Eleberria

Bas Pérez, Juan

Sestao, Vizcaya. 30 de julio de 1968.
Altos Hornos de Vizcaya.

El tercer y último combate de José Luis Arriola, en su brevísima andadura como no profesional, fue en la inmensa fundición de hierro de Altos Hornos.

Julián Achúcarro montó, en plan generoso entretenimiento para el proletariado, una velada de cuatro combates que había de transcurrir al final del turno laboral de la tarde.

Como el césar con las luchas de gladiadores para agradar a la plebe, estuvo a punto de pensar José Luis.

El plato fuerte del programa fue un combate entre dos neoprofesionales, un par de mantas de un quintal de peso cada uno que se abrazaron durante dos asaltos y suscitaron gritos de "casaros" y "que se besen". En el tercer asalto, uno de los dos, un negro, se vino abajo por un poco claro uppercut. Se levantó a la cuenta de siete, hizo un poco más la pamema y se echó a dormir definitivamente tras recibir una breve serie de uno-dos al cuerpo y poco más que un par de jabs. El proletariado silbó, protestó y lo rebautizó como "el negro tumbón".

Ante más de seis mil obreros, rodeado por el fantástico entramado de hornos desaforados, escaleras laberínticas de dibujo de Escher, tubos como de órgano tocado por un gigante y calderos de lava industrial -el pavoroso hierro fundido en las cucharas-, José Luis se enfrentó a Tomás Coria, Jilguerote, una joven mole natural de Baracaldo, hijo de inmigrantes andaluces, que trabajaba de calderero en la propia factoría y por tanto contaba con la simpatía y arenga de sus compañeros.

A Achúcarro le interesaba que José Luis se fogueara ante la dificultad añadida de un público adverso.

Jilguerote pesaba ciento quince kilos y le sacaba la cabeza a Arriola, pero sabía de boxeo lo mismo que de gótico flamígero. Achúcarro, por medio del jefe de personal, había embaucado al joven calderero para calzarse los guantes bajo promesa de una mejora laboral y una pequeña prima que ya le habían dado en la paga doble del dieciocho de julio, recordatorio del alzamiento y cruzada nacional. El propio Ríos se había encargado de procurarle un mínimo barniz pugilístico en dos únicas jornadas de entrenamiento.

Antes del combate de José Luis y Jilguerote, que fue el primero, todos guardaron un minuto de silencio en memoria de un compañero que se había caído la víspera a una cuchara de colada.

Ese día, los obreros que habían salido de trabajar a las dos de la tarde tras su turno de ocho horas seguidas, el mismo que el del desintegrado en el hierro fundido, se abstuvieron de tomar por las tascas la riada de blancos de antes de comer y destinaron el importe de los potes a una colecta que entregaron a la viuda en el ring durante la velada de boxeo.

Así que al menos esos tres mil sedientos obreros no estaban para muchas bromas ese día y lo hicieron notar estentóreamente durante todos y cada uno de los chapuceros combates.

La práctica habitual entre la mayoría de los bien pagados obreros de Altos Hornos era, para los del turno que terminaba a mediodía, nada más salir del currelo tomarse una docena de blancos a toda velocidad, uno en cada tasca, comer en casa o más bien engullir en cinco minutos y salir disparados al bar vecino de cada cual a jugar la partida y abrocharse dos o tres copazos de coñac, anís o sol y sombra. Luego, unos chiquitos por los mismos bares del mediodía, a cenar pronto y a dormirla para volver al turno a las seis de la mañana, no sin antes meterse otro lingotazo para matar el gusanillo.

Los nueve mil seiscientos obreros trabajaban en tres turnos consecutivos de ocho horas cada uno; los hornos no podían apagarse ni dejar de atenderse nunca. Por esa razón, un tercio del personal se quedó sin ver el boxeo.

Cada oleada de obreros acoplaba su programa de libaciones al particular horario.

Los accidentes mortales eran moneda corriente.

Cuando la muerte se producía por caerse a la colada, en ese caso la razón del accidente fue un mareo por el intenso calor agudizado por la cotidiana resaca, lo que se enterraba era un poco de esa colada solidificada y se tiraba por respeto y duelo el resto de la cuchara de cuarenta toneladas, o al menos se decía que se tiraba.

Los obreros consideraron aquella velada de simulacro de boxeo "una auténtica mierda" y una tomadura de pelo.

José Luis le hizo unas cuantas fintas y amagos al inmóvil Jilguerote, le bailó un poco alrededor con la gracia de un tanguista patapalo, le soltó media docena de hostias, la última de las cuales le rompió la nariz, y lo dejó KO a los treinta y ocho segundos del primer asalto con una decente serie: gancho de izquierda a la mandíbula, crochet de derecha a la sien y directo de izquierda a la nariz rota.

(De la novela La cuenta atrás)