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Pamplona / Iruña. Historia

El rey consorte Juan de Albret abandonó Pamplona la tarde del día 23 de julio de 1512, ante la proximidad del ejército castellano que se encontraba ya en Arazuri. Huyó en la dirección de Sangüesa y Lumbier. El 24 el ejército del duque de Alba avanza sobre Pamplona y se sitúa en la pequeña planicie de la Taconera, al pie mismo de las murallas. Los pamploneses envían dos parlamentarios al objeto de obtener ciertas condiciones, pero el duque exige la inmediata capitulación de la ciudad. Por la tarde cuatro notables ciudadanos van al cuartel general de Alba para convenir los términos de la misma. El 25 de julio, a las nueve de la mañana, recibió el duque las capitulaciones de Pamplona y le fueron entregados rehenes. En dichas capitulaciones la ciudad obtenía la conservación intacta de sus privilegios y solicitaba poder administrar sus bienes, mientras durara la ocupación castellana, "en nombre de los dichos reyes de Navarra, sus naturales señores".

A las diez tomó su ejército posesión de los portales, torres y defensas. A las once entró el duque triunfalmente en la ciudad y avanzó hasta la catedral donde le esperaba el legado pontificio. A su entrada juró los privilegios de la ciudad y los jurados de la ciudad le entregaron seguidamente las llaves. El 28 de agosto Alba ordenó a los habitantes de Pamplona que reconociesen como "legítimo" rey a Fernando el Católico, reuniendo para ello a los notables de la ciudad en el convento de San Francisco. Estos contestaron que lo reconocían como rey y señor, pero no como "legítimo" rey ya que Juan de Albret y Catalina I, a quienes habían jurado fidelidad, vivían. Obtuvieron tres días de plazo para decidirse. El licendiado Villafaña dirigió una arenga a los pamploneses. A continuación el legado pontificio Bernardo de Mesa, obispo de Trinópolis, exhortó al ejército castellano contra los navarros. Ante las posibles represalias de los castellanos, los pamploneses no tuvieron más remedio que jurar a Fernando como legítimo rey.

El 1 de septiembre, tras dejar una guarnición castellana en la ciudad, el de Alba sale con su ejército hacia Roncesvalles para tomar la Baja Navarra. El 23 de octubre llega un ejército castellano al mando de Antonio de Fonseca, proveniente de Logroño. Llegó muy oportunamente, pues un ejército franco-navarro al mando de La Palice y Juan de Albret en persona se acercaba a la ciudad en tanto que el duque de Alba estaba bloqueado en San Juan de Pie de Puerto. Mientras, Fernando el Católico fue de Tudela a Logroño, muy preocupado porque conocía los avances de Juan de Albret y La Palice y se había corrido el falso rumor de que el duque de Alba estaba copado en los desfiladeros de Roncesvalles. El 24 el ejército del duque llegó a Pamplona, viniendo huido de San Juan de Pie de Puerto, de donde había salido el 22.

Había pasado durante la noche anterior al ejército franco-navarro de Juan de Albret y La Palice. De esta forma tuvo tiempo de fortificar Pamplona. El mismo día 24, horas después de la llegada de Alba, arribó a Pamplona el ejército franco-navarro, que había salido de Sauveterre el 16 de este mes y había perdido tiempo tomando los valles del Roncal, Salazar y Aezcoa y el paso de Roncesvalles. Este decide sitiar Pamplona con sus 14.000 infantes y 1.200 mesnaderos u hombres de armas albaneses, más numerosos navarros y aventureros gascones. Establecen el día 3 de noviembre un sitio que había de durar 27 días. Alba se aprestó por su parte a defender Pamplona. Estableció un rígido servicio de vigilancia dentro de la ciudad. Exiló a Logroño a 200 sospechosos de ser partidarios de Catalina I y organizó admirablemente la defensa; sabía que se estaban formando para socorrerle tres cuerpos de ejército en Aragón, Castilla y provincias vascongadas.

El 5 de noviembre, tras una escaramuza en que murieron algunos franceses, Juan de Albret dirigió al Duque de Alba una orden de entregar la ciudad a lo que éste se negó y además intimó a los franceses a abandonar el suelo navarro. En vista de esto el ejército franco-navarro celebró consejo de guerra y decidió asaltar la ciudad el día 7 de noviembre. El asalto tuvo lugar por las murallas del Arga. Previamente efectuaron un fuerte fuego de artillería, pero cuando las tropas asaltantes estaban al pie de las murallas, los defensores hicieron una salida que los rechazó. Tras este fracaso Albret y La Palice decidieron bloquear la ciudad interceptando los víveres. El bloqueo duró desde el 8 de noviembre hasta el 30 del mismo mes. Durante este tiempo las tropas francesas cometieron varios desmanes en tierra navarra, en contra de la voluntad de Juan de Albret. Ello les hizo ser impopulares entre los navarros. Además se conducían muy indisciplinadamente, por lo que el duque de Alba pudo resistir e incluso hacer pequeñas salidas sorpresivas que diezmaban al ejército asaltante. Incluso parece ser que supo sobornar a algunos capitanes franceses.

El 24 de noviembre las tropas franco-navarras, habiendo recibido del delfín Francisco de Angulema un refuerzo de 2.000 lansquenetes y 4 piezas de cañón, saquearon los conventos de Santa Clara y Santa Engracia y acamparon en la Taconera. Iniciaron seguidamente un violento fuego de artillería contra las murallas a fin de abrir brecha para el asalto. El 25 continuaron el fuego de artillería. Hubo algunas escaramuzas en los huertos próximos a la ciudad, al intentar los encerrados coger algunos víveres. El 26 continuó el bombardeo, no habiendo abierto todavía brecha en las murallas. Por fin el 27 decidieron atacar, a la una del mediodía. Los lansquenetes y la caballería francesa quedaron en retaguardia por deseo de La Palice, formando la vanguardia las tropas navarras y 300 selectos mesnaderos. Por su parte el Duque de Alba colocó en los baluartes de la ciudad a las mejores tropas castellanas. Se llegó a un furioso cuerpo a cuerpo en el que venció la mayor disciplina de los castellanos. Las tropas asaltantes tuvieron que retirarse, dejando 118 muertos y dos banderas en poder de los castellanos.

Por parte castellana hubo 6 muertos y 30 heridos. La responsabilidad de este fracaso recae sobre La Palice, quien se negó a que participasen en el asalto las mejores tropas formadas por los lansquenetes. Estos, conmovidos por el dolor de D. Juan le prometieron que harían un nuevo asalto el día 28 de noviembre y enviaron una carta al Duque de Alba conminándole a que se fuera a Castilla. Este se negó rotundamente. La Palice intervino prohibiendo bajo pena de muerte a los lansquenetes un nuevo asalto. Cunde el desánimo en el campo franco-navarro. El 28 desertaron 4.000 gascones. La Palice opta resueltamente por la retirada, en contra del deseo de Albret. Mientras, el Duque de Nájera había tomado en Puente la Reina contacto con las tropas aragonesas y avanzaba con 16.000 hombres hacia Pamplona. Además los capitanes beaumonteses al mando del capitán Donamaría habían tomado posiciones en Belate y amenazaban con cortar la retirada. El 30 de noviembre el ejército franco-navarro comienza la retirada.

