Maestro espiritual y escritor eclesiástico justamente considerado como uno de los padres de aquel movimiento de reforma, que es conocido como Jansenismo. Jean-Ambroise Duvergier de Hauranne nació en 1581 en Bayona, murió en París el 11 de noviembre de 1643
Descendiente de una familia gascona y vasca que mediante el negocio se había elevado a la opulencia y a detentar los primeros puestos de la administración local. La historia de la villa del Adour registra la intervención de su padre Juan, hacia 1574, en favor de los Sorhaindo, contra los de la Liga, contra el obispo Maury y los religiosos.
Por lo que se ve, la preocupación absorbente de los intereses materiales y un legalismo sincero habían conducido a esta burguesía a ponerse a favor del partido de los políticos y a separar, como en compartimientos estancos, la vida social y las prácticas del catolicismo. Ello no es obstáculo para que se considerase sinceramente afecta a la Iglesia, de la que solían solicitar ayuda en forma de ricos beneficios que le consintiesen mantener el rango familiar. Es así que el 5 de febrero de 1596 vemos a Jean Duvergier, padre de una tropa de trece hijos, haciendo tonsurar, a sus diez años, a Jean-Ambroise que recibió en contrapartida una prebenda cerca de su villa natal. Subdiácono en 1597, lo vemos estudiando en el colegio de los Jesuítas de Agen, sin duda el mejor de todo el Sud-Ouest. Conseguido el grado de maître és arts en la Universidad de París (1598-1600), pasó a estudiar teología al colegio de los jesuitas de Lovaina, siguiendo en esto, según parece, el consejo de su protector Bertrand de Echaux, nuevo obispo de Bayona y privado del rey Enrique IV, que favorecería también a las letras vascas en la persona de Axular. En Lovaina tuvo como prefecto de estudios a Léonard Lessius, como profesor de Sagrada Escritura al célebre Cornelius a Lapide y de teología al suareziano Marc van Doorne, que en abril de 1604 presidió su defensa de tesis en "todo el campo de la teología", siendo uno de los asistentes el famoso Juste-Lipes.
A partir de junio de 1604 lo vemos nuevamente en París, dedicado de lleno al estudio de la teología escolástica, siendo oyente de N. Isambert, de A. Duval, de Ph. de Gamaches y de Ph. Cospéan. A esta sazón podía ya enorgullecerse el futuro abad de Saint Cyran de contar con "ventajosísimas relaciones con personajes eminentes de una gran nombradía en una y otra ciencia". Vuelto a Bayona en las postrimerías de 1606, recibió de Bertrand de Echaux una canonjía que, garantizándole una gran libertad, le permitía el poder adentrarse en el anchuroso campo de la literatura y teología patrísticas. Le ayudó en este empeño Cornelius Jansenius, estudiante de Teología en Lovaina, al que conoció en 1609. Para asociar mejor sus esfuerzos, vivieron juntos en París y en Bayona entre esa fecha y 1616. Si no pudieron desentenderse de las grandes cuestiones que aquejaban a sus coetáneos (tal, la controversia antiprotestante y la epidemia demonológica que bajo la forma de brujería asolaba por entonces la Laburdi natal), se centraron con preferente interés en el estudio de la Biblia y de sus legítimos intérpretes, los Santos Padres. No hay, sin embargo, trazas de que el Duvergier de este periodo haya roto con el humanismo de sus primeros maestros: los libros que publicó por entonces demuestran todo lo contrario. Así, en la Question royale (1609) defiende y exalta el suicidio por patriotismo, arrancando de la concepción orgánica de la sociedad, que fue común a los estoicos, Aristóteles y Santo Tomás. Un vivo amor del soberano inspira asimismo los versos latinos que el canónigo bayonés publicó en 1611 bajo el título de Henrici Magni Infandum Funus. En la Apologie pour M. de Poitiers (1615) sostiene el derecho de los eclesiásticos a recurrir a las armas en caso de necesidad y, tras plantear el problema esencial de si el ideal del Evangelio y de los primeros cristianos es actualmente compatible con la vida en el mundo, responde formalmente que la Iglesia ha tenido sus edades y sus estaciones como el resto de las repúblicas, hallándose como se hallan sus leyes condicionadas por la diversidad de los tiempos, y que sólo las virtudes naturales, entre las que se cuenta como primera la valentía, pueden conservarla en la actualidad. El futuro abad de Saint-Cyran va hasta a glorificar a las más sagaces de las Órdenes de los últimos tiempos, que "mediante una moral atrayente han retraído del vicio a los culpables", haciendo suyas, por lo demás, las peores imprudencias de los taxistas en materia de dirección de intención, los duelos, la usura o la simonía.
