Concepto

Toponimia

La voz toponimia es un compuesto del griego tópoç, "lugar", y onoma, "nombre". Se trata de la rama de la onomástica que estudia el origen y evolución de los nombres de lugar, también llamados topónimos. Asimismo, propone la forma normalizada de esos topónimos, es decir, la denominación correcta para su utilización en las Administraciones Públicas, cartografía, señalización viaria, medios de comunicación, etc.

Un topónimo es un nombre propio de lugar con el que se designa cualquier elemento geográfico. Generalmente tiene dos partes: un término genérico y otro específico. Por ejemplo, en topónimos como monte Gorbea y río Arga el primer elemento es el término genérico y el segundo el específico. El término genérico es un nombre común que define un elemento geográfico en función de sus características y no por su nombre propio; en cambio, el término específico identifica de manera particular la entidad geográfica denominada.

La toponimia es una ciencia fundamentalmente lingüística que utiliza las fuentes orales como testimonio de la pronunciación actual de los topónimos, y también las fuentes documentales escritas. Precisamente el estudio de la documentación histórica resulta imprescindible para llegar a establecer científicamente la evolución lingüística de los topónimos. Eso hace que la toponimia sea de gran valor para la investigación histórica de la lengua. En efecto, a partir de los materiales conservados en los nombres de lugar es posible reconstruir hechos lingüísticos inexistentes en el idioma actual e incluso no atestiguados en fuentes documentales históricas (Gordón, 1992). Eso es así porque la toponimia tiene inherente un cierto grado de arcaismo, especialmente en los nombres de lugar referidos a grandes cursos fluviales, accidentes notables del terreno y poblaciones más importantes; es decir, lo que se suele denominar toponimia mayor.

Sin embargo, no cabe pensar que los nombres de lugar sean meros fósiles del pasado, sino que conforman un corpus léxico vivo, que se actualiza permanentemente en el habla común, sobre todo en los referidos a accidentes geográficos menores, que conforman la llamada toponimia menor. En definitiva, la toponimia es una parcela del léxico en la que se proyectan, en menor o mayor medida, todos los planos del lenguaje: desde el fonético-fonológico hasta el semántico, pasando por el morfo-sintáctico (González, 1997). No hay en los topónimos nada fuera del proceso histórico común a otros elementos de la lengua, y, por tanto, no se puede entender un topónimo sustraído a las leyes de la evolución fonética, aunque a veces queden fosilizados determinados fenómenos (García Arias, 1977).

A pesar del marcado carácter lingüístico de la toponimia, es una ciencia eminentemente interdisciplinar. Por un lado, es materia auxiliar de otras ciencias porque sus resultados trascienden los límites del ámbito puramente lingüístico e inciden en otras áreas de la ciencia y de la cultura. Por otro lado, los conocimientos lingüísticos no son suficientes, aunque sí imprescindibles, para la investigación toponímica y se necesita el concurso de ciencias como la historia, geografía, etnografía, geología y botánica (Llorente, 1969). En conclusión, la toponimia es un producto de la historia de una comunidad humana y, como tal, sirve de testimonio de la evolución de esa comunidad (García de Cortázar, 1995).

Lo antedicho hace de la toponimia una disciplina de naturaleza compleja, con dificultades añadidas para su correcta interpretación, si ésta no se realiza con criterios científicos. A pesar de su inherente complejidad, el estudio de los nombres de lugar y el interés por su significado ha despertado desde la Antigüedad la curiosidad de eruditos, estudiosos y curiosos de variada índole. Hay que tener en cuenta que la etimología de los nombres de las poblaciones está estrechamente ligada con su origen histórico, y que ese afán de conocimiento es tan antiguo como el lenguaje. Los estudios etimológicos son siempre difíciles, pero la dificultad aumenta cuando se trata de nombres de lugar. Así, en el caso de las palabras comunes de la lengua el investigador tiene dos guías para buscar la etimología: la figura fonética de la palabra y su significado. Así, en la búsqueda de los orígenes de una palabra, cuando la fonética plantea duda entre dos o más rutas posibles, es la significación de la palabra la que nos indica el buen camino. Por el contrario, en los nombres de lugar existe una dificultad añadida porque ignoramos el sentido y no nos podemos fijar más que en los sonidos (Coromines, 1965).

