Joseph Maurice Ravel (Ciboure / Ziburu, 7 de marzo de 1875 - París, 26 de diciembre de 1937).
Maurice Ravel, o Joseph Maurice, nació en vísperas de la primavera de 1875 en plena tercera República. Ciboure (Ziburu) localidad pescadora y litoral comparte con Saint-Jean-de-Luz (Donibane Lohizune) una espléndida bahía al Atlántico. El actual Quai Maurice Ravel [paseo del muelle Maurice Ravel] inaugurado en agosto de 1930, transcurre, distinguido mirador, a lo largo del puerto. Allí se encuentra la Maison Estebania o "Maison Ravel", la casa natal de Mauricio. Porte señorial de estilo holandés que mira al mar desde el ligero chaflán del número 27 de este muelle, denominado por entonces Quai de la Nivelle (núm. 12). La discreta puerta trasera de la casa sigue dando al número 12 de la paralela calle Pocalette. Tras su flamenca silueta, destacada en el resguardado perfil costero, se esconden, se escondían las mismas estancias, las mismas alcobas donde, se aseguraba ya por aquel entonces, habría descansado el mismísimo Cardenal Mazarino de viaje para dar su bendición el 9 de junio de 1660 al casamiento del Rey Sol con la Infanta María Teresa, hija de Felipe IV e Isabel de Borbón y por tanto, hermanastra mayor de Carlos II. Hoy esta misma fachada al Atlántico ostenta una placa conmemorativa en recuerdo de aquel circunstancial natalicio, el de Maurice, y acoge la oficina de turismo local.
Una infancia feliz según consta, comenzaba así al borde del mar, en ese encuentro mágico de colores, silbos, sirenas y rachas de galerna con penetrante olor a salitre, en la linde entre la metáfora marina, frontal, abierta, dirigida al infinito lato y profundo, pelágico, al amanecer y al ocaso desvaídos del minucioso mundo raveliano e impresionista en general, un universo seductor de artificio y delicado gusto al margen del terruño materno, transpirenaico y folclórico.
El nacimiento de Maurice tuvo lugar un siete de marzo de 1875 inscrito en la eclosión romántica musical de finales de siglo. Muy pocos días antes, un mes exacto, también en siete pero de febrero, se inauguraba en París un flamante teatro de ópera diseñado por Charles Garnier. El que fue y es el emblemático Palais Garnier donde, por citar sólo un ejemplo, destacadísimo por su insólita difusión posterior, se estrenaría más de medio siglo después (el 22 de noviembre de 1928) la sensual y provocadora coreografía de su popular Boléro, "ballet de caractère espagnol" encargado por la bailarina y mecenas rusa, icono de la belle époque y amiga de Maurice, Ida Rubinstein.
Un año, este de 1875, que viera nacer allende nuestras fronteras a personalidades tan destacadas como el musicólogo bachiano, teólogo, médico y organista alemán, Premio Nobel de la Paz (1952) de Alsacia, Albert Schweitzer, en Lübeck al escritor y Nobel también (de Literatura, 1929), melómano de pro, Thomas Mann, al paladín de la poesía y prosa lírica en alemán, nacido en Praga, Rainer Maria Rilke, al médico suizo psicoanalista post-freudiano Carl Gustav Jung, pero que, igualmente, entregara algunos de nuestros intelectuales y escritores más brillantes de aquella generación, la del 98, que asumieran, en su trágica dicotomía, el horizonte sociopolítico y cultural resultante de la liquidación del imperio colonial, como el vitoriano Ramiro de Maeztu o el sevillano universal Antonio Machado.