Pero no estaba lejos el momento en que la grave crisis de conciencia que había producido en el bayonés la constatación aguda de la oposición existente entre la disciplina de la Iglesia primitiva y el espectáculo de mundanidad ofrecido por el clero de su tiempo, se resolvería en drásticas decisiones. Estas fueron precipitadas, al parecer, por las dificultades que encontró en su carrera y por la grave crisis moral y fisiológica que provocaron en él. Recibido en 1615 como "doméstico" por el obispo de Poitiers H. de La Rocheposay, uno de los eclesiásticos más cultivados de Francia por entonces, y provisto de una canonjía en Poitiers y del priorado de Vouneuil, Duvergier se enzarzó en dolorosos altercados con sus nuevos cohermanos que lo miraban como a un intruso. Para hacer más firme su posición, se hizo ordenar de sacerdote en junio de 1618. En realidad, se trataba de un paso seriamente madurado, que ha de ser interpretado como el inicio de una conversión auténtica y de efectos duraderos. En 1620 Duvergier recibía de La Rocheposay la abadía de Saint-Cyran en Brenne, cuyas 1800 libras anuales de renta le aseguraban una absoluta libertad de movimientos. Pero el nuevo abad comendatario permaneció todavía un año en Poitiers, donde conoció al Padre de Condren, a Robert Arnauld d'Audilly, influyente cortesano, y al célebre Pierre de Bérulle, que desempeñaba asimismo un importante papel político (1620). Al siguiente año se estableció en París, en el monasterio de Notre-Dame, donde, valiéndose de sus influyentes amistades, empezó a brillar muy pronto y a recibir ventajosos ofrecimientos. Pero Saint-Cyran recordaría a su buen amigo Robert d'Andilly, su introductor ante los medios cortesanos, que no se puede servir a dos señores. En este orden de cosas, el abandono que el bayonés hizo de su patrimonio en beneficio de su hermano más joven Charles culmina una evolución que presenta los caracteres de una primera conversión (1622). Sus propósitos en este sentido se vieron afianzados por su trato con San Vicente de Paúl, la Madre Angélique Arnauld y, sobre todo, el referido Pierre de Bérulle, cuya poderosa influencia permitió a los gustos contemplativos del abad desarrollarse plenamente en espiritualidad.
Fue en las diarias conferencias que a lo largo de casi todo el año 1622 mantuvo con el célebre cardenal donde se formó el pensamiento religioso de Saint-Cyran: el filosofismo humanista de sus primeros escritos dejaría paso para el resto de su vida a un teocentrismo fundado sobre la adoración de la grandeza divina, un cristocentrismo augustiniano y una teoría del Cuerpo Místico afín a la de Harphius, a lo que se añadirían en la práctica la nostalgia de la Iglesia primitiva y de la teología de los Santos Padres, la glorificación del episcopado y del orden sacerdotal frente a las Ordenes Religiosas, una ascesis severa, pero ungida de un "optimismo extático". En contrapartida, el bayonés demostró de mil maneras su agradecimiento al maestro, rompiendo mil lanzas por él siempre que su ortodoxia fue atacada o puesta en duda. Así, escribió una apología en favor de Voeux de servitude, sosteniendo la ortodoxia de su contenido doctrinal, y cuando el Discours de l'état et des grandeurs de Jésus fue objeto de los ataques de los jesuitas bajo la pluma del P. Garasse, Duvergier salió valientemente a la palestra con una Somme des Fautes du P. Garasse en 4 vols. ( 1626-1627), en la que, aparte de poner de resalto diversas otras lagunas de la obra del P. Garasse, aparece -como primer episodio notable de una campaña contra el laxismo que culminará en Les Provinciales- la acusación de haber pervertido la ética cristiana. Es más, cuando Bérulle muera prematuramente en octubre de 1629, el abad tomará a su cargo la defensa de las múltiples riquezas de la herencia de aquél del que ha sido considerado como el alter ego. De hecho, fue Saint-Cyran el que salvó al Oratorio de Bérulle cuando, en los años siguientes a la muerte de éste, se vio, desprovisto de constituciones y desgarrado por tendencias divergentes, abocado a una inminente disolución. Nuevos episodios de la defensa del berulismo deben ser consideradas asimismo sus obras Vindiciae censurae facultatis y Assertio epistolae episcoporum (1632), con las que, bajo el nombre de Petrus Aurelius, trató de salir al paso de los que afirmaban la superioridad del estado regular sobre el sacerdocio y la Jerarquía. En fin, será la defensa de las ideas oratorianas lo que lo empujará todavía a romper una lanza en favor del Chapelet secret de la Madre Agnés Arnauld (1626) con dos obras anónimas, una Apologie de la obra (1634), que tuvo gran éxito, y una Réfutation de l'Examen que en 1634 escribiera contra el Chapelet Secret el P. Binet.
