Concepto

Nacionalismo e Ilustración

Sin lugar a dudas, la inmensa mayoría de los Estados que existen hoy sobre la faz de la Tierra son estados plurinacionales. La inagotable creatividad humana, las diferentes lenguas, culturas, ritos y tradiciones que persisten y conforman las diversas maneras en que nuestra especie se adapta, se comprende y se interroga, aparecen todas desperdigadas en los apenas 200 Estados que la ONU reconoce como soberanos. Indudablemente, estos Estados se han apropiado de la capacidad del nacionalismo para despertar sentimientos de lealtad y de pertenencia en una época marcada por las sacudidas de la industrialización, la necesidad de adaptarse permanentemente a las nuevas prácticas sociales y la sensación general de desarraigo. Las naciones, sin embargo, son una idea moderna, empiezan a germinar en el siglo XVIII y van adquiriendo su forma definitiva en el siglo XIX. No es, de hecho, hasta principios del siglo XX que numerosos países europeos impusieron límites a la inmigración, introdujeron la obligación de tener documentos de identidad, vincularon las reclamaciones sociales y profesionales al derecho de ciudadanía y acentuaron los antecedentes nacionales en la resolución de sus conflictos.

Llegados a este punto, resulta legítimo hacerse la pegunta de hasta qué punto el Estado-nación ha solucionado más conflictos de los que en sí mismo ha creado. Adviértase que el creciente reconocimiento al derecho de autodeterminación, especialmente acentuado tras la Primera Guerra Mundial, tuvo como efecto paradójico consolidar aún más este proceso de imposición de reglas nacionales a los individuos, al tiempo que excluía a determinados grupos del ejercicio de este derecho. En la práctica, el derecho de autodeterminación ha concedido el rango de Estados a unos colectivos culturales y lingüísticos concretos, mientras que otros han quedado reducidos a la condición de minorías. Esta solución, arbitraria por lo demás, ha desencadenado vigorosos esfuerzos por parte de los Estados para eliminar las ambivalencias dentro de su territorio, esfuerzos que en su momento más álgido han llegado a incluir desde las modificaciones de fronteras hasta los campos de exterminio.

La historia ha demostrado, en todo caso, que el Estado nacional triunfó porque era el instrumento conceptualmente más idóneo para la implantación efectiva de una modernidad liberal que, para bien y para mal, ha reorganizado la vida cotidiana de casi todas las poblaciones. Este proceso, desde luego, dista mucho de estar completo, y sus permanentes ajustes y modificaciones se aceleran en algunos aspectos mientras se estancan en otros. Como era de preveer, su éxito no ha desembocado en un paisaje armónico de Estados-nación, sino más bien en un confuso rompecabezas. Lo que hemos presenciado en los últimos dos siglos es la irrupción de estructuras políticas, Estados, que buscan su legitimación y son subvertidos desde dentro por un poder ideológico extremadamente efectivo, el nacionalismo.

Más sorprendente aún es el triunfo de esta configuración simbólica e institucional entre Estado y nación más allá de Europa; un triunfo, obviamente, que ha sido avivado por injerencias económicas y culturales de alcance global. Puede observarse este hecho tanto en la insólita formulación del sionismo como en las diferentes luchas anticoloniales, dirigidas por movimientos de liberación que se dieron a sí mismos el nombre de nacionales. En cualquier caso, la globalización económica, la homogeneización de las políticas y de las prácticas sociales y el juego de poderes internacionales alimentan, en los Estados, una tensión irresoluble entre independencia, interdependencia y dependencia a secas.

El viejo sueño ilustrado de una fraternidad universal se ha enrocado, así, entre Estados que se pretenden naciones, y pueblos y comunidades que fluctúan entre el parque temático y la desaparición. Mientras, la postmodernidad ha lanzado ya su propio desafío. El consumo masivo de bienes estandarizados, las nuevas redes comunicativas, los flujos migratorios de todo tipo, la uniformización de estilos de vida y una movilidad turística cada vez más estereotipada están estimulando en todo el globo una primera versión de lo que, acaso, pueda considerarse una identidad global. Aunque sus referentes simbólicos resultan a día de hoy tan superfluos como efímeros, está por ver qué despliegues futuros dará de sí este ensayo.