Théologiens

CARRANZA DE MIRANDA, Bartolomé

Teólogo y prelado navarro, célebre por su vida y obras y no menos por el resonante proceso en que injustamente se vio envuelto. Nació en Miranda de Arga, Navarra, a principios del siglo XVI, hijo de modestos hidalgos, y siendo aún niño fue llevado a Alcalá por su tío, el doctor Sancho Carranza de Miranda, que era profesor en la célebre ciudad castellana. Para los dieciséis años había cursado latinidad en el Colegio de San Eugenio, y oído Súmulas y Lógica de Aristóteles bajo la dirección del doctor Almenara. Alcalá, todavía en el fervor de los años fundacionales, era entonces un hervidero de saber, donde hallaban amplias resonancias las vastas inquietudes que aquejaban a la Cristiandad occidental en aquellos años del cristianismo trágico de Lutero, del mesurado evangelismo erasmiano y del humanismo devoto de los Lefèbre d'Etaples, Thomas More y otros. Ignoramos hasta qué punto se interesó Bartolomé en el hervor estimulante de las aulas complutenses, a quien por el año 1520 vemos ingresando en la Orden dominicana y tomando el hábito en el convento de Benelac (Guadalajara). Acabada la Filosofía, pasó a estudiar teología al más prestigioso centro de formación de la Orden dominicana, el Colegio de San Gregorio de Valladolid (1525).

En 1528 fue nombrado maestro en artes, comenzando sus tareas docentes en 1530 como regente de un curso de Artes. Regente de Teología en 1533, a la muerte de su maestro fray Diego de Astudillo pasó a ser regente mayor, al que sustituyó asimismo como consultor de la Inquisición.

Fueron estos años decisivos en la trayectoria espiritual de fray Bartolomé, de quien sabemos que, además de estudiar la Biblia y las obras de Santo Tomás, era un gran admirador de Erasmo de Rotterdam,a quien seguía en parte en sus ataques a la Escolástica decadente y a un cristianismo ritualista y vacío, para propugnar el retorno a la Biblia y a un cristianismo de corte paulino, anclado en la así llamada philosophia Christi. Lo que sea de esto, en 1539 vemos a Carranza recibiendo en Roma el grado de Maestro. En ese mismo año lo vemos reintegrado al colegio de San Gregorio de Valladolid, en el desempeño de sus tareas docentes. Un acontecimiento imprevisto, la famosa hambre de 1540, proyectó la fama de fray Bartolomé fuera del círculo de escolares, organizando durante el tiempo que duró la plaga un serio plan de asistencia a los pobres y a los enfermos, fiel a su principio de que los bienes de la Iglesia habían de ser fundamentalmente para los pobres. En este mismo año Carlos V le ofreció la silla episcopal de Cuzco, en el Perú, cargo que declinó nuestro dominico navarro. Sin embargo, aceptaría el nombramiento que hizo de él el emperador, unos años más tarde, como teólogo imperial del Concilio de Trento. Al margen del trabajo de rutina, tuvo algunas actuaciones memorables durante la celebración conciliar: así, una arenga reformista a todos los padres en un domingo de cuaresma de 1546, y un discurso sobre la justificación, que a requerimientos del cardenal Pacheco pronunció en la iglesia de San Lorenzo ante un nutrido grupo de conciliares españoles, italianos y franceses.

Por lo demás, se dedicó durante las sesiones conciliares a trabajar diversas obras que salieron con escasa diferencia de tiempo: una Summa Conciliorum et Pontificum (Venecia, 1546), que tuvo un fabuloso éxito editorial; unas Controversias acerca de cuestiones debatidas en el aula y, en fin, una Controversia de neccessaria personali residentia episcoporum (Venecia, 1547), en la que ponía el dedo en una de las lacras más envejecidas de la Iglesia oficial de entonces: la acumulación de beneficios y el consiguiente absentismo de muchos obispos. Sobre este tema crucial y candente, la posición de Carranza fue neta y terminante, afirmando ser precepto divino la residencia personal del prelado entre sus ovejas. Más tarde vendría a escribir otra obra sobre la misión de los obispos, enfocando el problema desde otro punto de vista más funcional, pero reafirmando siempre su tesis original. Clausurada la primera etapa del Concilio, Bartolomé, aureolado de un prestigio inmenso,volvió a España, donde el año de 1548 fue elegido prior de Palencia. Hallándose todavía en esta ciudad castellana, fue invitado una y otra vez por Carlos V para ser confesor del príncipe Felipe, honor que declinó decididamente Carranza, quien poco después no tuvo inconveniente para aceptar su nombramiento como provincial de los dominicos de Castilla (1550).