A estas alturas, Saint-Cyran se hallaba en el apogeo de su fama y de su influencia. Grandes señores, cortesanos, hombres famosos en las armas, gentes de letras como Hugo Grotius o Guez de Balzac, eruditos eclesiásticos de París y de Lovaina, doctores de teología y grandes dignatarios eclesiásticos, sobresalientes por su ciencia, su rango o su piedad, varones apostólicos de la talla de un H. Charpentier o San Vicente de Paúl, se contaban entre sus admiradores. Mantenía asimismo las mejores relaciones con las Ordenes reformadas que le debían no pocos servicios, gozando también de gran estima e influencia en Port-Royal y siendo incluso consultado por Santa Juana de Chantal. Pero no todo era veneración y estima. Con su natural combativo se había granjeado también no pocos enemigos, sobre todo entre las filas de los regulares, hipersensibilizados por el clima de desconfianza y de rencillas entre los diversos estados reinantes. Así, tuvo sus pequeños roces con el célebre P. Joseph y con su en un tiempo amigo obispo de Langres, S. Zamet, así como con diversos regulares, jesuitas sobre todo. De hecho, algunas proposiciones paradoxales de Saint-Cyran sobre la confesión y la comunión corrían el peligro de ser apuradas en exceso por sus discípulos más celosos, deduciendo a las tantas algunas conclusiones prácticas que el mismo abad había desautorizado, y ofreciendo de esta manera nuevas armas a sus enemigos siempre al acecho. Pero el prestigio del bayonés se hallaba tan sólidamente arraigado, que nada habrían podido sus adversarios contra él, si no se hubiese juntado a ellos el que era a la sazón el árbitro de Europa.
Las relaciones entre Saint-Cyran y Richelieu databan de años atrás, desde el verano de 1613. En un principio y por bastantes años se correspondieron con manifestaciones de deferencia y de mutua estima, saliendo Duvergier en varios escritos en favor del político y correspondiéndole éste con ofertas de ricas abadías y de algunos obispados, entre los que está el de Bayona. Esto no obstante, tales relaciones no se vieron nunca exentas de una cierta ambigüedad, que fue acentuándose con el correr de los años. Identificado con la política de Bérulle y, cuando murió éste, abanderado de ella, Duvergier no pudo menos de chocar con Richelieu que representaba con el célebre P. Joseph posiciones antagónicas por lo que hacía a la política a seguir con los protestantes y en las confrontaciones con las potencias beligerantes en la Guerra de los Treinta Años. La postura de Saint-Cyran frente a Richelieu se vio todavía más comprometida años después en ocasión de la publicación del Mars Gallicus de Jansenius, sangriento panfleto contra la política del cardenal en Flandes (1635). Se añadirían luego la cuestión de la validez del matrimonio del hermano del rey con Margarita de Lorena, que Saint-Cyran -único entre los teólogos- se obstinaba en defender a despecho de todas las presiones del poder; los proyectos de Richelieu, de constituir, desafiando a Roma, un patriarcado de las Galias, que habría significado la liquidación de los lazos que unían a Francia con Roma en el dominio temporal, etc.: cuestiones todas que, a más de agravar la tirantez existente entre el cardenal y Duvergier, daban pábulo a la oposición creciente contra él y servían a poner de relieve a su antagonista bayonés como uno de los más caracterizados líderes de un posible frente unificado, que pudiera influir de una manera decisiva sobre la conciencia cada vez más inquieta del rey Luis XIII. En realidad, nadie podía resultar tan peligroso para el cardenal en parecida situación como el abad de Saint-Cyran, al que avalaban su talento de polemista, su autoridad moral, sus múltiples relaciones con la corte, los grandes señores, los miembros del Parlamento, los obispos y los devotos, su búsqueda exclusiva de la ciencia y de la perfección personal que lo hacía inmune a todo ataque...