Premonitoriamente, también en 1875, se datan las primeras exposiciones del grupo impresionista pero, sin lugar a dudas, este año se significa sobre todo por la muerte, en incipiente madurez - juventud se diría hoy - sin tan siquiera cumplir los cuarenta, de un ilustre de la música francesa: George Bizet. El destino quiso que su tránsito tuviera lugar en el Bougival, la "cuna del Impresionismo", el suburbio de París pintado por los Monet, Renoir o Sisley. Su obra más aclamada, Carmen, quizás la ópera más repuesta de la historia, se estrenó sólo cuatro días antes de nacer Maurice (el 3 de marzo de ese año) en el Théâtre National de l'Opéra-Comique de París. Distinguido coliseo que acogiera premières mundiales de páginas ejemplares de este periodo, como la controvertida de la ópera en cinco actos Pelléas et Mélisande sobre una pieza teatral de Maeterlinck de Debussy el 30 de abril de 1902, defendido entonces a capa y espada por una aguerrido tropa de cenáculos sabatinos: "Los apaches", camarilla de artistas donde profesara un Ravel de rebeldías de 27 años. Estreno harto conflictivo el de aquel Pelléas que contó con otro joven, nacido también en 1875, Pierre Monteux liderando la sección de violas. Personalidad francesa capital del podio, Monteux, asumió desde 1911 la dirección musical de los Ballets russes de Serguei Diaghilev y, por ende, de todas sus primicias mundiales como lo fueran las de Stravinsky, (13 de junio de 1911) y la memorable por visionaria y convulsa, de La consagración de la primavera en el Théâtre des Champs-Élysées el 29 de mayo de 1913.
Diaghilev, en París Serge, fue el empresario y fundador de esta pujante e influyente institución de la danza, acicate de las nouvelles vagues del momento y responsable de trascendentales encargos de ballets, como entre los citadas y por citar, la "sinfonía coreográfica", en este aspecto, el coreográfico, junto con Michel Fokine, Daphnis et Chloé de nuestro Maurice Ravel, presentada un 8 de junio de 1912 en el mismo Théâtre du Châtelet de París que había albergado un año antes el respectivo estreno de Petrouschka, con un carismático Vaslav Nijinsky en su papel masculino principal, o de Jeux, "Poème dansé" del año siguiente - 15 de mayo de 1913 en el Théâtre des Champs-Élysées, dos semanas antes del escándalo La consagración -, que fue la primera obra escrita expresamente para ser bailada, coreografiada también por Nijinsky, y última para orquesta de Debussy. Un Debussy, por cierto, que llevaba casi veinte años desde la première de la página suya que suele elevarse al hipotético privilegio de primera partitura musical impresionista: Prélude à l'après-midi d'un faune (1894), y que, ya por entonces, era una de las más recordadas recreaciones para la danza (en 1910) de un ubicuo y fascinante Nijinsky.
"Si me preguntan si existe en la música una escuela impresionista, debo decir que nunca asocié dicho término con la música. ¡La pintura, ah, eso es otro cosa! Monet y su escuela eran impresionistas. Pero en su arte hermana no hay equivalente."
[M. R., marzo de 1928; en Orenstein, 1989]
Es inevitable, por ambigua y paradójica voluntad raveliana, postular a éste como seguidor reverencial de la personal corriente estética comenzada por Debussy, sin embargo, y como ocurre con otras parejas de compositores forzadas por historias y equilibrios de cátedra, su singularidad es diversa y, en el caso del ciclópeo autor de Ciboure, dotada de un esforzado eclecticismo de tinte neoclásico e instrumentalmente virtuoso que le separa del primero y que le podría haber emparejado con otros contemporáneos, franceses o no. Un ejemplo lo podríamos tener a miles de kilómetros de distancia donde otro grande del teclado y de la composición, consumado pianista de fama internacional, director y creador, cumplía dos años en 1875, Serguei Rachmaninov. Ravel y Rachmaninov, pese al relativo sincronismo y algunas similitudes profesionales - piano, atril y mesa - y alfabéticas, entendieron de modo distinto su compromiso con una estética clásico-romántica agónica, a la que no renunciaron, ni uno ni mucho menos el otro.
La música impresionista de apariencia conscientemente vaga pero precisa en su concreción rítmica sobre el papel, fue empuñada por Maurice contra viento y marea, muy pronto, en una suerte de pose íntima y algo sarcástica, haciendo suyos manifiestos, obras y extraños de su más displicente y controvertido colega mayor que él, Debussy. Sin embargo, Ravel, relojero y orfebre de la estructura y del timbre, como renovado Bach del siglo XX, se empeñó en obtener aquellos resultados con abultada coartada académica. Los años de Conservatorio no cayeron en balde. Su alabado perfeccionismo retorcía la tonalidad heredada, tal y como se la transmitiera con oficialidad y rigor el más académico André Gedalge, conocido por tratados de contrapunto y fuga, pero, sobre todo, el modernista Gabriel Fauré, sucesor éste a su vez de Massenet en la cátedra de composición del Conservatorio de París, y con los años director.