En contraste con la curiosidad ancestral por los nombres de lugar, el estudio científico de su origen es bien reciente y solamente crece, apoyado en la lingüística moderna, durante la segunda mitad del siglo XIX. Además, entre nosotros, la toponimia científica es más tardía, y no se desarrolla hasta que los estudios vascos consiguen librarse del lastre del tubalismo y de otros apriorismos.

Durante siglos los autores vascos se entregaron en sus apologías a la empresa de argumentar que el euskera fue la antigua y única lengua de España. Eso era consecuencia de la idea bíblica y cristiana de las 72 lenguas de Babel, y la traída a la península de una de ellas por Tubal, nieto de Noé. Esta creencia fue defendida con entusiasmo por renombrados escritores vascos, como lo había sido antes por autores castellanos, y también por otros europeos. Por ejemplo, en el caso de Bretaña, muchos autores bebieron de fuentes como Les antiquités de la nation et de la langue des celtes (1703), de P. Pezron, o de las Mémories sur la langue celtique (1754-1760), del teólogo Bullet. Estos apologistas postulaban una lengua bretona heredera del paraíso terrenal, que había permanecido absolutamente pura.

Uno de los puntales de la argumentación de aquellos apologistas vascos -desde el licenciado Poza hasta Juan Bautista de Erro, entre otros- fue explicar mediante la lengua vasca buena parte de la toponimia peninsular, de otros lugares de Europa y hasta del Oriente. Así, la obra de Poza (fallecido en 1595) incluye un disparatado diccionario toponímico con etimologías vascas. Por ejemplo, Asturias es explicada como "provincia o comarca de villas olvidadas" (a partir de ahaztu"olvidar" y uria"población", contraviniendo la sintaxis vasca). Esteban de Garibay (1533-1599) utilizó la toponimia para probar los orígenes orientales de la lengua vasca. Así, da el nombre del monte Ararat de Armenia, y lo compara con el del monte Aralar. Y así sucesivamente. Joseph de Moret (1615-1687) desecha algunas etimologías de sus antecesores, pero en general sigue las opiniones imperantes en cuanto a la interpretación vasca de los nombres geográficos, e insiste en explicar el nombre Ebro a partir de ur-bero. Manuel de Larramendi (1690-1766) y otros continuaron en ese empeño, y todavía Juan Bautista de Erro (1773-1854), seguidor de Pablo Pedro de Astarloa, pretendió desvelar ciertos elementos de la toponimia universal, como Asia, de hasi "principiar", porque "nadie ignora que en esta región tuvo origen el género humano, las ciudades, la religión, las leyes y las ciencias y artes" (Tovar, 1980).

Esa tradición etimológica ha de entenderse como hija de su tiempo, y es fruto de un ambiente religioso y cultural muy específico. Sería injusto, además de falto de rigor, juzgar sus postulados según criterios culturales y conocimientos lingüísticos actuales. Con todo, precedentes como los citados y algunos epígonos carentes de conocimientos específicos y método científico han propiciado que la ciencia de la toponimia haya sido vista con escepticismo, e incluso a veces con descrédito, en sectores no especializados. No obstante, hace tiempo que la toponimia tiene ganado el respeto de la comunidad científica y ocupa dentro de la onomástica el lugar que le corresponde en la ciencia lingüística. La Real Academia de la Lengua Vasca-Euskaltzaindia creó en 1983 la Comisión de Onomástica, en su momento la cuarta comisión académica tras la de Lexicografía, la de Dialectología y la de Gramática (Iñigo, 2008).

