Militaires

Ayanz y Beaumont, Jerónimo de

Gendulain, 1553 - Madrid, 23 de marzo de 1613. Inventor y militar navarro.

En la historia de la ciencia y la técnica del País Vasco no es muy frecuente encontrarse con personas que hayan contribuido con su inspiración e ingenio a grandes y originales ideas inventivas. Figuras de las que podamos afirmar, con rigor, sin temor a equivocarnos, que desarrollaron nuevas formas de percibir la realidad y la naturaleza. Jerónimo de Ayanz fue, ciertamente, uno -quizá el más grande- de ésos.

Segundo hijo varón de una de las familias aristocráticas más poderosas de Navarra, la del señorío de Gendulain, sirvió de paje al rey Felipe II en la Corte de Madrid, en donde recibió, de 1567 a 1571, una instrucción idéntica a la de los infantes y jóvenes nobles. Los estudios eran, para la época, bastante completos: incluían tanto las letras y las artes, con especial énfasis en técnicas militares, como las matemáticas, que, en el siglo XVI, se aplicaban a un amplio abanico de saberes (astronomía, náutica, fortificación, artillería, etc.). Inmediatamente el mundo académico comenzó a advertir las dotes de aquel fornido navarro; pronto se ganó los apodos del nuevo Alcides (sobrenombre de Hércules), como escribiría el dramaturgo Lope de Vega, y del caballero de los dedos de bronce, por su capacidad de perforar platos de metal con un dedo.



Siguiendo los pasos de su padre (un laureado militar), nada más terminar su instrucción, emprendió la carrera militar, la vía, sin duda, más importante de ascenso social para todo noble. Participó, con más éxitos que fracasos, en numerosas campañas: la defensa de la fortaleza Goleta, Túnez (1571), Lombardía (1574), Flandes (1578), Lisboa (1580) y la batalla naval de la isla Terceira (1582), distinguiéndose en estas últimas por sus hazañas. Por todas éstas, recibió el hábito de caballero de la Orden de Calatrava (1580), una de las órdenes más prestigiosas de España, así como las encomiendas de Ballesteros, Ciudad Real (1582) y Abanilla, Murcia (1595), que le aportaron suculentas rentas. No vivió, sin embargo, de réditos, y, en 1582, solicitó al rey ocupaciones más arriesgadas, como nuevas cruzadas militares, aunque finalmente se conformó con ser regidor de Murcia (1587) y, más tarde, gobernador de Martos, Jaén (1595).

En una época en la que la ciencia tenía el apoyo del rey, en la que los inventos e innovaciones técnicas se ponían al servicio de la expansión del imperio, siendo premiados los ingenios de algún inventor ilustre, o, si acaso -en el importante ámbito de la minería-, importándose siempre tecnología del norte de Europa, el caso de Ayanz es, al igual que su inventiva, extraordinario. Distinguido miembro de la corte -recién instalada en Valladolid- de Felipe III, Ayanz tuvo que participar, en 1602, en una serie de demostraciones para diversión de la familia real, que consistían en espectáculos extraordinarios. Fue allí, mientras deleitaba al numeroso séquito real, en donde Ayanz desplegó realmente sus dotes inventivas. En las aguas del río Pisuerga, su laboratorio, hizo probar varios inventos que estarían entre los mayores avances jamás habidos en inmersión subacuática. El primero consistía en un equipo de buceo, con el que un hombre logró aguantar -por primera vez en la historia- ¡una hora bajo agua!; el equipo era capaz de renovar aire, por medio de tuberías y fuelles, y superaba, técnicamente, a otros precursores, como el de Leonardo da Vinci y las peligrosas campanas de Giuseppe Bono. Asimismo, diseñó lo que es el primer precedente de un submarino. Da Vinci había esbozado una barca sumergible, pero el modelo de Ayanz era mucho más que un dibujo; el suyo -de auténtica ingeniería- eran barcas calafateadas interiormente y totalmente herméticas, en el que se renovaba aire, al igual que antes, por tubos (con juntas flexibles) y fuelles accionados desde la superficie, difundiéndose luego mediante ventiladores (hasta el punto de que era filtrado por esponjas impregnadas de agua de rosas, para su confort). Ambos eran instrumentos ideales, tanto para la búsqueda de tesoros como para la batalla naval.

