Artista nacido en 1868 en Valladolid, según se manifiesta en su primera matrícula de estudios, así lo recoge su acta de defunción en el Hospital Saint Antoine de París (1940) y nunca se presenta a las becas y pensiones para vizcaínos, como ha indicado Xabier Sáenz de Gorbea en el año 2003. Mariano Gómez de Caso ha encontrado la partida de nacimiento en la capital castellana.
De sus primeras andanzas hay escasas informaciones, salvo que sube a la buhardilla de la calle de La Cruz, coincidiendo con Unamuno, para recibir clases de Lecuona, un modesto pintor local. Con trece años se apunta en la Escuela de Artes y Oficios de Bilbao y hace constar que es escultor. Aparece con el apellido Madrón y está bajo la tutela de su madre Adorina Granié, lo que puede indicar que no vive con su padre y que forma parte de una nueva estructura familiar.
El mismo año de 1881 se traslada a Madrid, donde permanece un año con el escultor Justo Gandarias en el taller de la Ronda de Atocha. Poco más se sabe hasta que en 1888 marcha a París con la ayuda del bilbaíno Cosme Echebarrieta, al que habría conocido por su relación con su hijo Ignacio, dos años menor que el artista. Lleva el encargo del Mausoleo del citado financiero. Durante 15 años se afanó trabajando en diferentes maquetas, hasta once proyectos que no llegarían a realizarse. Ya en torno a 1903, aparece el obelisco que existe en la obra del cementerio de Getxo, finalmente terminado hacia 1923. Un proceso muy largo para una obra realmente singular.
Francisco Durrio es el caso del artista que recoge inicialmente unas demandas estéticas y las continúa durante toda la vida, sin apenas apartarse demasiado de las primeras inclinaciones plásticas. En el París de fines del diecinueve se relaciona y vincula con el núcleo de artistas cercano a Paúl Gauguin, al cual sigue y del que es un amigo inquebrantable. Incluso, a la partida del artista francés para su último viaje a Tahití, le deja una importante nómina de piezas, las cuales trata de vender en más de una ocasión a las instituciones vascas.
Durrio adapta el finisecular sintetismo simbolista a la cerámica, una preocupación que le conduce a tratar de dar con un horno especial para la cocción de sus piezas, incluso en los últimos años sigue suspirando por conseguirlo.
Las condiciones de trabajo de los primeros tiempos le hacen desarrollar algunos bustos, junto a encargos como el de la familia Sota para el palacio de Ibaigane, donde plasma un programa icónico del mundo rural vasco que no se aleja demasiado de las humoradas bienintencionadas de José Arrúe. Pero el pulso creativo de Durrio vuela más alto y se relaciona con todo lo más granado del momento; Picasso incluido, al que ayuda y del que no entiende nada a partir de la evolución cubista. Su postura estética está más cerca del halago para los sentidos, del disfrute sinestésico del arte, así como de la plasmación de ideas relacionadas con las aportaciones de las grandes civilizaciones históricas, desde la oriental a lo egipcio. Sentido de la evasión que le proporciona un cierto distanciamiento de las normas clásicas. Un arte que en muchos casos no elimina la función, como ocurre en el importante trabajo de joyas que lleva a cabo o el proporcionar rostros de Cristo a los jarrones según deformaciones y colores caprichosos.
Durrio no tiene un catálogo de obra demasiado amplio, pero, sin embargo, realiza dos trabajos que por si mismos, están entre lo más importante que se hace en este tiempo. Ambas son obras de largo aliento temporal y de un programa iconográfico complejo y cargado de sentido.
El San Cosme de la tumba de la familia Echevarrieta es una de las más importantes aportaciones hechas en el campo de la estatuaria religiosa vasca en la primera mitad de siglo. Fechado entre 1903 y 1923, está situado en el interior de una cripta, aunque es visible desde la magnífica puerta de acceso, también obra del artista nacionalizado francés. La estatua refleja una intensidad verdaderamente febril. En actitud orante e íntimamente recogido, ladea su figura terriblemente delgada. Con el rostro demacrado se sumerge en la actividad interior, dejando constancia de la anatomía ligeramente alargada de la calavera. El artista trabaja la materia con total dominio insistiendo en los detalles anatómicos con sutileza y suavidad pero dejando constancia de una cierta descarga emocional. Su contenida impronta expresionista le aproxima a otros autores internacionales, como George Minne. El santo es un ser espiritual pero humano, como las figuras lánguidas y doloridas de Wilheim Lehmbruck. La anchura de la cabeza por la parte de arriba y su fino pulido recuerdan al busto de Baudelaire hecho por Raymond Duchamp Villon. La talla no rehuye el tratamiento de los volúmenes ni el de las texturas. La materia recoge con total plasticidad el eco de la sublimada representación.
Francisco Durrio es ante todo un maravilloso modelador y no se le conocen demasiados trabajos como tallista, más allá de las concreciones esquemáticas del pedestal del monumento a Arriaga. Bien posible es que habiendo hecho el pequeño San Cosme en plata, la pieza de mármol la hubiera realizado su discípulo Valentín Dueñas.