Logra llevarse toda la artillería salvo dos cañones, pero deja muchos heridos que fueron hechos prisioneros. El 1.° de diciembre pasaron el río Arga e hicieron un alto en el monte San Cristóbal, dejando detrás una triste estela de heridos y enfermos. El mismo día llegan a Iruña las fuerzas de socorro. Inesperadamente La Palice vuelve a las puertas de Pamplona y el día 2 reta a los dos duques castellanos a una batalla campal. Estos no aceptan y las tropas francesas toman la retirada definitiva, ordenada pero lenta. Apenas fueron hostigados por las tropas castellanas, pues estaban exhaustas. Sólo el Condestable de Navarra con 1.300 lanzas y el coronel Villalva con 1.500 infantes apoyaron a las partidas que hostigaban los flancos y la retaguardia del ejército franco-navarro. El Duque de Nájera, tras abastecer a Pamplona, regresó a Logroño, a donde llegó el 4 de diciembre y licenció a su ejército. Al ejército franconavarro en retirada se le hace muy penosa la marcha a su paso por el Baztán, y sufre un desastre en Belate. Veáse Belate. En el año 1513 Fernando el Católico nombró alcaide del castillo de Pamplona al clérigo Miguel de Ulzurrun, quien le había prestado un gran servicio encontrando el texto apócrifo del Tratado de Blois.

El intento de reconquista del reino de 1516 fracasó. El 16 de mayo de 1521 un ejército franco-navarro al mando de André de Foix, señor de Asparros, entra en la Alta Navarra con el fin de reconquistar el reino de Navarra para Enrique II de Albret, su rey legítimo. El virrey castellano Duque de Nájera y su lugarteniente el obispo de Avila habían huido a Castilla pidiendo refuerzos. Tan pronto se supo en Iruña la llegada del señor de Asparros a Roncesvalles, la población se sublevó, derribó los escudos de Castilla y saqueó el palacio de los virreyes. El Consejo de Pamplona decidió nombrar una diputación de notables para entregar las llaves de la ciudad al señor de Asparros que acababa de llegar a Villava. El 19 recibió el señor de Asparros a esta diputación y aceptó sus demandas.

El mismo día, siguiendo la costumbre, el señor de Asparros, como delegado del rey Enrique de Albret, juró guardar los Fueros de Navarra y a continuación los diputados juraron fidelidad al rey Enrique. Terminada la ceremonia abandonó el ejército el campo de Villava; la vanguardia, formada por 300 hombres selectos al mando del coronel de infantería Santa Coloma, se adelantó a tomar posesión de la ciudad. Al día siguiente, 20 de mayo, Asparros entró en Pamplona. Intimó a la rendición a la guarnición castellana que se había hecho fuerte en el castillo. El gobernador castellano Don Francisco de Herrero se negó y decidió resistir, a pesar de que estaban sin terminar los trabajos de fortificación. Entonces abrió la artillería francesa un fuego violento; parte de las murallas y los portales fueron hundidos o se desplomaron. Fue entonces cuando Iñigo de Loyola fue herido. No tenía Herrero más que una guarnición poco numerosa y desanimada, por lo que al cabo de dos días de resistencia, cuando las compañías francesas se disponían al asalto, decidió capitular.

Obtuvo para sí y los suyos la salida libre y el señor de Asparros ordenó que les amparasen fuerzas de caballería hasta cerca de Logroño. El general gascón renovó el Consejo de la capital, nombró a Tolet alcaide del castillo y dejó allí 2.000 hombres de guerra con 17 piezas de artillería que había dejado abandonadas la guarnición castellana. Quince días bastaron para reconquistar toda Navarra. Pero este general no se contentó con retener Navarra, sino que avanzó hacia tierras castellanas y sitió Logroño. Grandes contingentes de fuerzas castellanas se formaron para ir en socorro de la capital riojana, por lo que el señor de Asparros se vio obligado a retirarse a la sierra del Perdón. El 30 de junio se enfrentaron los ejércitos francés y castellano en Noain, decidiéndose la batalla a favor de los castellanos. La noche siguiente a la derrota escapó la guarnición francesa de Pamplona, no quedando más que 500 hombres que se rindieron a la primera intimidación que se les hizo. El duque de Nájera y el Condestable de Castilla hicieron inmediatamente su entrada en la capital del reino, donde licenciaron las tropas castellanas.

Pamplona tras la incorporación a Castilla (1512-15): su papel de capital política y administrativa. Con la incorporación de Navarra a Castilla (1515), Pamplona reafirmó su papel de capital política y administrativa del antiguo reino. En diciembre de 1512, desde Logroño, Fernando el Católico confirmó los privilegios de la ciudad, estableciendo que en ella deberían residir Real Consejo, Corte Mayor, Sello y Chancillería. La concentración de instituciones en Pamplona fue ratificada en Valladolid por la reina Juana y su hijo Carlos I (1522). Desde el siglo XVI hasta la guerra de Independencia (1808-14) Pamplona mantuvo el carácter de capital administrativa del reino de Navarra. Las instituciones privativas de éste, con más o menos dificultades, siguieron funcionando y tuvieron casi siempre su sede en Pamplona, aportando a la ciudad buena parte de sus peculiaridades urbanístico-monumentales. A partir de 1512-15 el monarca castellano estuvo representado institucionalmente en Navarra por la figura del virrey, que era al mismo tiempo la máxima autoridad militar en el territorio foral. Los virreyes tuvieron su sede en Pamplona desde 1539.

Residían en el palacio de San Pedro (antiguo palacio real), que se ha conservado hasta nuestros días. Cuando el virrey estaba en la ciudad solía participar en procesiones y demás actos solemnes, lo que en más de una ocasión provocó conflictos de ceremonial entre las partes implicadas (Ayuntamiento, cabildo de la Catedral, etc.). Las Cortes del reino siguieron funcionando durante toda la Edad Moderna, aunque los monarcas procuraron convocarlas menos cada vez, sobre todo en el siglo XVIII. Pamplona fue la ciudad navarra en la que se reunieron las Cortes con más asiduidad entre los siglos XVI y XVIII. Las reuniones de los Tres Estados tenían lugar en una dependencia de la catedral pamplonesa, la sala de la Preciosa. En sesión de las Cortes del 26 de abril de 1576 se creó con carácter permanente la Diputación, comisión ejecutiva delegada de los Tres Estados del reino. A partir de entonces funcionó ininterrumpidamente en todos los intervalos de Cortes a Cortes hasta el siglo XIX (antes habían existido diputaciones con carácter ocasional).