Como se ha dicho, la trayectoria de los estudios toponímicos vascos no es larga, pero aún es más breve para la Vasconia meridional. En efecto, las primeras colecciones de topónimos y análisis sistemáticos se realizaron en la Vasconia continental. En la gramática vasca de Lécluse, publicada en 1826, se recogieron sistemáticamente los nombres de lugar de algunas poblaciones. Posteriormente, en 1863, Raymond reunió en su diccionario topográfico los nombres de las localidades de los Bajos Pirineos, con indicación de las distintas variantes lingüísticas. Fue Hatan quien en 1895 publicó su obra con un intento de explicación etimológica de las principales poblaciones de la Vasconia continental. Sin embargo, el primer gran proyecto sistemático para recoger la toponimia vasca, con evidentes fines etnográficos y vascófilos, se materializó en la vertiente sur de los Pirineos a principios del siglo XX. Fue el académico Luis Eleizalde quien creó en todo el País Vasco una amplia red de colaboradores y, a partir de 1922, dio a la luz las listas alfabéticas de voces toponomásticas vascas en la Revista Internacional de Estudios Vascos, editada por la Sociedad de Estudios Vascos. La publicación de esas relaciones se vio truncada por la guerra civil española, y no se completó hasta 1964. En total, conforman un notable corpus de 21.340 topónimos (Galé, 2008). A pesar de las limitaciones metodológicas de aquella empresa, uno de sus valores es que supo limitarse casi exclusivamente a las voces toponímicas vivas, dejando para más adelante la toponimia histórica y arcaica.

Un gran salto cualitativo para el estudio lingüístico e histórico de la toponomástica vasca fue la obra Materiales para una historia de la lengua vasca en su relación con la latina, publicada en 1945 por Julio Caro Baroja. Esa investigación aportó un nuevo enfoque para el estudio de la lengua vasca y también, por tanto, para su toponimia. En palabras del propio autor: "... parece que (las investigaciones actuales) obligan a destruir gran cantidad de las ideas admitidas comúnmente acerca del aislamiento perpetuo del pueblo vascongado y a limitar de manera rotunda la hipótesis del vascoiberismo; en otros términos, a deshacer ilusiones" (Caro, 1945). En la siguiente década llegó la obra Apellidos vascos, de Koldo Mitxelena, y en 1961 la primera edición de su Fonética Histórica Vasca, aún hoy pilares fundamentales para el estudio lingüístico de la toponimia vasca.

Dos aportaciones extraordinarias para la salvaguarda de la toponimia alavesa son, de una parte, la obra Toponimia alavesa, de Gerardo López de Guereñu, quien publicó un total de 25.593 topónimos en el Anuario de Eusko Folklore, entre 1956 y 1983. De otra parte, destaca la labor de campo de José Antonio González Salazar, que fue publicándose en la colección Cuadernos de Toponimia entre 1985 y 1998, hasta alcanzar 31.866 nombres de lugar de toda Álava, incluido el Condado de Treviño. Por otro lado, la Real Academia de la Lengua Vasca inauguró en 1985 la colección Onomasticon Vasconiae con el volumen titulado Toponimia de la cuenca de Pamplona: cendea de Cizur, de José María Jimeno Jurío. A éste le siguieron otros notables estudios toponímicos del mismo autor sobre las cendeas de Galar, Olza, Iza y Ansoain. En esa misma colección se han publicado desde entonces importantes monografías locales. En el año 2009 han visto la luz en Onomasticon Vasconiae los dos primeros tomos de un gran proyecto de documentación histórica y normalización toponímica que tiene como ámbito de investigación Vitoria-Gasteiz y todas las entidades locales de su término municipal. En concreto, en esos dos volúmenes, cuyos autores son Henrike Knörr y Elena Martínez de Madina, se estudia la toponimia de la capital alavesa y de las once poblaciones que formaban la antigua merindad de Malizaeza.

Con todo, el primer gran proyecto que, además de recoger la toponimia, tenía como objetivo su normalización lingüística y socialización, se desarrolló en Navarra, bajo la dirección de José María Jimeno Jurío (Jimeno, 1991). Fruto de esa labor fue la colección "Toponimia y Cartografía de Navarra", conjunto de sesenta tomos, publicados entre los años 1992 y 1999, en los que se recoge de forma exhaustiva la toponimia menor de Navarra. En el ámbito de la Comunidad Autónoma del País Vasco, el Instituto DEIKER de la Universidad de Deusto desarrolló, entre 1986 y 1988, un proyecto de recogida de la toponimia de Bizkaia para su normalización lingüística y cartográfica, a instancia del Gobierno Vasco y en colaboración con la Diputación de ese Territorio Histórico. Más tarde, en 1991, ese mismo Instituto recibió el encargo de llevar a cabo un proyecto de similares objetivos (es decir, de toponimia aplicada a la cartografía) para Álava y Gipuzkoa, en este caso con la participación de ambas Diputaciones, además del Gobierno Vasco (Mujika, 1994).