Bastó que a comienzos de 1637 Duvergier rehusase el obispado de Bayona (confirmando con ello las sospechas del cardenal), para que éste lo sometiese a una estrecha vigilancia, buscando la ocasión propicia para atacarlo desde el punto de vista de la ortodoxia. Alarmado ya bastante Richelieu por las noticias de que en torno al primer eremitorio de Port-Royal se constituía una pequeña congregación y temeroso de la influencia que pudieran tener sobre el ánimo inquieto del rey las discusiones que a causa de Saint-Cyran y de sus discípulos se suscitaban en torno a la necesidad de la contrición para la validez de la penitencia, se aprovechó de la publicación de la obra del oratoriano P. Seguenot, De la sainte virginité (obra en que el autor volvía sobre algunos de los aspectos más debatidos de la espiritualidad agustiniana y beruliana pero ofreciendo de ellos una caricatura), para hacer detener a su autor material, Seguenot, y al que algunos ambientes se consideraba como el verdadero inspirador de la obra, nuestro abad de Saint-Cyran (14 de mayo de 1638). En el proceso que se le siguió y en el que depusieron testimonio Condren, Lemaitre y San Vicente de Paúl, entre otros, nada de serio pudo demostrarse contra él, como tampoco pudo ser notado nada sospechoso de herejía en los cuarenta volúmenes manuscritos que se le confiscaron. Si no valieron contra el inflexible cardenal ni el desarrollo del proceso, ni testimonios como el de San Vicente de Paúl, que calificaba a Saint-Cyran como "un des plus grands hommes de bien qu'il eût jamais vus", la opinión general, sin embargo, se había vuelto totalmente a favor del bayonés, contándose entre sus apologistas hombres de letras como Guez de Balzac y Grotius, grandes reformadores católicos como Charpentier, Bourdoise, J.-P. Camus o San Vicente de Paúl, relevantes obispos, ministros y grandes señores. Es más, el proceso y la larga prisión (1638-1643) le valieron al bayonés la aureola de "mártir del amor de Dios".
Aislado de todos y de todo en sus primeros meses de prisión, Duvergier hubo de atravesar una nueva y dolorosa crisis, que reviste todos los caracteres de una "segunda conversión". Pero salió de ella transformado, y fue eso mismo, quizá, lo que hizo extraordinariamente fecunda esta última etapa de su vida. No será ya él el que en adelante salga a la palestra como antes, pero el viejo maestro inspirará y seguirá de muy cerca el proceso de elaboración de las obras del más pequeño de los Arnauld, tales como el Livre de la fréquente communion, Extraits de quelques erreurs et impietés contenues dans la "Deffense de la vertu" par le Pére A. Sirmond, S. J. (1641), etc. Sobre eso, compuso algunos tratadillos espirituales (Considérations sur les dimanches et les fêtes, Considérations sur la mort ...). Pero es sobre todo mediante la correspondencia espiritual como Saint-Cyran prolongaría desde su prisión su magisterio espiritual, relacionándose intencionadamente con una élite que a su vez procuraría vastas resonancias a sus ideas. No podemos soslayar aquí la cuestión de la parte que cupo a Saint-Cyran en el proceso de elaboración de la obra célebre de Jansenius, conocida vulgarmente como el "Augustinus". Según la más reciente bibliografía, no parece que pueda sostenerse ya la tesis que suponía una larga y estrecha complicidad del bayonés en la redacción de la obra, que lo habría llevado necesariamente a salir en defensa del sistema que habían elaborado en común, tan pronto como fue atacado. En realidad -escribe a este propósito Orcibal- la correspondencia que mantuvieron ambos, "verdadero diálogo de sordos, revela un malentendido fundamental. Siendo uno y otro discípulos del obispo de Hipona, representan dos familias de espíritu opuestas, leyéndolo uno y otro de manera diferente. Intelectual, Jansenius busca en él la solución científica del problema preciso cuyo enunciado le ofrece la actualidad académica. Duvergier, por el contrario, revela preocupaciones de tipo práctico, si bien de un contorno difuso: el retorno a la espiritualidad agustina venia a ser para él el medio de hacer florecer en el siglo XVII la Iglesia primitiva".