En el siglo XVIII las reuniones plenarias de la Diputación tenían lugar en la sala de la Preciosa de la catedral de Pamplona, aunque su sede central estaba en el palacio del barón de Armendáriz (R. Olaechea, 1980, 37-38). El Consejo Real tuvo desde el siglo XVI carácter de tribunal supremo de Navarra, con jurisdicción en todos los asuntos criminales y civiles, extendida a los ayuntamientos desde las ordenanzas de 1547. Tenía su sede en Pamplona, en un palacio construido también en el siglo XVI (en la actual Plaza del Consejo). Cerca del Consejo Real se construyeron las Cárceles (en lugar hoy ocupado por la plaza de San Francisco). La Corte Mayor era otro tribunal para administración de justicia. Fue perdiendo importancia, puesto que sus sentencias podían ser apeladas al Consejo Real. La Cámara de Comptos fiscalizaba la gestión de las finanzas reales en Navarra. Desde su origen (en el siglo XIV) este tribunal conoció varias sedes. En 1524 se trasladó (junto con la Casa de la Moneda) a un edificio medieval en la entonces calle de las Tecenderías (parte del edificio todavía se conserva en la misma calle, hoy denominada Ansoleaga).

Como ocurría con la Corte Mayor, las sentencias de la Cámara de Comptos también podían ser apeladas al Consejo Real. A las instituciones del reino había que añadir en Pamplona las de gobierno propiamente municipal. Desde el Privilegio de la Unión (1423) el Regimiento o ayuntamiento pamplonés constituía un municipio unido. La Casa Consistorial existía ya en 1483 y se levantó en el foso situado entre las murallas de los tres antiguos barrios (Navarrería, San Cernin, y La Población o San Nicolás. Dichas murallas habían sido derribadas en aplicación del citado Privilegio de la Unión. Este mismo documento estableció las normas para el ejercicio de la alcaldía, que permanecieron invariables en los siglos siguientes. Los burgos se subdividían en barrios, cada uno de los cuales tenía sus propias autoridades (veáse El gobierno municipal en el siglo XVIII). La capital navarra era también sede del obispado de Pamplona, que incluía amplios territorios de Guipúzcoa. Es éste un hecho más que contribuyó a que en Pamplona hubiera una importante proporción de funcionarios administrativos, comparable a la de ciudades tan eminentemente burocráticas como Valladolid o Granada (M. Gembero, 1986, 71-72).

El sistema defensivo. La capital navarra tuvo durante toda la Edad Moderna un marcado carácter de plaza fuerte, que los monarcas consideraban imprescindible para la defensa frente a Francia. De ahí los continuos gastos para reparar y remodelar las murallas, en lo que Jimeno Jurío llama un "urbanismo castrense y conventual" (1974, 218). En 1513, poco después de la conquista, Fernando el Católico había ordenado la construcción de un nuevo castillo en Pamplona, según planos del ingeniero Pedro de Malpaso. La fortaleza era todavía de aspecto medieval: planta cuadrada, torres cilíndricas en los ángulos, gruesos muros y profundo foso. Estaba situada en la parte oriental de la muralla, aproximadamente sobre el solar que hoy ocupa el palacio del Gobierno de Navarra. Durante el reinado de Carlos I (IV de Navarra, V de Alemania, 1517-56) concluyeron las obras del castillo.

Carlos I llegó a la ciudad en 1523, cuando preparaba la recuperación de Fuenterrabía. Visitó de nuevo la plaza en junio de 1542, siendo recibido clamorosamente. Era inminente la guerra contra Francia: el monarca mandó reparar las fortificaciones pamplonesas y demoler cualquier edificación que estuviese en las proximidades de las mismas y pudiera servir de protección a eventuales atacantes. Fueron derribados los conventos de San Francisco y el recién reconstruido de La Merced, en la Taconera. A mediados de siglo el duque de Alburquerque levantó los portales del Abrevador y la Rotxapea. En 1542 el Consejo de Navarra acordó que Pamplona invirtiese en sus murallas todo lo que cobrase de rentas ordinarias (L. Urabayen, 1952, 114). El mantenimiento de las fortificaciones era un pesado gravamen para la ciudad, que continuaría en etapas posteriores. Carlos I se mantuvo respetuoso con el régimen navarro. Incluso dejó un papel secreto en su testamento para que el sucesor revisara la legitimidad de sus títulos sobre Navarra.

En 1556, cuando abdicó, fue sucedido por su hijo Felipe II (IV de Navarra, 1556-98), quien se mantuvo en la misma línea. El nuevo monarca había jurado las leyes navarras en las cortes de Tudela (1551) y tuvo ciertos escrúpulos sobre la posesión del antiguo reino. En enero de 1560 llegó a Pamplona Isabel de Valois, su futura esposa, procedente de Francia y camino de la corte española. La visita dejó huella en la ciudad: se habilitó un camino nuevo para el acceso de la comitiva por el portal de la Taconera, que recibió el nombre de "Cuesta de la Reina". El topónimo, vasconizado como "Larraina", ha subsistido hasta nuestros días. El castillo, terminado con Carlos I, se mostraba ya anticuado para adaptarse a las nuevas técnicas bélicas. De ahí que en época de Felipe II se iniciara la construcción de una nueva ciudadela, según las directrices del ingeniero Jacobo Palear (o Palearo), "el Fratín", experto en fortificaciones en otras plazas.

La primera guarnición se estableció en la ciudadela en 1571. El plano, pentagonal, imitaba la ciudadela de Amberes y tomó cuerpo en los años sucesivos en tomo a cinco baluartes (Santiago, San Antón, Reina, Victoria y el Real). Entre 1644 y 1685 la defensa exterior de la ciudadela se completó con rebellines o medias lunas, según el sistema de Vauban. El propio Felipe II visitó personalmente la capital navarra en 1592; inspeccionó las obras de la ciudadela y asistió al juramento de su heredero (futuro Felipe III).

Durante el siglo XVII siguió preocupando la defensa de Pamplona, por lo que sus murallas fueron objeto de continuas restauraciones. Si los Austrias del siglo XVI habían tenido escrúpulos sobre la legitimidad de su reinado en Navarra, no ocurrió así con Felipe III (V de Navarra, 1598-1621) que firmó un documento dando por buena la incorporación a Castilla. Este monarca había visitado Pamplona con su padre, en 1592, y en aquella ocasión había ratificado el juramento de los fueros (entonces como heredero). Una vez que accedió al trono no volvió a pisar suelo navarro. Durante el reinado de Felipe IV (VI de Navarra, 1621-65) se acentuaron los rasgos de crisis. La Guerra de los Treinta Años y las tensiones entre la monarquía castellana y la francesa afectaron directamente al territorio navarro en conjunto y a Pamplona en particular. Las aportaciones de dinero y tropas alteraron la vida cotidiana y entorpecieron las labores agrícolas, lo que como consecuencia produjo situaciones de desabastecimiento.