Fauré fue el refinado patriarca de una longeva escuela, medularmente francesa, de exquisito gusto armónico y disposición marcadamente nacionalista. Escuela-Fauré de la que Maurice fuera aventajado alumno junto con personalidades como la célebre Nadia Boulanger que recogería su testigo pedagógico. En 1911, un joven de dieciocho esperaba sentado con una carta de recomendación de Granados en la mano en la puerta de su despacho, su respetable despacho de director del Conservatorio. Le pudo su timidez y se marchó. Este joven que, sin embargo después hiciera gala en su música, de aquellas mismas delicadeza y severidad, era Federico Mompou. Una academia por tanto disciplinada y austera, honesta en sus planteamientos a priori estéticos y estructurales que Ravel, con sobrada maestría y no poco esfuerzo, hiciera confluir en el difícilmente clasificable, personal, y queramos o no, post-romántico y patrio, movimiento impresionista francés que se impuso antes en las artes plásticas.
Honestidad escolástica que le permitió realizar obras de hechura menos singular en relación a su forzado compañero de generación Claude Debussy, pero probablemente más sólidas, a menudo más complejas técnicamente y, paradójicamente, más libres en lo que se refiere al uso sistemático en Debussy de pintorescas y exóticas escalas pentatónicas o de tonos enteros, o bien de elementos retóricos simplistas sustitutivos de la forma. Tras el estreno de su tempranera "obertura fantástica" de una ópera no realizada, Schéhérazade, bajo su dirección en la Société Nacionale el 27 de mayo de 1899 afirmaría Ravel con su calculado sarcasmo, que estaba tan llena de escalas de tonos enteros que ya había escrito "más que suficientes para toda su vida". Así, el leve subterfugio basado en la repetición, la sistemática bionomía debussista, con o sin el gastado efecto de eco, en Ravel debía tener siempre dirección tonal intrínseca más o menos artificiosa. Una imposible quimera, por otro lado eterna, que equilibra tradición y modernidad. El propio Ravel nos refiere su definición a propósito de sus Miroirs, en las páginas dictadas a su alumno y amigo Roland-Manuel, presentados ambos en octubre de 1928 por el inefable pianista del cabaret Chat noir, personalidad controvertida y venerada por Maurice, su alter ego, Erik Satie. Este testimonio, bajo el título genérico de Esquisse autobiographique, apareció publicado en el número extraordinario de La Revue Musicale de diciembre de 1938 con motivo del primer aniversario de el fallecimiento de Ravel.
"Miroirs [Espejos] se encuentra entre las obras incluidas en el movimiento conocido como impresionismo. No voy a contradecir esta acepción si se toma por analogía. Analogía furtiva pues el impresionismo no parece tener un significado preciso fuera de la pintura. En todo caso, la palabra espejo [miroir] no debe sugerir un deseo mio de postular una teoría subjetivista del arte."
(M. R.: E. a., 1928)
Sus padres, que se habían conocido en Aranjuez, tenían ascendencias diversas, por línea del musicalmente cultivado ingeniero suizo Joseph (Ravex, Ravet o Ravez según ortografías propias) su padre, de Suiza y de la alta-Saboya (Collonges-sous-Saleve) territorios éstos recién recuperados para Francia en 1860, y vasco española por parte de madre, Marie (Deluarte o Delouart) y muy pronto, el verano de este mismo 1875, decidieron instalarse en la capital, París. Maurice, por cierto, no volvería a su lugar de origen hasta nada menos que los veinticinco años, aún con resabios del Conservatorio Nacional y en vísperas de su disputado "affaire Prix de Rome".
Allí, en París, entró en su Conservatorio con catorce, en 1889, el mismo año de la celebérrima Exposición Universal, de París, que tanta trascendencia tuvo para el devenir artístico de décadas posteriores, en el encuentro de oriente y occidente. Sólo dos cursos después el joven Maurice accedió a las clases de piano de Charles de Bériot, ejecutante y pedagogo con insigne ascendencia hispana, hijo nada menos que de la famosa cantante "la Malibrán". Y es precisamente en estas clases donde surgiría una de sus amistades más longevas y fecundas, amistad hispana, Ricardo Viñes. Este pianista ilerdense, ilustre dedicatario de las Noches de Falla y maestro después de Poulenc, nacido igualmente en el año de 1875 - se llevaba con Maurice un mes escaso - fue tan buen intérprete como amigo y confidente de Ravel, estrenando, en París: el Menuet antique a él dedicado en la Sala Érard (18 de abril de 1898), la popular y desdeñada por su autor - "Velázquez visto por Liszt" [Jankélévitch] - Pavane pour une infante défunte y los brillantes Jeux d'eau en la Sala Pleyel (5 de abril de 1902), Miroirs en la Érard (el 6 de enero de 1906 en concierto de la Société Nationale), página ésta donde Oiseaux tristes está a él dedicada, y, por último, el "tour de force" pianístico Gaspard de la nuit (9 de enero de 1909 con idénticos organizador y sala que en Miroirs), tríptico infernal cuyo último y endiablado suspiro, Scarbo, trataba de empequeñecer las formidables dificultades técnicas planteadas en la "fantasía oriental" Islamey (1869) de Balakirev cuarenta años antes.
