmediaciones. En la segunda estaban ermitas como la de San Millán, recogida en un documento de 1183, o ésta y la de San Cibrián, como consta en testimonio de 1332.
En estos y otros documentos medievales, la denominación de la montaña varía, apareciendo, además de las citadas, las de Monte Jeto y Monte Xurra.
En 1508, los reyes Juan y Catalina dieron poder a Lope de San Juan, alcalde mayor del mercado de Estella, para restablecer límites y mojones, y una de las mugas se situó en "el somo de Monteiura". La zona había perdido interés económico para el monasterio, debido a la escasa rentabilidad de unas tierras ásperas y a su exiguo aprovechamiento ganadero, pero también espiritual. Con el decaimiento del camino de Santiago los hospitales de paso, cercanos a ermitas, cayeron en desuso. En 1545 se trató de revitalizar la ermita de San Millán, pero no debió llegarse a acuerdo, porque la referencia a ésta desaparece de la documentación. Los siglos siguientes asistieron a una existencia muy local, meramente topográfica, como atestiguan las referencias catastrales de Ayegui e Igúzquiza, municipios bajo cuya jurisdicción estaba la cumbre.
Su fama histórica surgió al vincularse con el carlismo. En 1835 comenzó a mostrar cierta presencia militar en el marco de la primera guerra. En marzo Zumalacárregui emboscó tropas en ella, ejemplificando una forma de hacer la guerra a base de emboscadas y sorpresas, con las escarpaduras como su componente principal. Los liberales se quejaban de que los carlistas atacaban cuando el terreno era montañoso y los consideraban cobardes al actuar entre breñas y bosques. La asociación entre carlismo y montaña se convirtió en un recurso permanente.
En las puertas de Estella, aparecía como un enclave determinante, el último bastión montañoso antes de las llanuras riberas, protector de la capital carlista y del reducto de las Amescoas. No es de extrañar, por tanto, que desde esta primera guerra Montejurra fuese haciéndose con un significativo protagonismo, encarnando al carlismo y su forma de guerrear. También comenzó a asumir un papel en la memoria liberal, especialmente entre los militares, para quienes supuso tanto una forma de desarrollar la lucha, como una fuente de méritos y reconocimientos, pues hacían valer sus acciones en las inmediaciones para justificar recompensas y ascensos.
Fue sobre todo la guerra de 1872 a 1876 la que dio la mayor reputación a Montejurra. Y ello en dos sentidos, para los carlistas con la batalla del 7 al 9 de noviembre de 1873; para los alfonsinos, en la del 18 de febrero de 1876. Los primeros mitificaron la victoria, convirtiéndola en uno de los ejes de su memoria; los segundos la utilizaron como forma de contrarrestar y diluir la primera, otorgándole el estatus de victoria final. Mientras, la imagen montaraz del carlismo se reforzó con el uso sistemático del sistema de trincheras. La montaña -y Montejurra en particular- era el reducto carlista por excelencia, y aunque fuese batido en 1876 por los alfonsinos, la imagen quedó asociada a los partidarios de los pretendientes y vinculada a elementos que implicaban resistencia, cerrazón, atrincheramiento y violencia.
Frente a esta representación, los carlistas veían en las montañas la salvaguarda de lo esencial: la religión, los valores y la tradición, el mundo rural idealizado que recogía todo ello y que se convirtió en instrumento de propaganda. El carlismo perdió en 1876 la posibilidad de implantar su modelo y se insertó, reticente, en la sociedad y la política de la Restauración. Grabados, pinturas, relatos, historias... fueron elementos en los que Montejurra hizo acto de presencia para fidelizar y, en lo posible, como cauce para el proselitismo.
Frente a ello, desde el ejército se buscaba patrimonializar Montejurra, bien mediante el estudio de las batallas desarrolladas en la montaña, bien mediante una presencia constante a través de visitas y maniobras militares. Culminación de ello fue la visita que realizó al lugar Alfonso XIII en agosto de 1903, en la que dirigió el despliegue de las tropas. Supuso la incorporación simbólica de Montejurra al liberalismo a través del ejército. Sin embargo, esta apropiación no hizo que la imagen de la montaña estellesa quedara limpia de connotaciones negativas para el liberalismo, o que el carlismo renunciara a ella.
Durante la II República, la Comunión Tradicionalista comenzó a explotar de forma más sistemática el recuerdo de Montejurra, considerándolo un patrimonio imprescindible que sólo a ellos les era dado utilizar. Ya no era solamente el lugar de un recuerdo glorioso, sino una inspiración, un ejemplo dirigido a la juventud para la acción contra el régimen vigente. Se buscaba democratizar la memoria más allá de su uso erudito o elitista. La sociedad carlista debía asumir el legado, primordialmente vinculado al pasado guerrero, a la lucha contra los mismos enemigos que en 1833, 1808 o incluso que en tiempo de las cruzadas.
La solución planteada era Montejurra, la bélica, la de 1873, la que había rechazado a los republicanos del general Moriones a las puertas del sancta sanctorum de Estella, y habría de rechazar a los republicanos de 1931. Buen reflejo de esta actitud fue la constitución, el 25 de julio de 1936, del tercio de Montejurra, la tercera unidad militar carlista. Se mostraba con ello la continuidad de objetivos entre 1873 (incluso 1835) y 1936. Así quedó de manifiesto también a partir del 3 de mayo de 1939, cuando se inició la romería de Montejurra, como recuerdo de las guerras carlistas y reivindicación de la participación tradicionalista en la de 1936, así como el especial protagonismo navarro en ella, bien patente en el respaldo que otorgó la Diputación Foral a este acto.
Pese a ello, el ejército no dejó de lado el objetivo de incorporar la montaña a su propia memoria. Por decreto de 2 de diciembre de 1943 se procedía a una reorganización de unidades militares y el antiguo Regimiento Constitución pasó a denominarse Batallón Cazadores de Montaña Montejurra 20. Este cambio no se limitaba a una única tradición, pues recogía ambas, tanto la carlista como la liberal. Era el ejército triunfador en 1939 el que asumía la herencia del tradicionalismo y la de la milicia liberal.
Desde fines de los años cincuenta, la herencia tradicionalista del carlismo se vio cuestionada por sectores que buscaban la actualización y renovación. Una de las plataformas para la difusión de estas novedades fue tanto una publicación titulada Montejurra, como la propia romería, que a mediados de los años sesenta tuvo una repercusión considerable, tanto a nivel nacional como internacional.