Hubo alistamientos desde 1635. Entre 1636 y 1639 el escenario de los enfrentamientos franco-españoles fue el Pirineo occidental, lo que obligó a Navarra a contribuir a la defensa de la monarquía con gran esfuerzo económico y humano. En 1637 Felipe IV decretó un nuevo alistamiento, que fue de unos 1.000 hombres. En 1638, al divulgarse la noticia de una inminente invasión francesa por Roncesvalles y Burguete, en menos de seis días se juntaron más de 6.000 voluntarios en Pamplona (J. Goñi Gaztambide, VI-1987b, 54-77). A partir de 1639 el conflicto se trasladó a los Pirineos orientales, aunque esto no supuso para Navarra el respiro que esperaba la Diputación del reino. A éste llegaron nuevas compañías militares que habían de ser alojadas, con los consiguientes gastos para los habitantes. Hubo presiones desde Madrid para que se reclutasen soldados navarros que combatieran en Cataluña, aunque ahora el conflicto afectaba mucho menos a los navarros que las campañas anteriores.

Las negativas con que la Diputación respondió a los requerimientos reales fueron probablemente la causa de la convocatoria a Cortes de 1642 (V. García Miguel, 1988, 124). Los Tres Estados, con la promesa de obtener algunas mercedes, ofrecieron al rey un servicio de 1.300 hombres, de los que 50 procederían de Pamplona. La capital pretendió enviar sólo 25 hombres, aduciendo haber dado ya 2.000 ducados para las fortificaciones. En 1643 se temió de nuevo que los franceses invadieran Navarra. Felipe IV envió infantería y caballería a Pamplona para proteger la ciudadela; 5.000 hombres defenderían la fortificación, de los que 3.000 acudirían de fuera y el resto se reclutarían entre la población navarra. Las aportaciones de los navarros a la guerra continuaron hasta 1645. A pesar de todo, parece ser que las medidas de defensa en Pamplona no eran suficientes para las necesidades de la plaza. Según Idoate, en el siglo XVII eran necesarios en ella 10.000 hombres; pero en un memorial de 1644 consta que el presidio pamplonés contaba sólo con 150 soldados que no cobraban la paga hacía tiempo, "los más (...) desnudos y mendigando"; la guarnición en el castillo era de 250 hombres y de 500 en la ciudad (F. Idoate, 1974, 20-22).

En este ambiente se produjo la única visita que Felipe IV realizó a Navarra. Había bastante exaltación entre la población, sometida a presiones militares y fiscales a causa de la guerra. Las Cortes, por su parte, estaban molestas a causa de los agravios y contrafueros cometidos desde 1637. Probablemente la presencia real pretendió apaciguar los ánimos. El rey llegó a Pamplona el 23 de abril de 1646, y se alojó en el convento de Trinitarios Descalzos. El Consejo autorizó a la ciudad un gasto de 3.000 ducados para llevar a cabo los preparativos de la visita (J. Goñi Gaztambide, VI-1987b, 82). El monarca permaneció en Pamplona hasta el 28 de mayo del mismo año y durante ese tiempo el heredero Baltasar Carlos ratificó el juramento de los fueros (que en 1632 el virrey había prestado en su nombre). La defensa de la ciudad seguía siendo un tema preocupante, a juzgar por los testimonios de algunos contemporáneos.

El francés Antonio Brunel, por ejemplo, escribe en 1655 que en Pamplona "las fortificaciones necesitan repararse en muchas partes, y la guarnición es mezquina, pues hay pocos soldados, y para sustituirlos obligan a los campesinos a presentarse al primer llamamiento que se les haga" (J. M. Iribarren, 1957, 50). La crisis política en la España del siglo XVII culminó en la figura de Carlos II (V de Navarra, 1665-1700). De salud deficiente, nunca visitó el territorio foral. El debilitamiento del poder central posibilitó durante su reinado la reafirmación de las instituciones navarras. Pamplona, que no perdió su carácter defensivo, reconstruyó en 1666 dos de los portales de acceso a la ciudad, los de la Taconera y San Nicolás. En 1683 estalló un nuevo conflicto bélico entre Francia y España. Luis XIV planificó un ataque por Navarra. En 1684 se tuvo noticia de que 13.000 soldados franceses habían entrado a España por Roncesvalles.

Las Cortes nombraron una Junta que se encargó de movilizar a los navarros para que acudiesen al castillo de Pamplona, de donde partirían dos tercios con destino a Burguete. La incursión francesa fue tal vez de reconocimiento del terreno, ya que sus protagonistas se retiraron a San Juan de Pie de Puerto. No obstante, las Cortes de Navarra se preocuparon por mejorar el sistema defensivo de Pamplona. Se trataba de terminar las cuatro medias lunas de la ciudadela iniciadas anteriormente, siguiendo el sistema Vauban y según planos de Pedro de Azpíroz y Domingo de Aguirre. A ello se destinó una partida de 34.000 ducados (A. Azcona, 1988, 21-22).

En la Baja Edad Media se inició un crecimiento de población en toda Navarra que continuó durante el siglo XVI y afectó también a Pamplona. La capital contaba en 1553 con 1.974 fuegos, es decir, unos 9.870 habitantes, lo que para la época representaba ser una ciudad de tipo medio (según el criterio de Roger Mols). Entre 1427 y 1553 la población pamplonesa aumentó en un 43,87 %. Los habitantes de la capital eran en 1553 el 6,40 % de todos los navarros, el 20,49 % de los de la merindad de Pamplona y el 71,44 % de los de la Cuenca (M. Gembero, 1985, 748-750). Una epidemia de peste afectó a Pamplona en 1599. Aunque la enfermedad no ocasionó un número elevado de muertes, sí supuso una gran conmoción en la ciudad, que fue abandonada temporalmente por los tribunales, el virrey y parte de la aristocracia y gente pudiente. La crisis se tradujo en un notorio descenso de nacimientos y originó el voto municipal de las Cinco Llagas (que sigue renovándose anualmente en la actualidad). A lo largo del siglo XVII la población pamplonesa permaneció estancada en torno a los 10.000 habitantes.

No es de extrañar el fenómeno, ya que el último tercio del siglo XVI fue una fase recesiva para toda la población navarra; y el siglo XVII en conjunto se caracterizó en toda la Península Ibérica y en la mayor parte de Europa por las pérdidas demográficas. En la capital navarra fueron años de gran mortalidad 1612 y 1615. En 1630-3l las defunciones fueron también elevadas y acarrearon un descenso de los matrimonios y nacimientos. Pro- bablemente hay que relacionar esta crisis con la peste de 1626-32, que afectó sobre todo a la Ribera navarra. En Pamplona hubo una psicosis colectiva de desastre, a juzgar por las palabras del representante tudelano en la capital navarra, Díaz de Tornamira, que dice refiriéndose a los Sanfermines de 1631: "(...) aquí todo es morir y enfermedad, que por las calles no se topa sino entierros y doctores a la posta (...)" (E. Orta Rubio, 1981, 39-51). Las crisis bélicas de los años 30 quedaron reflejadas en la evolución demográfica. En 1637, por ejemplo, fue muy elevado el número de defunciones, coincidiendo con las luchas en la frontera pirenaica y con un nuevo alistamiento ordenado ese mismo año para hacer frente a los franceses en el marco de la guerra de los Treinta Años. La población a duras penas mantuvo el total alcanzado en 1553 (unos 10.190 habitantes en 1645, en tomo a 10.250 en 1679).