Si en las obras posteriores a su conversión trata el abad de "pelagianos" a sus adversarios jesuitas, él personalmente ignora los temas característicos del "Augustinus"; y si en lo sucesivo las ideas de reforma espiritual que impulsó Saint-Cyran se vieron por lo general asociadas a teorías sobre la gracia (que, por lo demás, les restaron su mordiente), ello fue debido a las hábiles maniobras de los jesuitas que, atacando la caridad agustiniana, obligaron a sus defensores a tomar prestados de la obra de Jansenius argumentos en favor de la teoría de la contrición, los cuales, asimismo, aislando las cartas de Jansenius de las de los demás correspondientes del asceta bayonés, acabaron por producir a los mismos port-royalistas la impresión de que aquello por lo que los dos amigos habían trabajado unidos por más de veinte años no consistía sino en la negación del libre albedrío humano y de la universalidad de la Redención. Sólo que, como escribe más adelante el mismo autor, "mientras sus esfuerzos por defender las tesis del "Augustinus" sólo les acarrearon a los port-royalistas fracasos cada día más amargos, las obras en las que A. Arnauld y sus amigos proponían el ideal de la vida cristiana, cara a Saint-Cyran, conseguían triunfos decisivos". Cabe, en definitiva, afirmar que Port-Royal y lo que de más magnífico produjo no ha sobrevivido sino en la medida en que, secundando las directrices de Duvergier, fue distinto del Jansenismo propiamente dicho.
La figura de Saint-Cyran ha sido muy diversamente interpretada, debiéndose tal variedad de interpretaciones a la existencia innegable de contradicciones y de elementos opuestos en su espiritualidad y en su carácter. Sus enemigos no han visto en él más que afán de singularizarse, orgullo satánico, cinismo, disimulación, dureza consigo mismo y con los demás. Sus discípulos, por el contrario, nos lo han pintado como un sacerdote simple, de carácter abierto, lleno de bondad, de una verdadera ternura, etc. Más modernamente, Henri Bremond ha querido ver en él a un neurótico en el que prevalecen sucesivamente tendencias contrarias, tesis que cobran cierta verosimilitud por lo que se sabe de algunos rasgos suyos hereditarios, que se agravaron sin duda por la ascesis y el exceso de trabajo, etc. Tenemos, con todo, que una tal explicación no parece bastar a dar razón de lo que sabemos sobre la influencia que tuvo Saint-Cyran sobre Bérulle, Guez de Balzac, Lemaitre y otros muchos jóvenes, llenos de talento, coraje y de porvenir. Por el contrario, y según la han visto algunos modernos historiadores, la vida de Saint-Cyran, a despecho de múltiples recaídas provoca das por una naturaleza rebelde, ofrece el raro espectáculo de una lenta ascensión hacia un cristianismo cada día más pleno. Si queremos saber el secreto del extraordinario ascendiente de que gozaba Saint-Cyran entre sus contemporáneos, "ello tenía que ver -escribe un moderno biógrafo- con la valentía que, en medio del silencio general, lo hacia levantarse contra Richelieu e, incluso, a los ojos de los menos devotos, a la santidad de su vida, a su celo apostólico, a su encarnizamiento en la búsqueda de la perfección en si mismo y en sus penitentes, a la intensidad de su piedad y, sobre todo, a un sentido subyugante de las realidades invisibles". Duvergier fue enterrado en la iglesia de Saint-Jacques du Hau-Pas, en donde, no lejos del altar mayor, se podía leer, aún en el siglo pasado, su epitafio.