Lexikoa

LOS HEREJES DE DURANGO

Los hechos. Conocidas las fuentes, tratemos ahora de reconstruir, con los datos que aquéllos nos proporcionan, el suceso de los herejes de Durango. Para comprenderlo mejor y fijarlo en su exacta perspectiva, empezaremos por considerar, sucintamente, las circunstancias del ambiente en que se produce. El largo reinado de D. Juan II, que llena la primera mitad del siglo XV, constituye esencialmente el ocaso de la edad media castellana. Ocaso lleno de dignidad, teñido con la emoción de toda ruina. En este tiempo, como conscientes de su fin inmediato, las grandes fuerzas medievales se debaten furiosamente. En la organización social y política, en el arte de la filosofía, en las creencias como en las costumbres, todo se complica, se retuerce y se exalta. El ritmo esencial aparece tortuoso, lo mismo en las geométricas lacerías moriscas que en las floridas tracerías góticas, igual en las fórmulas dialécticas de la ciencia que en las composiciones alambicadas de la poesía. Por algo la obra literaria más representativa del tiempo se llama El laberinto de Juan de Mena. Pero esta complicación no supone debilidad ni flaqueza. Por el contrario, acusa en este declinar un aliento vital poderoso. La reconquista, que languidece en los oscuros reinados anteriores, se ilustra ahora con empresas brillantes o gloriosas, con la toma de Antequera de la Higueruela (1431), y la conquista de Huelma (1430), por Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana. En el interior, el reino arde en luchas civiles y banderías. Aquél es el tiempo clásico de los duelos, retos y desafíos. La sangre corre en la palestra lo mismo que en la batalla, y el propio rey acude disfrazado a los torneos, sin miedo a los golpes fuertes y decisivos. No menos que los caballeros en la liza, compiten los rimadores en el Cancionero. En generosa emulación, la espada no enmohece la pluma. El conquistador de Huelma es uno de los más insignes poetas castellanos y el mismo D. Juan II así gusta de correr lanzas como de bordar madrigales. De modo semejante, las obras filosóficas de la época se distinguen, más que por la profundidad de la doctrina, por la profusión y viveza de los argumentos, de que son buen ejemplo el Libro de las Doce Cuestiones de Alfonso de Cartagena o las Cuestiones de filosofía natural y moral de Alfonso de Madrigal, el Tostado. Los apologistas disputan con moros y judíos los principios de la fe, esgrimiendo sus alegatos con la audacia y el valor de unos adelantados. Si en cierta tregua de serenidad el espíritu de la razón dicta a Mosen Diego de Valera la admirable exhortación a la paz, sus palabras suenan a cosa de burla en boca del incansable y simpático paladín que recorrió media Europa buscando lances de honor y gentileza. En el fondo social domina idéntica inquietud. La diversidad de razas y religiones mantiene un vivero constante de pugna y desconciertos. La frecuencia con que se se reúnen las Cortes manifiesta que la curiosidad vigilante de los pueblos, participa activamente en las vicisitudes del reino. Dentro de la ciudad, la vinculación de los cargos municipales origina sangrientas contiendas. La lucha singular entre señores y hombres libres adquiere una virulencia extraordinaria: en 1419, los ciudadanos de Orense, cansados de su obispo D. Francisco de Alonso, se sublevan, lo prenden y lo arrojan al Miño. No podía escapar a este ambiente de general intranquilidad la conciencia religiosa. Poco después de la batalla de Olmedo, llegan noticias a la Corte, establecida por entonces en Valladolid, de que en las montañas de Vizcaya se ha levantado una gran herejía. Las gentes sublevadas contra la autoridad civil y eclesiástica, tratan de apoderarse de Durango y se entregaron a torpes licencias. Interviene la justicia del rey, se forma rápido proceso y en las plazas de Valladolid y Santo Domino de la Calzada mueren quemadas más de cien personas. Se conocen muy mal estos sucesos. El cronista que poco antes describe con todo detalle los incidentes de la batalla o del torneo y las menudas intrigas de Palacio, habla del asunto en breves palabras. secas y frías, como saludo obligado a un huésped indeseable e inoportuno. Todo este período histórico se cierra a tiempo que el espíritu de la caballería muere ajusticiado con D. Alvaro de Luna en la plaza de Valladolid. El rey sigue muy pronto a la tumba. Después el reinado de Enrique IV es una descomposición, de la que ha de salir más tarde el poderoso renacimiento de los Reyes Católicos. Viniendo al caso de Durango, fuerza es advertir la situación particularmente crítica porque atraviesan las provincias vascongadas en la primera mitad del siglo XV. Las guerras de banderías, narradas por un protagonista, Lope García de Salazar, adquieren allí violencia inusitada. Los pueblos se unen organizando hermandades para resistir los desmanes de los nobles. Los vascongados gastan en tantas luchas fratricidas los torrentes de energía que más adelante derrocharán en las gestas ultramarinas. Para formar el relato de los sucesos de Durango con la objetividad que el caso requiere, conviene ceñirse justamente a los textos, utilizando para lugar el más autorizado y completo, añadidas las variantes de los otros y, conservándolos, siempre que es posible, con sus propios matices de expresión, apenas modificada la ortografía. Un solo nombre remite abreviadamente a las fuentes respectivas