Conocemos la evolución demográfica en cada una de las parroquias pamplonesas. En la época moderna éstas eran cuatro: San Cernin, San Lorenzo, San Nicolás y San Juan. En 1646 la parroquia con mayor número absoluto de habitantes era San Juan (ubicada en una capilla de la Catedral), seguida en orden decreciente por San Nicolás, San Lorenzo y San Cernin. A lo largo del siglo XVII, sin embargo, San Cernin creció en proporción superior a las otras parroquias (24,49 % en 1646-1679, frente a las otras tres, que crecieron aproximadamente entre un 3,79 % y un 5,11 %). Sin duda, este crecimiento de San Cernin fue la causa de que ya en 1679 estuviera superpoblada en relación a las viviendas de que disponía. Las variables demográficas siguen en el siglo XVII un ritmo estacional relacionado con las labores agrícolas, las creencias religiosas y el clima. La nupcialidad alcanza máximas en diciembre, enero y febrero (meses de relativa tranquilidad en las labores agrícolas); y mínimas en Cuaresma (épocas de la siega y la vendimia).

En líneas generales la tendencia estacional de las concepciones es paralela a la descrita para la nupcialidad. La mortalidad máxima se alcanza en agosto-diciembre (destacando especialmente el mes de septiembre), mientras que las defunciones registran valores mínimos en marzo y abril. Una aproximación a las tasas de natalidad y mortalidad en la Pamplona de la época se ha calculado en base a los datos de la parroquia de San Nicolás. En el siglo XVII la tasa de natalidad en dicha parroquia se situaba en torno al 32 por mil; y la de mortalidad adulta, en tomo al 17,7 por mil. La importancia numérica de la población de Pamplona en el siglo XVII respecto a la de la merindad y al total de Navarra se mantuvo en cotas similares a las alcanzadas en el siglo anterior (por encima del 6 y del 20 %, respectivamente).

Los sectores jurídicamente privilegiados (nobleza y clero) son todavía mal conocidos desde el punto de vista numérico. En el apeo de 1679 se anotan 88 eclesiásticos seculares en la ciudad, aunque la cifra probablemente era mayor en la realidad y a ella habría que añadir los eclesiásticos regulares. Los nobles no son recogidos sino esporádicamente en los apeos del siglo XVII (probablemente por sus exenciones fiscales, ya que el fin de los apeos era principalmente recaudatorio). A pesar de tratarse de una ciudad, Pamplona contaba en esta época con un importante número de personas dedicadas al cultivo de las tierras. En 1679 el sector primario suponía más del 24 % de la población activa, frente al secundario (37 %) y terciario (29 %). La importancia de las actividades primarias en Pamplona se sitúa en cotas similares a las de otras ciudades del Antiguo Régimen, pero inferiores a los valores obtenidos para la merindad de Pamplona o el conjunto español. El sector primario estaba casi íntegramente compuesto por agricultores.

Siempre según datos de 1679, éstos eran 390, frente a siete pastores y un mayoral. El sector secundario (incluyendo en él todas las variedades artesanales) daba en 1679 trabajo a unas 600 familias pamplonesas. Conocemos la distribución de oficios en las diferentes parroquias (M. Gembero, 1986, 100-102), lo que permite ver la mayor concentración de unas u otras profesiones según las zonas de la ciudad. Los 12 plateros apeados ese año, por ejemplo, vivían en San Cernin. De 17 cordeleros, 11 habitaban en San Juan. El número de sastres y zapateros parece estar en función del total de población: ambos oficios eran más numerosos en las parroquias más pobladas (San Juan y San Nicolás) y menos en las San Cernin y San Lorenzo, cuya población en esta época era más reducida. Los artesanos pamploneses estaban agrupados en un considerable número de gremios y cofradías, cuyas características y organización fueron estudiadas por M. Núñez de Cepeda (1948). Este tipo de asociaciones, donde lo religioso y lo laboral iban indisolublemente unidos, estaban dirigidas por un prior, mayorales y "veedores" de obras del oficio, quienes determinaban la calidad de los productos, establecían las reuniones de los agremiados o cofrades, sus deberes religiosos y sociales, etc.

Muchos de los gremios y cofradías tenían un origen medieval y a lo largo del siglo XVI renovaron sus ordenanzas y estatutos. Esto último ocurrió con los gremios de herradores, albéitares y herreros (1508), cuchilleros (1516), almudelafes, sastres y calceteros (1527), pelaires (1533), basteros (1552), corredores, boneteros y burulleros (1563), cereros y confiteros, cerrajeros y cuchilleros (1568), molineros, guanteros y bolseros (1569), sombrereros (1570), zapateros (1572 y 1590), cordeleros (1573), cortadores o carniceros (1582), zurradores (1583), aforradores, pellejeros y manguiteros (1584), carpinteros (1586), plateros (1587) y adoberos (1598). Por lo que se refiere al sector terciario, una buena parte de él (no siempre recogida en las fuentes) estaba constituida por servicio doméstico, hecho frecuente en todas las sociedades del Antiguo Régimen. Los comerciantes tenían un peso específico dentro de la ciudad, favorecidos por la situación geográfica de la misma.

El francés Antonio Brunel, que pasó por Pamplona en 1655, escribe: "el pueblo es grosero y se dedica al comercio que practica con Francia con una gran libertad, como si no hubiera guerra entre las dos coronas" (J. M. Iribarren, 1957, 49-51). Los militares suponían en torno al 9 % de la población activa en 1679, aunque las fuentes de la época se quejan de que eran insuficientes para la defensa de la ciudad (v. Las crisis bélicas del siglo XVII). Funcionarios y burócratas, por su parte, representaban en torno a un 10 % de la población activa y probablemente su importancia cualitativa era superior a la numérica. La población que trabajaba en educación y sanidad era muy pequeña en número, al menos según el apeo de 1679, que probablemente es poco fiable para este sector (veáse apartados sobre sanidad y educación en los siglos XVI y XVII). Las condiciones de vida eran extremadamente duras para toda la población. Una parte considerable de ella carecía de recursos indispensables.

En 1679 más del 6 % de las familias pamplonesas eran pobres "de solemnidad". A esta cifra habría que añadir mendigos, vagabundos y otros sectores marginales que, por su propia esencia, no quedan recogidos en las fuentes oficiales. Para garantizar el abastecimiento de pan entre la población se constituyó en 1527 el Vínculo de Pamplona, que almacenaba trigo (a veces importado) y combatía la especulación. Ver Vinculo. Felipe IV concedió al ayuntamiento pamplonés en 1665 el privilegio para la venta exclusiva de pan, a pesar de lo cual fue continua la lucha contra los panaderos particulares (J. J. Arazuri, 111-1980, 297-299). Un dato de interés relacionado con la economía y las condiciones de vida es la vivienda. Basando su estudio en los apeos de población del siglo XVII, se constata que entre 1646 y 1679 las viviendas crecieron a un ritmo más rápido que la población.

