Concept

Narrativa vasca del siglo XX, o la memoria de la nación

El escritor Bernardo Atxaga (1951), no dudaba en comparar, en un conocido poema suyo la literatura vasca con un erizo que ha estado demasiado tiempo en letargo, pero que, afortunadamente, ha conseguido despertar en el siglo XX (Atxaga, 1990). El período más reseñable de nuestra historia literaria comienza, por tanto, en el siglo pasado. Anteriormente, nos encontramos con una producción literaria donde predominan textos religiosos, producción que muestra los primeros síntomas de cambio en el último decenio del siglo XIX, al calor de los Certámenes Florales y del renacimiento cultural que siguió a la derogación de los derechos forales en 1876. Fue entonces cuando desapareció el antiguo predominio de obras de edificación y formación religiosa, y cuando el espectro de géneros literarios cultivados se amplió, con la irrupción de un nuevo género literario: la novela. Ésta tomará como modelo la novela histórico-romántica de corte scottiano, practicada por autores fueristas que escribieron en castellano, tales como, Francisco Navarro Villoslada o Juan Venancio Araquistain. Es en este contexto cuando se publica por entregas, a partir de 1897, la primera novela en lengua vasca: Auñemendiko lorea [La flor del Pirineo], de Domingo Agirre. Se trata de un texto histórico romántico, próximo a Amaya o los vascos en el siglo VIII de Navarro Villoslada. La influencia de Domingo Agirre fue crucial en la evolución de la novela vasca, pues será el modelo costumbrista fijado en sus novelas Kresala (El salitre, 1906) y Garoa (El helecho, 1912) el que perdurará hasta mediados del siglo XX. Agirre trató de reflejar la vida de los "auténticos" modelos tradicionales vascos: el caserío y el mar. Se trata de un tipo de novela sin acción y que dibuja diferentes cuadros de costumbres, un tipo de novela que gira en torno a tres grandes ejes: fe, patriotismo y vasquidad, y contada por un narrador omnisciente.

La prosa de Agirre se impregnó de una cosmovisión e ideología, el nacionalismo vasco, que hizo su aparición, de la mano de Sabino Arana Goiri (1865-1903), en la última década del siglo XIX. El nacionalismo de Arana es heredero del movimiento fuerista y de todo un linaje de Aitor (Juaristi, 1987) que creará el humus sobre el que el nacionalismo vasco erigirá esa immagined community (Anderson, 1991), sostenida, como en la mayoría de los nacionalismos, "por una noble tradición que se remonta a tiempos inmemoriales" (Bhabba, 1990: 45). A partir de aquí, la escritura en lengua vasca tendría por función primordial la de contribuir a la creación de la Nación Vasca.

Un espectacular proceso de industrialización siguió al inicio del siglo XX, sobre todo, en las provincias de Bizkaia y Gipuzkoa. El crecimiento demográfico, o el surgimiento del Partido Socialista Obrero Español (1879) en Bilbao, son algunos de los elementos que habría que destacar en esta época de boom económico que vivió la Euskadi peninsular, situación económica que, sin duda, se vio favorecida por la neutralidad española durante la primera contienda mundial. Este momento de bonanza impulsó toda una serie de iniciativas culturales, tales como, el florecimiento de la filología vasca de la mano de R. M. de Azkue y de Julio de Urquijo (1871-1950), fundador de la Revista Internacional de Estudios Vascos, RIEV, en 1907. También fue espectacular el desarrollo de la música (con autores como el Padre Donosti, Guridi, Usandizaga ...), el impulso de la arqueología y etnografía vascas (con Telesforo de Aranzadi, J.M. Barandiaran).... Todas estas iniciativas pusieron de manifiesto una de las grandes carencias del país: la de una universidad pública que formara a las élites intelectuales (Chueca, 2000: 392-393). La celebración del Primer Congreso de Estudios Vascos, y la creación de instituciones como la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza y la Real Academia de la Lengua Vasca-Euskaltzaindia, todos ellos en 1918, trató de dar respuesta, en cierta medida, a dicha demanda.

Algunos intelectuales como Miguel de Unamuno cuestionaron las capacidades expresivas de la lengua vasca ante el mundo moderno, un cuestionamiento que, sin duda, obviaba una realidad sociolingüística marcada, entre otros aspectos, por la no oficialidad del euskara y por la obligatoriedad del conocimiento del castellano en la zona peninsular. Lo cierto es que el uso del euskara se fue confinando, cada vez más, al mundo rural, mientras que el del castellano era impulsado, además de por la educación formal, por los núcleos urbanos e industriales, receptores, desde el último tercio del siglo XIX, de grandes oleadas de inmigrantes castellanoparlantes. Son precisamente esos dos mundos, los que se erigirán en el centro del imaginario y de los estereotipos que alimentaron el nacionalismo vasco, tanto en la literatura vasca, como en otras manifestaciones artísticas como la pintura de los hermanos Arrue o Zubiaurre. También podríamos decir lo mismo a propósito de la producción operística de la época, una producción que, al igual que en otros lugares de Europa, hizo suya la ambición de erigirse en una ópera nacional. De las 40 óperas que se produjeron entre 1884, fecha en la que sale a la luz la primera ópera vasca de la mano del libretista Serafín Baroja (1840-1912), padre del escritor Pío Baroja, hasta 1930, destacan títulos como: Mendi Mendiyan [En pleno monte], de (1909) de Jose María Usandizaga, Amaya (1910), de Jesús Guridi, o Maitena (1909), de Charles Colin.