Con él, Viñes, y con otros artistas y allegados del mundo del arte, la literatura y la crítica, músicos o no, como su primer alumno Maurice Delage, el compositor Florent Schmitt, el crítico musical y cinematográfico Emile Vuillermoz, el poeta Léon-Paul Fargue, el escritor de origen griego Michel Dimitri Calvocoressi, el pintor Paul Sordes - "...une sorte de Ravel de la palette" según otro cofrade y poeta Tristan Klingsor - entre otros, conformarían la curtida Société des apaches en plena belle époque, desde 1900 hasta su desarticulación con los estragos de la Primera guerra mundial: "Attention les apaches!". Su himno, si pudiéramos llamarlo así, nos avisa de la devoción, relación de ida y vuelta, del París de principios de siglo con la Rusia zarista y viceversa, pues, a propuesta del propio Ravel, no era sino el primer tema de la Segunda sinfonía de Borodin. En Miroirs Ravel dedica cada pieza a un miembro "apache" a modo de tributo personal. Ciclo pianístico compuesto entre 1904 y 1906, en el que dos de sus páginas más afortunadas pasarían por su hábil mano de orquestador: Une barque sur l'océan (en 1906) dedicada a Sordes y la llamada por vitalidad y algarabía "La Petrouchka andaluza" [Jankélévitch]: Alborada del gracioso (en 1919) dedicada a Calvocoressi. El resto de dedicatarios "apache" son Fargue en Noctuelles, su Delage en La vallée des cloches sin olvidar Oiseaux tristes, ya citada, dedicada a Ricardo.
"La visión no se reconoce a sí misma hasta que viaja y encuentra un espejo donde poder identificarse."
[M. R.: Noctuelles de Miroirs. Cita del Julio César de Shakespeare]
Precisamente fue Ricardo Viñes, también con ligero prurito de compositor recordemos sus Deux hommages (a los compositores Séverac y Satie), quien consta a su vera en dos ocasiones compartiendo sus primeros fogueos, lecciones y citas con sus admirados maestros. Así, a sus incipientes dieciséis años, 1891, plena adolescencia, interpretaron los Tres valses románticos para dos pianos en presencia de Emmanuel Chabrier, su autor que, en aquel momento, entraba en la cincuentena o, ya en el emblemático 1900, intermediara Ricardo entre la compuesta pareja impresionista, invitando a Maurice a la casa de Debussy, doce años largos mayor que él. Pareja, sí, mas independiente, pues sus disímiles naturalezas no dieron lugar a mayores lazos, la corriente francesa recién nacida no era sino la exacerbación en clave modernista "chez Paris" del individualismo romántico de raíz centroeuropea. En este sentido el mundo eslavo y la Rusia contemporánea e imperial en particular, el ilusorio barniz asiático, como la España racial, rural y folclórica eran socorridos desahogo y fuente de auténtica inspiración artística.
Con Satie, sin embargo, personaje inclasificable, refractario a corrientes, escuelas y círculos musicales conformes, el encuentro se concretó a instancias de Joseph, su padre, en el conocido café parisién La Nouvelle Athenes. Maurice mantuvo desde entonces una sentida deferencia hacia aquél que se tradujo en la dedicatoria de Bon Maître (1913) último de sus Tres poemas Stéphane Mallarmé, e incluso llega a remedar su estilo incauto, cliché y suspenso en alguna de sus canciones, en Ma mère l'oye o, bordeando ya un neoclasicismo de otro calado, en el Concierto en sol. Asociación ésta Ravel-Satie que no siempre le supuso una buena reputación, al decir de su aventajado alumno, pianista y pedagogo Alfred Cortot.