La media de familias por casa no llegaba a dos; es decir, que en muchas ocasiones cada familia habitaba individualmente en una casa. Por lo que respecta a la propiedad de las viviendas, eran minoritarios los vecinos propietarios de sus casas (o al menos de una vivienda en la ciudad). En el siglo XVII la cifra de vecinos propietarios era inferior al 22 % de la población, y disminuyó al menos hasta comienzos del XVIII. Paralelamente se produjo un descenso de la propiedad en manos de particulares y un aumento de las casas propiedad de instituciones religiosas o civiles. La mayoría de los pamploneses ocupaban viviendas que no eran de su propiedad. Este hecho contrasta con la tónica general en la merindad de Pamplona y en el conjunto navarro, donde eran mayoría los propietarios de las casas que habitaban y en cambio muchos menos los que ocupaban casas arrendadas. Respecto a la distribución de las viviendas en las diferentes Zonas de la ciudad, era bastante homogénea e iba en proporción al número de habitantes. En todas las parroquias la densidad de habitación en el siglo XVII oscilaba entre los 6 y los 7,6 habitantes por casa (M. Gembero, 1986).

Fernando el Católico introdujo muy tempranamente (ya en 1513) la Inquisición en Navarra. Según Goñi Gaztambide, la fe no corría peligro alguno, pero al rey "le interesaba utilizarla como un instrumento más de sujección del reino de Navarra al de Castilla". Los primeros inquisidores fueron el licenciado Francisco González de Fresneda y fray Antonio de Maya, prior del convento de Santiago de Pamplona. La institución, recibida con hostilidad, se fue consolidando "gracias a la moderación que mostraron sus principales responsables" (J. Goñi Gaztambide, III-1985a, 118-119). Respecto al número total de eclesiásticos existentes en la Pamplona de la época, las fuentes coetáneas parecen insinuar que era elevado para la población. En 1580, cuando los jesuitas pretendían abrir su colegio, aquéllos que se oponían aducían que había en Pamplona 150 clérigos, sin contar muchos adventicios "los cuales con solas sus coronas se entretienen por no tener oficio ni beneficio, que no los hay en estas tierras por la pobreza de los vecinos" (J. Goñi Gaztambide, IV, 1985b, 516).

En el apeo de 1679 son anotados 88 clérigos seculares, mayoritariamente concentrados en la parroquia de San Juan (42 % del total). A lo largo del siglo XVI se instalaron nuevas fundaciones de regulares en la ciudad. Se construyó el convento de San Francisco en el burgo de San Cernin y los de Santo Domingo y La Merced en la Navarrería. Los jesuitas se instalaron en Pamplona en 1578 (en la calle entonces llamada del Alfériz) y fundaron en 1580 el colegio de la Anunciada. Existían a la sazón en la ciudad cinco monasterios de frailes y dos de monjas. En 1583 llegaron las carmelitas descalzas, que se establecieron de momento en un convento provisional y construyeron después otro (en terrenos actualmente cercanos al Gobierno de Navarra y comienzo de la avenida de Carlos III). Los carmelitas descalzos construyeron en 1587 su convento extramuros de la ciudad, en el barrio de La Magdalena (margen derecha del río Arga).

En el siglo XVII se asentaron extramuros de Pamplona otros dos conventos: Capuchinos (iniciado en 1607 a orillas del Arga, cerca del monasterio de San Pedro de Ribas); y Trinitarios reformados o descalzos. Monjes de esta última orden llegaron a la ciudad en 1607 y se ofrecieron para hacerse cargo del cuidado de enfermos en el Hospital General, tanto en lo espiritual como en lo corporal. El Regimiento, temeroso de perder el único patronato que poseía sobre la institución, denegó la licencia a los trinitarios, so pretexto de que ya había muchos conventos en la ciudad y de que no conocían la lengua vascongada, usada por la mayoría de enfermos del Hospital (J. Goñi Gaztambide, V-1987a, 113-114). En 1608 los trinitarios se instalaron provisionalmente en San Fermín de Aldapa y posteriormente construyeron un nuevo convento extramuros, entre la Cuesta de la Reina y el río Arga. En diciembre de 1609 los jesuitas celebraron solemnemente la beatificación de Iñigo de Loyola y contaron en los actos correspondientes con la asistencia del cabildo de la Catedral.

Años después, en 1622, Iñigo de Loyola fue canonizado, junto con San Francisco Javier, Santa Teresa de Jesús, San Felipe Neri y San Isidro Labrador. La diócesis pamplonesa festejó espléndidamente la subida a los altares de dos de sus hijos. La canonización de San Ignacio tuvo especial resonancia en Guipúzcoa, y la de San Francisco Javier en Navarra. La Diputación decidió ese mismo año nombrar a San Francisco Javier patrono del reino, aunque no patrono único. Precisamente el patronato de San Francisco Javier ocasionó una larga polémica entre "javieristas" y "ferministas" entre 1648 y 1657. En 1648 la Diputación consiguió que el obispo Queipo de Llano declarase único patrono del reino a San Francisco Javier. A ello se opuso el ayuntamiento pamplonés, alegando que el único patrono era San Fermín.

Esta postura fue apoyada por el cabildo de la Catedral y una parte del clero diocesano. La polémica se complicó, e incluso el virrey medió para intentar llegar a un acuerdo entre la Diputación y el regimiento de Pamplona. Tras muchas gestiones infructuosas, el papa Alejandro VII zanjó la cuestión con un Breve del año 1657 en el que declaraba a San Fermín y San Francisco Javier patronos igualmente principales del reino de Navarra. Las fiestas de ambos deberían guardarse como de precepto, absteniéndose de todo trabajo. En 1668 se creó la Escuela de Cristo de Pamplona, cuyas constituciones fueron aprobadas al año siguiente. En la fundación participó activamente el obispo Andrés Girón. Las Escuelas de Cristo, inspiradas por San Felipe Neri, estaban compuestas por religiosos y seglares (todos gente ejemplar), y buscaban la santificación individual por medio de la oración, mortificación y obras de caridad. Siguiendo el ejemplo pamplonés, estas instituciones se extendieron a otros lugares de Navarra y del obispado, como Estella, Corella, Viana, Cascante, Los Arcos, Hondarribia, San Sebastián o Lekeitio.

En los siglos XVI y XVII resultaba imposible distinguir entre sanidad propiamente dicha y beneficencia. Ambas se entremezclaban, como era habitual en las sociedades del Antiguo Régimen. Frecuentemente eran religiosos los encargados de atender a los enfermos y necesitados que acudían a las instituciones benéficas. Desde finales del siglo XI se habían multiplicado en Pamplona los centros asistenciales, a causa del fenómeno de las peregrinaciones. Diseminados por los antiguos burgos y extramuros, varios de estos hospitales de peregrinos subsistieron durante la Edad Moderna. A comienzos del siglo XVI había en Pamplona hasta nueve hospitales pequeños, pobres y mal atendidos, además de varias casas de cofradías para los pobres (J.J. Arazuri, 1972, 12). En esa centuria es cuando se creó el Hospital General, la principal institución médica de la Pamplona moderna. El Hospital General de Nuestra Señora de la Misericordia fue fundado por Ramiro de Goñi, aristócrata y arcediano de la Tabla de la Catedral, que lo puso bajo el patrocinio del Ayuntamiento. La idea estaba en marcha ya en 1525, y se hizo realidad veinte años más tarde.