Carlos V, que lo estimaba muy de veras, se acordó nuevamente de él cuando se trató de proveer la silla episcopal de Canarias. Bartolomé recusó esta nueva elección, deseando "vivir en el recogimiento de la Orden que había tomado, de Santo Domingo". Con la reapertura de las sesiones conciliares en 1551, Carranza hubo de personarse nuevamente en Trento. En esta segunda etapa tuvo una sobresaliente intervención, hablando más de dos horas sobre el sacrificio de la Misa. Suspendido el Concilio, Carranza regresó a España en enero de 1553, residiendo en San Gregorio de Valladolid y predicando ordinariamente en la Capilla real en ocasión de residir allí, en 1553 y 1554, la corte del emperador Carlos.

En 1554 lo vemos figurando en el lucidísimo cortejo que acompañó al príncipe Felipe en su viaje nupcial a Inglaterra. Aparte de que fue Felipe quien lo había escogido como integrante de la expedición, llevaba Bartolomé patentes del General de los Dominicos para que, como comisario general y vicario suyo, viese de restaurar la Orden en las islas, harto quebrantada desde los días de Enrique VIII y Eduardo VI. Tres años se prolongó la estancia de Carranza en Inglaterra, residiendo habitualmente en la abadía londinense de Westminster y trabajando en estrecha colaboración con el obispo de Londres, Bonner, y con el legado pontificio cardenal Pole, al que conocía desde los días de su legación en la primera etapa del Concilio de Trento. El gran problema que hubieron de abordar fue el de dar forma legal y canónica a la reintegración de Inglaterra a la confesión romana, tarea en la que Carranza jugó un papel primordial, convirtiéndose en un personaje principal de la hora crucial que atravesaba entonces Inglaterra. Se sabe que fue consejero personal de D. Felipe, además de predicador de la corte. Por lo demás, Carranza no ocultó en un momento difícil de su vida que participó activamente en las medidas represivas que habían de llevar a la reinstauración del catolicismo en Inglaterra. Sabemos, así, que se mostró duro con los herejes, hasta el punto de merecerse la inquina de los protestantes, que llegaron a amenazar su vida. Lo que sea de esto, hemos de decir que Bartolomé participó igualmente en cuanto de positivo y constructor se hizo entonces en las islas. Señalaremos su activa gestión en el sínodo nacional que convocó el legado Pole para el invierno de 1555-1556, habiendo intervenido directamente en la redacción del articulado final que recogía el programa de reforma pastoral del sinodo. Al margen de su acción en el sínodo, consta que Carranza trabajó incansablemente en la instauración de la vida religiosa en las islas, facilitando la vuelta de franciscanos, benedictinos, dominicos y cartujos... Dos hechos más de la gestión de Carranza en Inglaterra, que lo definen como hombre de su tiempo, en cuerpo y alma: su activa participación en el proceso que en 1556 llevó al arzobispo primado Thomas Crammer al patíbulo, y su gran aportación a la obra de reunificación inglesa, los Comentarios del Catecismo Cristiano (Amberes, 1558), concebidos como una contribución positiva al renacimiento del catolicismo inglés y como antídoto de las herejías y que, por ironías de la historia, se convertirían en el principal capítulo de acusación contra Carranza en el proceso que se le formaría más tarde. Decidido Felipe II, tras la abdicación de su padre en 1556, a volver a la península, pasó de inmediato a Flandes, a donde hubo de acompañarlo Carranza por orden real (1557). Aquí se enteró Bartolomé de su nombramiento como arzobispo para la sede primada de Toledo, ya en las postrimerías del año 1557 y, aunque opuso seria resistencia, hubo de plegarse ante la inflexibilidad del hijo de Carlos V.

Consagrado obispo en Santa Gúdula de Bruselas, en febrero de 1558 y vuelto a España en el verano del mismo año, tuvo ya los primeros barruntos de que algo se estaba tramando contra él en las altas esferas inquisitoriales. En España, una de sus primeras preocupaciones fue dirigirse a Yuste para encontrarse con el emperador, a quien le llevaba instrucciones ultrasecretas de Felipe II. Aquí tuvo el honor de asistir a Carlos en sus últimos momentos. Instalado en Toledo en octubre de 1558, se entregó a una actividad febril para hacer realidad en su vasta diócesis toledana todo lo que de generoso y evangélico animaba al Concilio de Trento. El, que en la alta hora de las reuniones conciliares había denunciado sin ambages el fausto mundanal de los prelados y condenado como ultraje al Evangelio el que las gentes de Iglesia se enriqueciesen a costa de los fieles, no tuvo empachos ahora en excederse en la largueza de su mano, dotando doncellas para el matrimonio, costeando estudios de numerosos jóvenes, atendiendo hospitales y parroquias pobres. Se cuenta, asimismo, que en la Navidad de ese mismo año se dirigió a pie a la cárcel de Toledo, pagando las deudas de muchos y dándoles de comer a todos.