Tras las aportaciones de Agirre, la novela vasca continuará por los derroteros que él dejó marcados. Éste es el caso de la obra de José Manuel Etxeita (1842-1915). Sus novelas Josecho (1909) y Jayoterri maitia [Querida patria] (1910) se inscriben en la línea costumbrista aunque incorporan elementos de la novela de folletín y de aventuras. La segunda de las novelas, Jayoterri mattia, narra la historia de un grupo de pastores que viven en el idílico valle de Ardibaso (bosque de ovejas), pero que se ven obligados a emigrar a América por la penosa situación económica que atraviesa el valle. La añoranza y nostalgia por la tierra madre hará que regresen, una vez enriquecidos en tierras sudamericanas, a su patria querida como ricos "indianos". Se trata de un buen ejemplo de la negativa representación que tuvo el continente americano en la literatura vasca hasta la segunda mitad del siglo XX. América es vista como un lugar donde los vascos emigrantes corren el riesgo de perder su fe, como ocurre en el caso del protagonista de la novela Ardi galdua [La oveja perdida] (1918), del polifacético R.M. de Azkue, un lugar en el que prevalece el vicio, en especial, el de las mujeres (cf. J.M. Hiribarren en su Montevideoko berriak [Noticias de Montevideo], de 1853). Junto a la de Azkue, completan el elenco de las novelas costumbristas anteriores a la guerra, la novela folklórica Piarres (1926-29) de Jean Barbier y las novelas Mirentxu (1914) y Yolanda (1921) de Pierre Lhande (1857-1957).

Por otro lado, aunque a priori menos ambiciosa que las novelas citadas, el relato breve costumbrista que se publicó en esta época logró conectar con los lectores vascos mucho más que aquellas. Nos referimos a las crónicas de Jean Etxepare (1877-1935): Buruxkak (1910) y Berebilez [En coche] (1934), y a los libros de narraciones breves anteriormente mencionados, Abarrak (1918) [Ramas] y Bigarren Abarrak (1930) [Segundas ramas] de Ebaristo Bustintza "Kirikiño", o Ipuiak [Cuentos] (1930) de Pedro Miguel de Urruzuno y el conocido Pernando Amezketarra. Bere ateraldi eta gertaerak [Fernando de Amézqueta. Sus ocurrencias y sucedidos] (1927), de Gregorio Mujika. Todos ellos tienen el mérito de haber desarrollado una prosa fluida, alejada del influjo purista y que conectó con los lectores potenciales que prefiguraba este tipo de relato tradicionalista, los lectores del ámbito rural. Destacar, además, la aportación que las mujeres hicieron a la vida literaria de la época. Autoras como Rosario Artola (1869-1950), Tene Mujika (1888-1981), Julene Azpeitia (1988-1980), Katarine Eleizegi (1889-1963), o Sorne Unzueta (1900-2005), colaboraron ampliamente en las numerosas revistas y publicaciones de aquellos años, más de 140 entre 1876 y 1936. Tal y como demostró Maite Nuñez Betelu (2001), estas mujeres respondieron al rol que el nacionalismo vasco adscribía a las mujeres y madres de la época: la de ser responsables de la transmisión de la fe católica y del euskara. Es reseñable que muchas de ellas pertenecieron al denominado Emakume Abertzale Batza ( cf. Mercedes Ugalde 1993).

En cuanto a la novela vasca, transcurren nueve años entre la publicación de las últimas obras de preguerra (las novelas Usauri (1929) y Donostia (1933) de Agustín Anabitarte, y Uztaro, 1937, de Tomas Agirre), todas ellas de corte costumbrista, hasta la aparición, en 1946, de Joanixio de Juan Antonio Irazusta, en la editorial Ekin de Buenos Aires.

La Guerra Civil española (1936-1939) trajo efectos devastadores en la producción literaria vasca. A la gran cantidad de bajas y de exiliados, siguió la gran represión que ejerció el bando de los ganadores. Hablamos de una época en la que se prohibieron los nombres vascos e incluso las inscripciones en euskara de las lápidas de los cementerios, una época en la que la calle, la administración, la cultura... fueron ámbitos donde el franquismo ejerció su censura. Se ha afirmado que la generación de la posguerra fue una de las más importantes de la literatura vasca, pues le dio lo que más necesitaba en aquellos momentos: una continuidad. El género más cultivado fue la poesía, entre otras razones, porque era más fácil publicar poemas sueltos que obras completas y porque entre los años 1940-1950 la actividad editorial normalizada era prácticamente imposible.

En cualquier caso, ni la mencionada novela de Irazusta, ni la de José Eizagirre (1881-1948) Ekaitzpean [Bajo la tormenta] (1948) narrarán el drama del exilio vasco en toda su crudeza. Hasta la llegada de las novelas de Martín Ugalde (1921-2004) el conflicto incidirá sólo anecdóticamente en la novela vasca, pero no condiciona ni la narración ni la visión maniquea que subyace a ellas. Destaca, sin duda alguna, el acierto con que Ugalde narra en Itzulera baten istorioa (1989) [trad: Historia de un regreso, Ed. Hiru, 1995] el desarraigo y la alienación de la protagonista de la novela, hija de exiliados y cuya hibridez identitaria le sitúan entre las dos patrias que le habitan.

La primera novela publicada en la península tras la Guerra Civil no llegará hasta 1950. Nos referimos a la novela histórica Alos-Torrea, de Jon Etxaide (1920-1998), autor prolífico y traductor de Baroja al euskera. También publicó novelas como: Joanak joan [Lo pasado, pasado está] (1955) y Gorrotoa lege [El odio, ley] (1964), en las que algunas pasiones quebraban, sólo en parte, el mundo idílico dibujado en las novelas costumbristas. Por otro lado, Jose Antonio Loidi (1916-1999) con su novela Amabost egun Urgain'en [Quince días en Urgain] (1955), aportó algunas novedades temáticas al panorama novelesco de la época, por tratarse de la primera novela policíaca en euskara.