En 1564 se acordó que los hospitales menores se integraran en el General. A pesar de todo siguieron funcionando centros particulares, si bien cada vez más claramente dirigidos a la beneficencia. En el siglo XVI había en el Hospital tres médicos y tres cirujanos. La institución estaba regida por dos administradores o mayordomos nombrados por el Regimiento; éstos eran cargos honoríficos que recaían en personas de reconocida solvencia moral y relevante condición socio-económica (J.J. Arazuri, 1973, 29-31). El funcionamiento del Hospital quedó regulado por sucesivas constituciones, como las de 1699 y 1730. La institución subsistió en el mismo local hasta el siglo XX, y su fachada todavía se conserva en la actualidad (hoy da entrada al Museo de Navarra). El Hospital Militar (u Hospital de San Nicolás de los soldados) se fundó en la segunda mitad del siglo XVI, siendo virrey Vespasiano Gonzaga y Colonna (1571-74). Sus medios eran modestos, contando en principio con ocho camas (J.J. Arazuri, 1973, 32-33).

Es difícil llegar a una visión numérica de conjunto sobre el personal sanitario cualificado de la ciudad. En el apeo de 1679 se anotan seis médicos, un protomédico, once cirujanos, seis boticarios y cuatro parteras. Según estas cifras, la proporción era de un médico por cada casi 1.500 pamploneses (aunque es posible que en ellas no estuviera incluido el personal del Hospital General y otras instituciones benéfico-asistenciales) (M. Gembero, 1986, 73). Más relacionadas con la beneficencia que con la sanidad propiamente dicha estaban otras instituciones, como la Casa de Niños Doctrinos o el Padre de Huérfanos. En 1594 el Ayuntamiento creó el "Seminario de Niños de la Doctrina Cristiana", "para recoger a niños que andaban perdidos, así naturales de Pamplona como de todo el reino de Navarra" (J. M. Jimeno Jurio, 1974, 226-227). En opinión de Garralda este asilo había sido fundado antes de 1580. Los chicos acogidos tenían entre 7 y 12 años y sus actividades fueron reguladas por las constituciones de 1608, 1699, 1721 y 1792 (J. F. Garralda, 1989a, 145).

Popularmente conocidos como "los Doctrinos", estos niños vivían en una casa de la calle Comedias. Precisamente los beneficios que las representaciones teatrales aportaban eran uno de los ingresos principales para su manutención. El Padre de Huérfanos tenía como misión recoger a niños y adultos abandonados o realmente pobres para evitar su indigencia material y espiritual. La institución fue estudiada en profundidad por Salinas Quijada (1954). Hasta 1588 el puesto recaía en uno de los 17 empleados municipales que vestían de librea. En 1588 se dignificó el cargo, aumentándose la retribución y poniendo a su disposición dos nuncios (a finales del XVI se suprimió uno de los nuncios). El nombramiento solía hacerse en personas relevantes y tenía una duración anual, alternándose representantes de los tres burgos. En 1604 el Ayuntamiento acordó designar cada mes a dos regidores que ejercieran las funciones del Padre de Huérfanos. En sustitución de éste se nombró en 1608 un alguacil de vagabundos. A partir de entonces la institución pasó a tener una función más policial que asistencial (J. J. Arazuri, 1973, 44-47; J. F. Garralda, 1987a, 146).

En el siglo XVI la capital navarra contaba con un Estudio de latín. Hubo iniciativas para extender la enseñanza a las clases desfavorecidas. En 1551 se fundó un colegio en la Hospitalería de la Catedral para 18 estudiantes pobres. En el momento de su ingreso deberían tener entre 8 y 13 años, y permanecerían seis en la institución. También se intentó fundar en la Hospitalería un "orfanotrofio" para 18 niñas pobres, aunque no se sabe si llegó a funcionar (J. Goñi Gaztambide, III-1985a, 426-428). Como en tantos otros lugares, la renovación pedagógica en la ciudad estuvo relacionada con la Compañía de Jesús. En 1580, poco después de su llegada a Pamplona, los jesuitas fundaron el colegio de la Anunciada. De momento hubo oposición por parte de los otros sectores eclesiásticos también dedicados a la enseñanza. Se alegaba que ya había centros suficientes para el aprendizaje: Latín en el Estudio de la ciudad, Artes y Teología en los monasterios, Doctrina Cristiana en las escuelas elementales.

A pesar de todo el colegio de los jesuitas se abrió con éxito. En él se impartían al comienzo Humanidades y Moral, y más adelante Filosofía y Teología. Poco después de su apertura contaba con 450 alumnos; hacia 1620 éstos eran más de 500; a finales del XVII, 600; y entrado el XVIII, 900. En 1597 el ayuntamiento pamplonés delegó en la Compañía de Jesús la enseñanza de la Gramática en la ciudad, mediante una Concordia que se mantuvo vigente hasta la expulsión de los jesuitas (en 1767). En 1630 se inauguró una Universidad (regentada por los dominicos) en el convento de Santiago. A su creación se opusieron los jesuitas y los benedictinos de Irache. La institución se fundó con carácter interino: cuando se estableciese una Universidad del reino, las cátedras de la Universidad de los dominicos (Teología y Artes) se incorporarían automáticamente a ella. En 1652 los dominicos comenzaron a dar los pasos necesarios para ampliar la Universidad con las facultades de Leyes, Cánones y Medicina, lo que perjudicaba a la Universidad de Irache, que expedía estos títulos.

Las Cortes iniciaron gestiones en 1654 para fundar una Universidad pública en Pamplona. Los permisos para la misma habían sido ya anteriormente concedidos por Felipe II (1619) y el Papa Gregorio XV (1621), pero el proyecto no se había podido llevar a cabo por la Guerra de los Treinta Años, que había absorbido todos los recursos económicos y humanos del reino. Los navarros, recordando a la Monarquía los servicios prestados durante la contienda, pretendían obtener alguna ayuda para la fundación. De momento las gestiones resultaron infructuosas. El vascuence estaba muy arraigado en la población pamplonesa, a juzgar por los datos que pre- sentan Goñi Gaztambide e Idoate. El primero relata un pleito de 1686 entre los receptores del tribunal eclesiástico y un repartidor del mismo, Pedro Pagola, pleito que se comenta en el apartado "Las lenguas" de este artículo. La vida cultural en la Pamplona de los Austrias nos es sólo parcialmente conocida. Los acontecimientos relevantes eran subrayados por festejos con música, danzas y fuegos artificiales.

