Monarkia eta noblezia

Bonaparte, Napoleon (1991ko bertsioa)

Entrada en Bayona. Nos ceñiremos a la relación de la entrada del Emperador en Bayona, y al empleo de sus jornadas durante su estancia. Parte del servicio del Emperador había llegado ya a Bayona el 14 de abril de 1808, algunas horas antes que él. Para el alojamiento del Emperador se habían llevado a cabo grandes preparativos. Primero se pensó en la casa de Dubroc, situada en la calle plaza de Armas, pero la municipalidad abandonó la idea enseguida, para instalarlo en la casa del Gobierno, más tarde División Militar. Después, como se suponía que iban a faltar muchas cosas en las casas de la ciudad, donde iban a alojarse los principales personajes que formaban el séquito del Emperador, la municipalidad se apresuró a pedir a los habitantes manteles, ropa de cama e incluso servicios de mesa y candelas. El 16 de marzo el trabajo llegaba a su apogeo y con actividad febril se preparaba con todo esmero el palacio gubernamental, en el que debía alojarse el Emperador. Además, a fin de poder alojar al numeroso séquito de su Majestad, el Alcalde hizo pedir a los notables de Bayona, que tuviesen la bondad de prestar camas, muebles y otros objetos que pudieran resultar necesarios. Incluso se construyeron hornos y se aprovisionó la leñera. AL mismo tiempo un magnífico arco de triunfo fue levantado en la plaza del Reducto cuyos dibujos fueron ejecutados por Joseph Saint-Martin, ingeniero geógrafo. Los granaderos y los zapadores de a pie de la guardia habían llegado al puesto de Saint-Esprit, y pasaron el puente de madera que separaba este antiguo barrio de Bayona. La guarnición entera había tomado las armas para recibir dignamente a este escogido cuerpo del ejército. Los burgueses llenaban las calles, las plazas, las ventanas y gritaban como buenos franceses «Viva la vieja guardia». Finalmente llegó Napoleón el 14 de abril a las 9 de la noche. Una bandera había sido izada para prevenir su llegada a la ciudadela, en la que se había dispuesto una batería de seis cañones para lanzar las salvas; pero a causa de la oscuridad de la noche no se pudieron servir de esta señal. Otras tres baterías habían sido preparadas, una de tres cañones detrás del Château-Vieux, otra de cuatro cañones en el Reducto y la tercera de dos cañones en Allées Boufflers. La larga calle Maubec, la plaza Saint-Esprit, los dos puentes, los muelles, la ciudad entera, en una palabra, estaba alfombrada de flores y plantas y resplandecía bajo la magnífica iluminación; las campanas, a pesar de las prescripciones católicas del Jueves Santo, repicaron al vuelo, el cañón tronaba en las murallas, en la ciudadela, en el puerto y en los barcos, y en medio de este estruendo, de esta muchedumbre, de este estrépito, las aclamaciones se hacían oír, por momentos, sobre los otros ruidos. Esta marcha nocturna, a través de una pueblo casi delirante de admiración y curiosidad sería un espectáculo magnífico. Imaginémonos esos dos ríos en los que querrían reflejarse todos los resplandores; los navíos muy juntos, cuyos mástiles se erguían sobre el macizo negro de Allées Marines; todas las casas ricamente iluminadas, que dejaban ver en sus mil ventanas racimos vivientes de espectadores; las avenidas centelleantes, las largas filas de hombres y de caballos; imaginemos la algarabía de las bandas militares, de las campanas, de los cañones y de los gritos de júbilo; y si conseguimos evocar el aspecto de la ciudad, este rico cuadro expresivo y colorista, tendremos pintada a grandes rasgos esta jornada histórica. Cuando el cortejo imperial llegó a Ondres, la gendarmería de las Landas que con la guardia a caballo había servido de escolta se vio reforzada por varias brigadas, mientras que un escuadrón de coraceros, llegado de Bayona, cerraba la marcha. En lo alto de la cuesta de Saint-Etienne y a pesar de su voluntad, dicen los recuerdos de la época, el pueblo se precipitó sobre la berlina del Emperador y desenganchó los caballos para poder arrastrarla con sus brazos, haciendo Napoleón, de esta manera, su entrada triunfal en la ciudad. Llegó al arco de triunfo levantado por la comuna de Saint-Esprit, que era la última de las Landas. Y allí fue recibido por el alcalde y la municipalidad que le suplicaron les permitiera agregar una guardia de honor, perfectamente organizada, que fue admitida, para acompañarle hasta la mitad del puente. El cortejo precedido por la guardia de honor de Saint-Esprit, atravesó lentamente la ciudad magníficamente iluminada y engalanada; en las largas calles entre gran número de banderas de todos los colores, flotaban guirnaldas de laurel de las que colgaban coronas artísticamente tejidas. Toda la población, que seguía al cortejo o que estaba en las ventanas, daba demostraciones del más vivo júbilo. Los clamores redoblaron cuando el cortejo llegó hasta la plaza mayor, cuyas casas, la mayor parte de judíos, estaban perfectamente iluminadas y producían un gran efecto. Llegado al medio del puente, el prefecto de las Landas, que había acompañado hasta aquí al Emperador a caballo, se despidió de él y fue reemplazado por el prefecto de los Bajos Pirineos, general de Castellanne, que le recibió a la cabeza de la guardia de honor de a caballo de Bayona. Napoleón llegó así a la puerta del Reducto, donde fue recibido por la municipalidad y las autoridades bayonesas. Allí bajó del coche para montar a caballo y, al trote, tomó el camino que conducía a través de la ciudad hasta el palacio del gobernador donde se le había preparado su alojamiento.