El 13 de septiembre de 1923, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera accedió al poder mediante un golpe de Estado que puso fin al sistema de la Restauración propiciado por Cánovas desde 1876.
Este régimen se encontraba en 1923 completamente desprestigiado y desde amplios sectores de la opinión pública se demandaban soluciones drásticas bien encaminadas hacia una mayor democratización del mismo o bien al establecimiento de un gobierno fuerte, autoritario. Si son innegables los esfuerzos reformistas del Gobierno de concentración liberal encabezado por García Prieto -una moderada reforma agraria, la democratización del Senado, la supresión de la enseñanza religiosa obligatoria, la legalización de las organizaciones obreras, etc.- no es menos cierto que éste tuvo que afrontar serias dificultades derivadas de los múltiples problemas que acuciaban al país y que, a la postre, determinaron su fracaso.
Las convulsiones sociales, centradas primordialmente en Barcelona, provocarían un progresivo acercamiento de la burguesía catalana a Primo de Rivera para que acabara con el terrorismo y los movimientos huelguísticos.
La guerra de Marruecos afectaba sobremanera a una sociedad dividida entre quienes, agobiados por un conflicto bélico que genera una auténtica sangría humana y económica, propugnan la tesis abandonista y quienes defienden no sólo el mantenimiento de España en la zona sino que están dispuestos a continuar la guerra hasta sus últimas consecuencias.
Por último, el asunto de las responsabilidades -tras el desastre de Annual de 1921- auténtica horca caudina de la clase política española y que, si ya ocasionó la caída del gabinete conservador presidido por Sánchez Guerra en diciembre de 1922, ahora profundizaría el deterioro en las relaciones entre el poder ejecutivo y los altos mandos militares.
Además, el Gobierno demostró signos de debilidad cuando se retractó de su promesa de reformar el artículo 11 de la Constitución sobre la libertad de cultos ante las presiones ejercidas por la jerarquía eclesiástica y grupos políticos conservadores y ante el desacuerdo de algunos miembros del gobierno.
Las elecciones de abril demostraron no sólo la vigencia de las habituales prácticas fraudulentas sino que se caracterizaron por una aplicación extraordinaria del artículo 29, como hasta entonces no se había conocido.
La creciente importancia de los nacionalismos radicales vasco y catalán, especialmente el primero con su sector aberriano, contribuiría, con el conjunto de factores antes mencionados, a crear una atmósfera propicia al establecimiento de un gobierno autoritario.