Literatoak

Corpas Mauleón, Juan Ramón

TAN TAN, VAN POR EL DESIERTO

Sin duda es persa. Lo denuncia el gorro frigio de color amaranto intenso, si bien dulcificado por el polvo y la arena, que se ladea sobre la melena encanecida. Y persona notable, a decir de su capa bordada con hilos de plata. Los miembros de la caravana que han compartido con él el largo viaje de Shiraz a Palmira dicen que es un gran sabio, conocedor de los secretos de los astros y miembro de las altas cofradías de los magos que penetran en los misterios de Mitra. Bajo el manto descubre un chaleco sacerdotal de seda que lleva dibujado en la espalda el hom o árbol de la vida, que representa el eterno retorno de la existencia, y en el pecho, la pira, el altar de fuego.
Le llaman Melchor.
Durante años se ha aplicado en la transmutación del espíritu y de la materia. Durante años ha perseguido los cambios en el alma de los hombres y en el latido de los metales. Ahora, próximo a la ancianidad, trae el oro más puro del Universo, destilado onza a onza en su pequeño atanor de Persépolis, para honrar al Supremo Alquimista que -él lo sabe- está a punto de nacer en Betlehem. En Palmira se ha unido con otro singular personaje de ojos brunos y piel color ceniza. Gaspar. Un adivino de los desiertos de Nafud, en la arenosa Arabia, cubierto con largo albornoz de muselina índigo bajo aljuba de cachemira. Cuando Melchor, con un destello de vanidad en la mirada, le ha mostrado el cofrecillo de marfil donde guarda su tesoro, él le ha correspondido, con un ademán de orgullo, abriendo una bujeta de coral del Mar Rojo: incienso. El mejor incienso jamás visto, recolectado en las sabinas del Jabal Shammar con sus propias manos. Su ofrenda para el Gran Adivino, que -él lo sabe- está a punto de nacer en Betlehem.
Y los dos, el árabe Gaspar y el persa Melchor, han repetido el mismo gesto de ufanía al reconocer, en Qumram a un tercer personaje que va a viajar con ellos a través de las montañas de Judea, camino de Betlehem.
Es alto y espigado, y en la solemne gravedad de sus movimientos se trasluce cierta actitud de desdén. Viste un calasiris -esa túnica de lino finísimo teñida en franjas azules marrones y ámbar con grecas, laberintos, flores y capullos de loto- que le cubre las piernas al modo de los altos sacerdotes de Nubia, y una cachera de lana blanca que sólo usa cuando está fuera del templo. Tiene la piel negra y los dientes anchos y blanquísimos.
Su nombre, Baltasar. Y su regalo, cuya exhibición ha precisado no menos fatua teatralidad que los de sus compañeros, guardado en delicada arqueta de ébano, es mirra. Resina de mirra roja y brillante, recogida lágrima a lágrima de los arbustos balsámicos de las estepas de Abisinia y atesorada durante años en las cajas selladas de la isla de Elefantina, hasta este preciso momento en que, por fin, el Sumo Sacerdote -él lo sabe- está a punto de nacer en Betlehem.

Fábulas (Pre-textos, 2001; Museo Gustavo de Maeztu, 2001).