Aunque no inmediatamente, el mundo monárquico comenzó a valorar el talento de aquel desconocido inventor. El 1 de septiembre de 1606 Felipe III le concedió los privilegios por invención -o, lo que equivale a la actual patente-, la exclusiva de explotación. Este documento, que se conserva en el Archivo General de Simancas, contiene hasta un total de 48 inventos de máquinas e instrumentos, la rara avis de la invención mundial. Entre éstos destacaban creaciones tan variadas como la balanza que podía pesar -así lo llamaba- "la pierna de una mosca", el sifón para desaguar minas, la bomba de husillo, nuevos tipos de molinos y de hornos, presas de arco y de bóveda, la bomba de achique para barcos (precisamente, el que se emplearía a partir del siglo XVIII) y el llamado "ingenio de vaivén" para transmisión de movimiento. Por cierto, este último representa un paso de gigante en mecánica, y es que Ayanz define, por primera vez, la "fatiga" de una máquina -lo que hoy es "rendimiento"- y el modo de medirla, algo que se creía que databa del siglo XVIII, con los ensayos de Prony y Smeaton.

En el documento de 1606, precisamente, Ayanz incluyó lo que sería su mayor logro inventivo (aunque no está claro que sea el más conocido): la invención de la máquina de vapor, probablemente la primera en la historia. En efecto, Ayanz ideaba -nada más y nada menos- un sistema de elevación de agua, mediante el vapor procedente de dos calderas (calentadas con leña), empleando dos depósitos, así como un circuito de tuberías y válvulas bien ajustadas, para evitar que entrase aire. Y no sólo ideaba; lo probó, con desigual fortuna, al menos -que se sepa- en las minas de plata de Guadalcanal (Sevilla), en 1611. Tradicionalmente se ha considerado -en los manuales de historia- a Edward Somerset, marqués de Worcester, como el precursor de la máquina de vapor (1663), o, en su defecto, la más popular del inglés Thomas Savery, en 1698, la primera patente de este tipo en el mundo. Casi un siglo después, la técnica ideada por Ayanz no había mejorado.

El rasgo específico de la máquina de vapor que más atraía a Ayanz era el que con ella se pudiese renovar el aire viciado de las minas y ventilar las habitaciones. Pensaba que tal aplicación al entonces desconocido sistema de tubería de enfriamiento -base de los actuales acondicionadores de aire- era posible con la construcción de un "eyector de vapor" o dispositivo para producir vapor. Lejos de limitarse a sugerir unas ideas de carácter meramente especulativo o imaginativo, Ayanz las llevó a la práctica construyendo una esfera de cobre capaz de generar y regular vapor a presión. El mérito de Ayanz es indiscutible. El principio teórico en que se basaba (el que un fluido inyectado a gran velocidad crea una depresión en el interior de la tubería) no se estudió científicamente hasta el siglo XVIII, cuando se enunció el teorema de Daniel Bernoulli. No se tiene noticia de que los eyectores de vapor -hoy tan corrientes para impulsar agua o aire por medio de vapor- fuesen empleados con anterioridad al siglo XX. Pero es que, además, Ayanz les dio una aplicación, cuanto menos, sorprendente: los usó para introducir aire fresco, a voluntad, en las viviendas, es decir, como sistemas de aire acondicionado, en 1606.

En suma, en una época de transición, a galope entre los siglos XVI y XVII, en la que ya se advertía una cierta especialización (que se acentuaría en los siglos siguientes), nuestro "caballero inventor" fue una de las últimas figuras del hombre universal renacentista, capaz de cultivar todos los saberes de su época, desde la milicia, el arte y la administración pública hasta la ciencia y la tecnología. Si a esto añadimos que a él se debe la primera patente de la máquina de vapor, la de los primeros buzos autónomos, la del primer submarino, la del primer eyector de vapor y la del primer sistema para enfriar el aire de un recinto, podemos considerar a Jerónimo Ayanz como una de las personalidades más extraordinarias en la historia del País Vasco. Tópicos tan manidos como "siempre han inventado ellos", que gustaba decir Unamuno, no se ajustan, parece, a la realidad.