Un clan anti-modernista imperaba en el Conservatorio, comandado por su director, el compositor y, ante todo, organista Théodore Dubois lo que supuso para Maurice Ravel un sistemático varapalo académico, aquel obstinado rechazo para el codiciado Premio de Roma: "el caso Ravel". Fracaso que, mutatis mutandis y saltando en el tiempo, le ligó sin quererlo a otro grande de la composición, de la orquestación y del ensayo francés: Hector Berlioz. Cuando en 1905 accediera a la dirección del Conservatorio su maestro y valedor Fauré, a quien hasta aquel momento, un aún joven Maurice había dedicado dos de sus obras más personales, sus Jeux d'eau para piano y su Cuarteto, era demasiado tarde. Fue segundo - premio compartido - en la convocatoria de 1901 con la cantata Myrrha, por detrás de André Caplet, primero, y "ex aequo" con Gabriel Dupont. En suma una retahila de concursos y fiascos, salvo elogios de pasillo registrados a personalidades de la talla de Camille Saint-Saëns, con la guinda, y relativo escándalo consecuente, de una sonora descalificación por exceso de edad en la última - por semanas, eso sí -. Sin embargo, se ha dicho, no sin razón, que esta decepción le procuró más celebridad que el haber engrosado la lista de ilustres premiados, a tenor del desagravio posterior.
"El Sr. Ravel puede llamarnos bomberos [pompìers] si así lo desea, pero no nos va tomar impunemente por imbéciles" (Miembro de la sección musical del Instituto de Francia bajo cuyos auspicios se organizaba el Prix de Rome, en la descalificación de 1905.)
[Jankélévitch: 1995]
Tras este affaire la vida profesional de Ravel da un vuelco espectacular, rodeándose de una aureola de prestigio de la que ya no van a poder sustraerle más. Una vorágine de acontecimientos que coinciden con la madurez compositiva de sus grandes obras de concierto y sinfónicas, algunas ya mencionadas así como sus escarceos, menos recordados ni valorados, con la interpretación tanto al podio como sobre el teclado. En paralelo, su amplio y sustancioso catálogo de orquestaciones de obras propias y ajenas son tan apreciadas como sus propias composiciones. El caso de las incursiones en la sufrida música de Moussorgsky es uno de ellos, con especial mención de sus celebérrima versión de los Cuadros de una exposición (1922) originales para piano, encargada por Serge Koussevitzsky o antes con la ópera Khovantchina (1913) realizada en colaboración con Stravinsky, pero también con músicas de Schumann (Carnaval, 1914), de su admirado Chabrier (Menuet pompeux, 1918), de Debussy (Sarabande et Danse, 1923) o de Chopin (Estudio, Nocturno y Vals de 1923). Y es que la habilidad de Ravel en este campo adquirió una destreza sublime. No en vano algunas de sus orquestaciones, como ocurriera antes con las de Rimsky-Korsakov, han llegado a substituir durante décadas, para bien o para mal, mejor en el caso del francés que en el del ruso, las obras originales de base. Una técnica, la de la orquestación moderna y contemporánea, que tuvo su gran pionero en la Francia romántica de netos tintes filogermánicos pero de no menor personalidad, con el citado Berlioz, pasó luego a la Rusia colorista y exótica del afamado Conservatorio de San Petersburgo, para volver a su origen galo.
Desde el ejercicio perdido, Movimiento de sonata de 1888, para los cursos de Charles-René, primera obra referida en catálogo, hasta Miroirs (1905) su producción tiene como protagonista indiscutible la música para piano, ya sea ésta a solo, mayormente, ya sea a cuatro manos (como en la "obertura fantástica" Schéhérazade que recibiera dos orquestaciones "similares pero no idénticas" así como, después, una obra homónima) o bien como acompañante obligado de la voz en ciclos de canciones. La ópera Olympia inspirada en el concurrido relato fantástico Der Sandmann de E. T. A. Hoffmann y recuperada parcialmente para L'Heure espagnole, y las cantatas frustradas realizadas para el Premio de Roma, en algún caso perdidas como Callerhoe (1900, perdida), Les Bayadères (1900), Tout est lumière (1901), Myrrha (1901), Semiramis (1902), La nuit (1902), Alcyone (1902), Matinée de Provence (1903), Alyssa (1903) y L'aurore (1905) son sólo salvedades en este cuadro pianístico, eso sí con la capital excepción de su esencial Cuarteto en fa mayor de 1903 que ya "refleja una preocupación definida sobre la estructura musical" [M. R.: E. a.,1928]. Fascinación pianística que nace como corolario de su concienzudo adiestramiento al teclado. Formación ésta de común exigente a la que dedicara tanto esfuerzo, como nos refiere la propia Margarite Long, ya en su último periodo de vida [M. Long, 1971], y que le emparenta con los grandes compositores para este instrumento, rey del diecinueve, en ese perfil post-romántico extenuado, agónico y levemente expresionista de entre siglos y que repercutirá al veinte, de los Scriabin, Busoni, Casella y, sobre todo, el citado Rachmaninov.