Se acostumbra a distinguir entre toponimia mayor y toponimia menor, atendiendo a criterios geográficos. Ambos términos han sido mencionados anteriormente, pero sin duda requieren mayor concreción conceptual. Todavía es motivo de debate entre los especialistas la conveniencia o no de realizar esa clasificación basada en criterios extralingüísticos, y se discute si los adjetivos "mayor" y "menor" son apropiados para los topónimos. Desde el punto de vista lingüístico, hay quien opina que dichos conceptos son totalmente relativos y subjetivos, sin límites absolutos, dado que los topónimos en sí no son mayores ni menores (Hernández, 1994). Además, no hay unanimidad en cuanto a la aplicación de ambos conceptos. Así, algunos investigadores entienden por toponimia mayor exclusivamente "el conjunto de denominaciones de núcleos de población -sin necesidad de mayor especificación-, en contraposición con la toponimia menor, que engloba todas aquellas designaciones de cualquier tipo de despoblado" (García, J. J., 2004). Otros, en cambio, extienden ese concepto a los grandes ríos. Por último, otros especialistas incluyen en esa categoría montañas y accidentes considerables del terreno, dejando para la toponimia menor los nombres de heredades, fuentes, caminos, etc. A pesar de esa falta de unanimidad, los términos toponimia mayor y toponimia menor siguen siendo muy utilizados a la hora de clasificar los materiales toponímicos y al realizar monografías locales.

Con todo, no hay duda que cuanto mayor es la extensión geográfica que abarca un topónimo éste resulta más inmutable, es decir, más duradero y antiguo. En efecto, los topónimos mayores, al denominar núcleos de población y accidentes principales, están en la mente de muchos hablantes, lo que garantiza su uso y perdurabilidad. Por el contrario, los topónimos menores pueden ser fácilmente abandonados y sustituidos, ya que designan lugares de reducida extensión, a veces muy poco frecuentados y, por tanto, usados por un número limitado de hablantes. Además, la configuración y uso de la tierra y una nueva organización agraria propician esos cambios de nombres. Nacen espontáneamente, se difunden con rapidez, y son reflejo del léxico popular del lugar, porque en ellos se plasma fielmente la vida y actividad de un pueblo.

Todo eso hace que los estudios toponímicos aporten mucha y variada información, también para conocer aspectos diacrónicos de las lenguas. Por ejemplo, constituye una fuente de conocimiento insustituible y especialmente útil en ámbitos geográficos donde se han producido fenómenos de sustitución lingüística. Tal es el caso de gran parte de Álava y Navarra, territorios en los que la lengua vasca ha sufrido una fuerte regresión a lo largo de la historia. Aunque los datos a los que se puede acceder por esa vía son siempre limitados, la toponimia consigue aclarar muchos aspectos fonéticos y fonológicos de una concreta variedad dialectal, así como de la morfología y de la semántica. Además, mediante la toponimia se puede llegar a determinar con bastante precisión por dónde discurrían los límites geográficos del euskera y del castellano en siglos pasados y la regresión y expansión social de ambas lenguas (Salaberri, 1994).

Asimismo, los estratos más antiguos de la toponimia puede arroja luz sobre la situación de la lengua vasca en ámbitos geográficos exteriores al País Vasco, tales como Gascuña, Aragón, La Rioja y Burgos. Acerca de esta materia no faltan estudios de gran interés. Entre ellos siguen siendo obras de referencia El vascuence en La Rioja y Burgos (1962), de Merino Urrutia, y Cuestiones de toponimia vasca circumpirenaica (1987), de Irigoien.