La puerta de acceso a la cripta de los enterramientos es especialmente interesante. Es de hierro forjado y tiene una estructura lineal, calada y muy etérea que, como una celosía, permite observar el espacio, deja entrar la luz y sirve para higienizar el lugar. En la parte de abajo hay una representación de sol radiante y vibrantes satélites. Y en el cuerpo mayor se distribuye una enorme tela de araña con mariposas atrapadas en la red. Por último, tiene una estrecha cancela arriba donde vuelve a mostrar seis mariposas de frente y con las alas desplegadas. En las jambas del marco hay igualmente otras referencias animales. El conjunto representa una visión frágil de una vida en la que, pese al agitado vuelo, el ser humano está atrapado y no puede escapar.
Existe otra verja igual en el Museo francés de Maubege, donde se encuentra desde 1956, tras exponerse en el Salón de Otoño de 1931. El metal no le fue ajeno pues llega a confeccionar unas interesantes y escultóricas joyas donde aloja distintas representaciones simbolistas.
Más problemática y compleja resulta la realización del Monumento a Arriaga. Su historia es harto rocambolesca pues transcurren veintisiete años entre la confección del proyecto en 1906 y la inauguración en 1933. Con motivo del centenario del nacimiento del músico en marzo de 1905 se aprueba en el Ayuntamiento de Bilbao una moción para erigir en el Arenal u otro paseo público un monumento alegórico que no exceda de las diez mil pesetas, luego se elevan a veinte mil. A tal fin se abrió un concurso público entre los artistas residentes en Bilbao o los que hayan sido becados por Ayuntamiento y Diputación, otorgándose un premio de 500 y dos de 250 pesetas, siendo los honorarios de la labor artística del orden de las 4.500 pías.
El proyecto de Paco Durrio llega fuera de plazo al concurso abierto por el Ayuntamiento, para celebrar el centenario del nacimiento del músico bilbaíno. El 20 de abril el jurado compuesto por Plácido Zuloaga, Juan Rocheit, Manuel Losada, Ricardo Bastida y Leopoldo Gutiérrez otorga el primer premio a la obra del artista afincado en París, segundo queda el banco de Nemesio Mogrobejo, siguiéndoles el boceto de Quintín de Torre, aunque estimando que sólo los dos primeros reúnen condiciones para ser realizados. Tras las protestas de Torre, se concede el tercer premio a Larrea, en acuerdo adoptado por la comisión después de visto el informe del jurado. Pero el trabajo no llega a realizarse en los plazos previstos y en 1914 queda archivado el contencioso, sin acuerdo posible entre las partes.
En 1931 se vuelve a retomar el asunto. Después de no pocos avatares va a encargarse a Valentín Dueñas, discípulo de Durrio y de acuerdo con él, la realización final del conjunto en su estudio de Madrid.
En el acto inaugural se entregaron unas cuartillas en las que se explica puntualmente el simbolismo del monumento: "La Musa del Arte eleva su queja al infinito por la muerte prematura del Genio. En señal de protesta golpea su seno con la lira, y de sus cuerdas brota el llanto que es acogido religiosamente por la máscara del basamento, símbolo de la eternidad que con sus sienes apoyadas en las manos que nacen del muro en actitud de tranquila meditación, devuelve a su vez, en lágrimas, su dolor.
Los frisos situados en la parte baja de la base, representan por los pájaros fijados en el pentagrama, la expresión viva del canto.
Los mascarones colocados en la parte posterior del monumento son, asimismo, dos grifos, representativos de la meditación que, al dejar caer el agua por sus bocas sobre la taza, produce, naturalmente, sonidos a manera de surtidores de inspiración". Es una obra dividida en dos partes muy diferenciadas. Los volúmenes de piedra que conforman el pedestal tienen claras reminiscencias egipcias, mientras que el bronce de la figura se inscribe en la síntesis simbolista e ideísta. Una obra espléndida y sinestésica, por la que la mirada lo mismo resbala por la superficie, que se detiene en el agua y es elevada hacia lo más alto.
Paco Durrio es un vasco de adopción por su formación y porque contribuyó como pocos al desarrollo del arte moderno de Euskal Herria, acogiendo a otros autores en París o trayendo obras de los más singulares creadores de la escena francesa. Importante animador cultural que no siempre encontró apoyo a sus solicitaciones, pero gracias a él, se puede admirar el Gauguin del Museo de Bellas Artes de Bilbao.
Muere en 1940, en el Hospital Saint-Antoine de París. Póstumamente su obra se exhibe en la muestra Escultura Vasca 1889-1939 celebrada en el Edificio San Nicolás del Banco de Bilbao en 1984 - 1985, Escultores y orfebres, en Bancaixa, Valencia (1994) y en Francisco Durrio y Julio González. Orfebrería en el cambio de siglo (Colecciones del MNCARS) en el Museo Reina Sofía de Madrid (1997).