La relación exhaustiva de las obras de Ravel, aún en su autoexigente acotación, es notable y mezcla ejercicios para compromisos diversos resueltos con maestría y orquestaciones, con obras personales como las citadas; entre estas últimas, las más personales, podemos referir las incipientes Ballade de la reine morte d'aimer (1894), la - "très rude" - Sérénade grotesque (1894), la Habanera para dos pianos (1895, estrenada también por Viñes y Marthe Dron en la Sala Pleyel en marzo de 1898) y, sobre todo, el citado Menuet antique (1895) para luego converger en sus imprescindibles Pavane pour une infante défunte (1898, orquestada en 1910), los "très doux" Jeux d'eau (1901) y la exquisita aún circunstancial, originalmente fue una página para presentarse a un concurso menor, Sonatina (1903-05).
Tras 1905, se acrecentó su proyección de forma imparable, especialmente en los últimos años, tanto como compositor como, incluso, como legítimo intérprete de sus propias obras sin llegar al, codiciado por él mismo, nivel de otros virtuosos de su tiempo. Su interés va a dirigirse a otros géneros, y así, con la única excepción del religioso, cubrió todos ellos. Sin embargo, nunca dejará de componer para piano ya sea exacerbando sus aspectos técnicos más arduos como en la diabólica melodía de Ondine, armonía de Le Gibet y ritmo de Scarbo, los "trois poemes pour piano a deux mains d'apres Aloysius Bertrand": Gaspard de la nuit (1908), escolástico en su respuesta al compromiso con la Revista del la S.I.M.[Sociedad Internacional de Musicología] con el Minueto sobre el nombre de Haydn, parco y conciso con la "poesía de la niñez" de Ma mère l'oye para el más doméstico piano a cuatro manos, estrenada en el concierto inaugural en 20 de abril de 1910 de una recién formada Société, oposición de la más conservadora y franckiana Nationale: Société Musicale Independante, S.M.I., dirigida por Fauré (fue orquestada el año siguiente y conformada como ballet con añadidos en el 12), estilizando con elegancia y distinción en los Valses nobles et sentimentales (1911, estrenada en la S.M.I. y orquestada en el 12), con ellos, Valses, diría Debussy: "C'est l'oreille la plus fine qui ait jamais existe", pero también inquieto y abandonado a la parodia de À la manière de... estrenado por su alentador, Casella (1912): alla Borodin - un Vals - y alla Chabrier - una Paráfrasis sobre un aria del Fausto de Gounod - , o en Le tombeau de Couperin (1914-17, orquestada parcialmente en el 19) a vueltas con la pericia técnica en su Toccata y para culminar, con sus dos grandes obras de concierto solista, compuestas curiosamente a la par (1929-31): El Concierto para la mano izquierda en re mayor escrito para el malogrado pianista vienés Paul Wittgenstein y el soberbio Concierto en sol mayor que él mismo quiso llegar a tocar al piano en su estreno, aunque a la postre hubo de conformarse con la dirección de la Orquesta Lamoureux en la citada Sala Pleyel (14 de enero de 1932); en su lugar, al teclado estuvo la objeto de la dedicatoria del Concierto, Marguerite Long.
"Nunca he necesitado enunciar, ni para mí ni para otros, mis principios estéticos. Si tuviera que hacerlo, pediría permiso para emplear la sencilla afirmación de Mozart al respecto. Él se limitó a afirmar que la música puede emprenderlo todo, puede arriesgarse a todo y pintarlo todo, con tal prodigio que, al final, subsista siempre la música".
[M.R.: Esquisse autobiographique, 1928].