El culto cristiano se estructura, a lo largo de la Edad Media, en torno a dos polos: Misa y Oficio. Algunas partes de estos dos ritos eran cantadas, y otras, recitadas. Tradicionalmente, se denomina "canto gregoriano" a la ejecución de las primeras, en honor al papa Gregorio I (590-604), a quien la leyenda atribuyó la invención de las melodías, y la fundación del coro papal en Roma.
Esta denominación conduce a considerar, erróneamente, toda la música de la Iglesia medieval como un corpus homogéneo y definitivo, cuando sucede que es posible distinguir diferentes repertorios regionales, tanto en la organización misma de los textos a declamar durante los ritos, como en la música que los acompaña.
Esta diferenciación litúrgico-musical se corresponde netamente con las varias unidades políticas que se fueron constituyendo tras la desintegración del Imperio Romano de Occidente. En todos los casos se trata de una música funcional, al servicio de una liturgia en latín, sin sentido de creatividad artística personal. Su ritmo se adapta, pues, a las peculiaridades del texto y, en consecuencia, es una música eminentemente vocal y monódica.
En la Península Ibérica consta la existencia de uno de esos repertorios específicos, desde los siglos VI o VII, denominado "visigótico", "mozárabe", o más adecuadamente "hispánico". Su desarrollo se vincula a los grandes centros urbanos de Toledo, Sevilla, Córdoba y Zaragoza, con las figuras de Isidoro de Sevilla (c. 560-636), Braulio de Zaragoza (590- 651), Eugenio de Toledo (m. en 657) e Ildefonso de Toledo (c. 610-667). El resultado es, por lo tanto, una liturgia muy diversificada, en la que predomina el oficio. Las melodías que acompañaban a sus textos figuran anotadas en la fuentes manuscritas desde el siglo X, por medio de signos neumáticos cuya lectura es actualmente imposible.
En el Concilio de Burgos de 1081 se decretó la adopción del rito romano en el reino de Castilla y León. Al resultar abolido así el rito hispánico, se perdió su tradición musical, ya que la nueva liturgia romana, difundida velozmente por los monjes de Cluny, traía sus propias melodías escritas en la llamada "notación musical aquitana". Se trata de una notación diastemática, y por lo tanto, fácilmente legible. Su repertorio es, en líneas generales, el mismo que se mantiene vigente hoy día entre los cristianos dependientes de Roma, pero en su versión del Mediodía de Francia. Abundan, por lo tanto, las ornamentaciones y todo tipo de tropos.
El repertorio romano básico, al que se sigue denominando "gregoriano", es de origen oscuro, ya que se trata del rito importado de la misma Roma a finales del siglo VIII por el Imperio Carolingio, pero completado con materiales autóctonos procedentes de la antigua liturgia gálica por Alcuíno de York (c. 735-804). Este heterogéneo conjunto regresó a su vez, a Roma, a partir de la segunda mitad del siglo X, cuando cesó allí la producción de manuscritos. Se constituyó así lo que más propiamente se ha denominado "rito romano-franco", configuración litúrgica que a partir de ese momento promovió la Iglesia con la finalidad de unificar los cultos cristianos. Esta no se logró, finalmente, hasta la Reforma promovida por el Concilio de Trento a mediados del siglo XVI.
Sobre la música litúrgica en territorio vasco anteriormente a la llegada del rito de Roma, casi no sabemos nada, o lo sabemos de manera indirecta. Las fuentes literarias relatan el viaje realizado en 1072 por los Obispos de Calahorra, Oca-Burgos y Álava, para defender ante el papa la pureza del rito hispánico. De los libros llevados a Roma con esta ocasión, se conserva en el Monasterio de Silos el Liber Ordinum de Albelda, que contiene lo correspondiente al oficio. Sin embargo, del resto de la producción monástica de manuscritos litúrgico-musicales, apenas quedan otros especímenes. Cuando aparecen nuevas fuentes, y directas, es hacia finales del siglo XII, y entonces, nos encontramos ya con las piezas del rito romano copiadas en notación aquitana. No se encuentra en el país ningún ejemplar de notación "in campo aperto", como erróneamente ha sido dicho. Hacia esas mismas fechas, en 1186, tenemos la primera noticia de la existencia de un coro de cantores en la Iglesia de Pamplona, y en 1199 consta la existencia allí mismo de un "dominus cantor secuencie", o especialista en el canto de secuencias. En 1206 se constituye la chantría, con expresas indicaciones de cómo llevar el canto del oficio divino y de la misa. Este último es el documento más explícito, y señala precisamente el momento en que con más fuerza se está extendiendo el canto gregoriano, no sólo en Navarra, sino incluso en el resto del territorio vasco, según muestran los fragmentos manuscritos en pergamino con notación aquitana que se han conservado. En algunos lugares, como en la misma Pamplona, se puede suponer razonablemente la existencia, en fechas anteriores, de prácticas litúrgico-musicales, hispánicas o romanas, pero la cronología inequívoca se sitúa a partir del período 1175-1225.