El máximo conocedor de la figura de Carranza en nuestros días define como "una ventolera espiritual" o como "una auténtica sacudida revolucionaria" el paso de Carranza por la diócesis toledana. Los hipócritas y pusilánimes de la hora se alarmaban de la "novedad" de su actuación o pretextaban las exigencias de la autoridad primada, y no faltaban quienes, alarmados por sus limosnas, aireaban las cuentas de sus ingresos. Pero ya nada cabía hacer a estas alturas, desencadenado inexorablemente el proceso que le había de llevar a diecisiete largos años y sufrimientos. Era el inquisidor general Juan de Valdés el que personalmente llevaba la acción contra el arzobispo, interviniendo diversas otras personalidades de gran relieve, entre las que le cabe a Melchor Cano, hermano de hábito del encausado, el menguado honor de haber sido uno de los censores más implacables de sus escritos y en particular de sus Comentarios del Catecismo Cristiano. No es de nuestra incumbencia el seguir por menudo las incidencias de este resonante proceso que tuvo en vilo por varios lustros a la Cristiandad Occidental. Diremos, empero, que hemos de ver en él el reflejo vivo de la hora dramática que vivía España en las décadas iniciales de la segunda mitad del siglo XVI, víctima de los arrepentimientos del Carlos de Yuste y de los ímpetus inquisitoriales de su hijo Felipe, tanto como de la peculiar situación espiritual que atravesaba la Cristiandad occidental de los días del papa Caraffa y de las sesiones últimas de Trento. Para lo demás, unos jalones en el proceso: su detención tuvo lugar en agosto de 1559, siendo confinado en una casa de Valladolid. En los preliminares, el bravísimo fraile navarro, que se había buscado como defensor a otro no menos bravo y famoso, el célebre doctor navarrus, Martín de Azpilicueta, tuvo la osadía de recusar legalmente como juez al Inquisidor General Valdés, fundándose en poderosas razones que al fin fueron escuchadas. Tras las consiguientes dilaciones, se iniciaba el proceso en septiembre de 1561, sucediéndose acusaciones y réplicas indefinidamente. E intencionadamente -sugiere Tellechea Idígoras-, porque a estas alturas Carranza tenía que caer, sacrificado al prestigio de una institución. Entretanto se sucedían los papas y, siendo elegido en 1565 el dominico Ghislieri, Pío V, exigió sin contemplaciones el paso del reo y de la causa a Roma, amenazando con graves penas espirituales a la Inquisición española si persistía en su actitud remolona.

El famoso castillo de Sant'Angelo fue la nueva residencia de Bartolomé en Roma, tras siete interminables años en las prisiones de Valladolid. En la prisión romana le esperaban otros nueve, durante los cuales los intentos de los jueces romanos en el sentido de una solución absolutoria del proceso se vieron boicoteados una y otra vez por turbios manejos diplomáticos, consiguiendo que en 1572 muriese Pío V sin haber todavía fallado la causa e imponiendo nuevas dilaciones a la marcha del proceso. Este se prolongó hasta el 14 de abril de 1576, en que por fin le fue leída la sentencia que tachaba a Bartolomé de "vehementer suspectus de haeresi". Esta sentencia venía a ser un digno colofón de un proceso en el que no faltaron -en expresión de Azpilicueta- criterios "horrendos de oír", consideraciones diabólicas, extrañas maneras procesales, procedimientos que no tienen buen gusto ni color, jueces parciales... Los amigos de Carranza creyeron haber triunfado, porque al cabo de tantos años no había sido convicto de ninguna herejía formal ni se le destituía como arzobispo de Toledo. Triunfar también creyeron sus enemigos, porque se le condenaba a cinco años de suspensión en el gobierno del arzobispado y se prohibía su Catecismo. En realidad, la única que había triunfado en este escandaloso proceso de diecisiete años fue la mediocridad de una Iglesia, esclava de consideraciones de orden diplomático y víctima de la debilidad humana. Carranza murió a poco, el 2 de mayo de 1576.

El mismo papa, que no se había atrevido a hacerle justicia tres semanas antes, dispuso ahora el texto del epitafio que había de figurar en su sepulcro en la iglesia de Santa María Sopra Minerva. Decía así: D. O. M. Bartholomaeo Carranza, Navarro, dominico, Archiepiscopo Toletano, Hispaniarum Primati, Viro genere vita doctrina contione atque elemosynis claro, magnis muneribus a Carolo V et a Phillippo II Rege Catholico sibi commissis egregie functo, animo in prosperis modesto et in adversis aequo. Obiit anno 1576 die secundo Maii, etc. "A Bartolomé, Carranza, Navarro, dominico, arzobispo de Toledo, Primado de las Españas, varón esclarecido en su origen, vida, doctrina, predicación y limosnas; que desempeñó egregiamente altos empleos que le fueron encomendados por Carlos V y Felipe II, Rey Católico; que se mostró de ánimo modesto en las horas prósperas y ecuánime en las adversas. Murió el 2 de mayo de 1576", etc. El pueblo romano honró multitudinariamente sus despojos, llamándole el arzobispo mártir.