A partir de ese momento, las melodías gregorianas arraigarán tan tenazmente en el país, que incluso llegaron a influir sobre la canción popular en la lengua vernácula, tal y como mostrara el Padre Donostia, sobre todo para el medio rural. En los centros urbanos, como en la misma Pamplona, los cantores gregorianos se encontrarían pronto con la competencia de la capilla polifónica, y más tarde, de la música religiosa en lengua vulgar. El resultado es la coexistencia y mutua influencia de estos distintos tipos de música. Por su parte, la corte navarra del siglo XIV seguía en sus cultos, las costumbres litúrgicas de la Francia del Norte, importando de allí mismo libros y cantores. Salvo estos casos concretos, el País Vasco se mostró conservador de su herencia gregoriano- aquitana. Por ejemplo, conservó esta notación hasta bien entrado el siglo XVI, cuando ya se habían difundido nuevos sistemas de escritura más eficaces, como la notación cuadrada, semejante a la actual. De la noticia de su llegada, y de los conflictos originados con los que se sentían apegados a la anterior escritura, el teórico azcoitiarra Gonzalo Martínez de Bizcargui (c. 1460-1530) en su obra Arte de Canto Llano y Contrapunto y Canto de Órgano con Proporciones y Modos de 1511, reimpresa en numerosas ocasiones a lo largo del siglo XVI, incluso después de su muerte. El mismo fue autor de unas muy prácticas Intonationes para uso de los cantores, y que editó por separado en 1515 en Burgos. Contiene los tonos de Salmos, Benedicamus, Ite missa est, Seculorum de Antífonas, etc. En ese momento, el canto gregoriano, además de sufrir las influencias de la música polifónica, estaba siendo despojado de sus adornos y tropos, como muestran los fragmentos conservados de esa época en notación cuadrada. Por otro lado, algunos compositores vascos como Joanes de Anchieta, natural de Azpeitia (1461-1523), siguieron la costumbre generalizada de utilizar melodías gregorianas como "cantus firmus" de obras polifónicas religiosas.
A partir del siglo XVI, y durante los siglos XVII y XVIII, encontramos que los códices con caligrafía de pequeño módulo van siendo sustituidos por grandes libros de facistol o cantorales, más aptos que aquéllos para el canto colectivo. En ellos no es extraño encontrar fragmentos en polifonía junto a melodías monódicas (por ejemplo, en el "et incarnatus" del Credo), o piezas mensuradas junto a otras que no lo están. El Padre Donostia dió los nombres de algunos copistas de esta época, como Martín Ibáñez de Echevarría, Pero Ibáñez de Gamboa, etc., de los que desconocemos otros datos. Es también a partir del último cuarto del siglo XVI cuando, según las notas de gastos de las parroquias, llegan los libros impresos con las prescripciones litúrgico-musicales de Pío V, a través del breviario y misal correspondientes. Estos libros no siempre llevaban música, y se difundieron más entre las iglesias más pobres, que no podían costearse los cantorales manuscritos. Durante todo este período, el repertorio parece estancarse, continuando una existencia meramente rutinaria, y restringido a una audiencia que prefería los "villancicos" y otras piezas que, además de polifónicas y tonales, estaban escritas para cantarse en lengua vulgar.
Sin embargo, en el siglo XVIII encontramos a fray Andrés de Sostoa (1745-1806), franciscano en Aránzazu, citado laudatoriamente por Iztueta en el prólogo de sus Guipuzkoako Dantzak, y "famoso por sus composiciones en canto llano". Desgraciadamente, no se ha conservado ninguna obra de este tipo con su nombre, aunque se conocen tres copias de una Misa de Aránzazu que, a juzgar por su estilo, bien podrían atribuírsele. Consiste en las piezas del Ordinarium, y, aunque lleva la rúbrica de "sexto tono", se trata claramente de un Fa Mayor; la notación es mensural, y el estilo, predominantemente silábico.
En el siglo XIX, José Juan Santesteban (1809-1884), el "maisuba", publicó su Método Teórico Práctico de Canto Llano, animado de una cierta intención renovadora; pero su más importante obra en este sentido fue su Colección Completa de Misas, Vísperas, e Himnos de Canto-Llano, editada en fascículos a partir de 1866. No sabemos si todas las piezas son obra suya, y por otro lado, poco queda en esta colección de aquel gregoriano medieval, ya que figuran numerosos casos de polifonía. Su valor reside en que, con esta publicación, los antiguos cantorales pudieron desecharse. El verdadero impulsor de la renovación gregoriana fue el durangués Eustaquio de Uriarte (1863-1900) que, en una estancia en el Monasterio de Silos, conoció la obra de los benedictinos de Solesmes. A partir de este momento, adoptó el ideal de éstos, consistente en intentar la restauración del arquetipo gregoriano por medio del trabajo sobre los manuscritos originales más antiguos, para así liberar al canto religioso de todas las influencias externas a que había sido sometido a lo largo de la historia. Fruto de su entusiasmo fue el Tratado Teórico-Práctico de Canto Gregoriano según la verdadera Tradición (Madrid, 1890), verdadera apología de la reforma de Solesmes, en un momento en que todavía se estaba debatiendo con los partidarios de Ratisbona. A partir de la Edición Vaticana, y gracias a la influencia de la obra de Uriarte, se ha difundido la versión solesmense del canto gregoriano por todo el territorio del País Vasco. Pero, al período de euforia centrado sobre todo en torno a los Congresos de Música Sagrada, como el de Vitoria en 1928, ha seguido una interpretación restrictiva de las sugerencias del Concilio Vaticano II (1962-1965), a la que se debe la desaparición de estas melodías en la liturgia parroquial. La casi general ausencia de comunidades monásticas benedictinas en el país es, finalmente, otra causa de la ausencia real del gregoriano en nuestro país, con lo que solamente los coros aficionados (y éstos por razones musicales exclusivamente) mantienen viva su práctica.