Ocurrió así con la visita de Isabel de Valois, prometida de Felipe II, que llegó a la ciudad en 1560. En las fiestas patronales de San Fermín, además de solemnes cultos y procesiones, danzas y fuegos de artificio, se celebraban festejos taurinos. A lo largo del siglo XVII se incrementó la afición por los espectáculos teatrales (las comedias). Las representaciones tenían lugar en el único teatro municipal existente, llamado Casa de las Comedias, cuyos beneficios iban a parar a los Niños de la Doctrina. El local fue inaugurado antes de 1623. Su aforo era escaso, por lo que entre 1664 y 1665 fue reconstruido. La nueva Casa de Comedias tenía palcos separados para el Ayuntamiento, Diputación, Consejo Real, regidor, virrey, consultores y Cabildo de la Catedral. Los varones contemplaban las representaciones de pie, en el "patio". Las mujeres, en la "cazuela" o parte alta del local (J. J. Arazuri, 1979, I, 213-214; J. M. Corella, 1971).

La Capilla de Música de la Catedral fue ampliada en 1523, con motivo de la visita de Carlos I. Esto supuso una potenciación de la música culta, ya que el repertorio religioso era escuchado por la mayoría de la población. En la transición del siglo XVI al XVII vivió un maestro de gran calidad: Miguel Navarro (+ 1627), que logró editar algunas de sus obras en vida; además de dirigir la capilla en la catedral pamplonesa durante dos etapas distintas, fue prior de los ermitaños de Navarra, y conectó con el espíritu religioso del Siglo de Oro español. Los pamploneses del siglo XVII pudieron también escuchar en la Catedral las obras de compositores como Urbán de Vargas, Pedro de Ardanaz y José de Cáseda y Villamayor, entre otros (A. Sagaseta, 1983; J. Goñi Gaztambide, 1983 y 1986).

A la muerte de Carlos II se desencadenó la Guerra de Sucesión (1700-13). Ya desde antes de estallar la contienda, Navarra apoyó a Felipe de Borbón (que resultaría vencedor). Sin duda esto sirvió para que el antiguo reino no perdiera sus peculiaridades forales (frente a los restantes territorios hispánicos, que vieron suprimidos muchos de sus derechos históricos con los Decretos de Nueva Planta de 1707). La adhesión de los navarros a la causa felipista no les eximió, sin embargo, de los inconvenientes de la guerra. En 1704 hubo un primer trasiego de tropas francesas por el territorio foral. Algunos documentos anónimos llegados a la Diputación animaban a los pamploneses a no admitir a las tropas francesas (J. M. Sesé, 1988, 197). Cuando Aragón cayó en manos del archiduque Carlos, Navarra se vio obligada a defender sus fronteras con mayor empeño. En 1710 la propia Pamplona se vio amenazada.

Según Idoate (1974, 20-22) la ciudad estaba casi desguarnecida, con sólo 50 soldados. Hubo un llamamiento en defensa de la capital, si bien ésta no llegó a ser invadida. Felipe V (VII de Navarra, 1700-1746) estuvo en Pamplona en más de una ocasión. En 1706 pasó por la ciudad en el curso de la guerra de Sucesión. En diciembre de 1714 llegó a Pamplona su prometida, Isabel de Farnesio, procedente de Francia. Se dirigía a Madrid, para contraer matrimonio con el Rey. La ilustre visitante permaneció varios días en la ciudad y fue obsequiada con distintos actos musicales en los que intervinieron tres ministriles de la Catedral, tres danzas y seis "quadrillas de julares". La ciudad se engalanó con arcos triunfales y hubo también una corrida de toros, fuegos artificiales, etc. (AMP, Asuntos Regios. Festejos Reales, leg. 6, n.° 6). En 1719 Felipe V volvió a Navarra, acompañado por su ya esposa Isabel de Farnesio.

La visita se debió a la necesidad de seguir de cerca una breve guerra contra Francia e Inglaterra. Los monarcas llegaron a Pamplona el 10 de julio y permanecieron tres días alojados en la canonjía, aunque realizando continuas salidas al campo. Partieron repentinamente de la ciudad, pero el 19 de julio asistieron en la catedral pamplonesa a un Te Deum para festejar la victoria de Francavilla, en Sicilia. Al finalizar el acto volvieron a la localidad de Asiain (Navarra). El 2 de agosto de 1719 los monarcas llegaron de nuevo a Pamplona "a hacer la diligencia del juvileo de la Porciúncula", partiendo inmediatamente en dirección a la Ribera (ACP, Libro 2.° de Acuerdos, 1701-25, 126v-127v). Felipe V abdicó inesperadamente del trono español en 1724. Durante siete meses el reino estuvo (al menos nominalmente) en manos de Luis I (II de Navarra), que contaba tan sólo 17 años. Su muerte prematura hizo que Felipe V retomara las riendas del gobierno e iniciara su segundo reinado, que se extendió hasta el final de su vida (1746).

Durante el reinado de Felipe V tuvieron lugar otras visitas de personas reales a Pamplona, además de las realizadas por los propios monarcas. La infanta María Victoria de Borbón estuvo en la ciudad entre el 18 y el 20 de mayo de 1725. La capital navarra fue una etapa de tránsito en su viaje desde Francia a Madrid. El regimiento pamplonés aprovechó esta corta visita para obsequiar a la infanta con una corrida de toros (celebrada el 19 de mayo), danzas, "julares" y una mascarada (M. Gembero, 1990, 629). Especial importancia adquirió la estancia en Pamplona de Mariana de Neoburgo, reina viuda de Carlos II, que permaneció en la ciudad varios meses, entre septiembre de 1738 y abril de 1739. La reina vivía desde 1706 en las cercanías de Baiona (Lapurdi). El 22 de septiembre de 1738 cruzó la frontera hispano-francesa y llegó a Roncesvalles (Navarra). Entró en Pamplona el jueves 25 de septiembre de 1738, cerca de las cuatro de la tarde.

Visitó la catedral antes que el palacio, como era su deseo. La soberana estaba impedida: "por la crecida edad y muchos accidentes, Su Magestad no podía salir de la silla en que venía colocada", que era portada por seis "silleteros". En Pamplona le hicieron una "nueba silla de manos con cristales" (ACP, Libro l.° de Notum 1725-43, 219r-223r y 231v-237v). Mariana de Neoburgo cumplió años en Pamplona el día 28 de octubre de 1738. Las autoridades locales le hicieron la correspondiente visita de cortesía, tanto en esa fecha como el día 19 de diciembre (en esta ocasión por el cumpleaños de Felipe V). La reina era especialmente devota y visitó con detenimiento no sólo la Catedral, sino muchas otras iglesias y conventos de la ciudad: Capuchinos, Santa Engracia, San Pedro, Recoletas, Mercedarios, Santo Domingo, Jesuitas, Descalzos, Trinitarios, convento del Carmen, San Agustín, La Merced, San Francisco y parroquias de San Saturnino, San Lorenzo y San Nicolás.

Le acompañaba en estas visitas el obispo (Francisco Ignacio de Añoa y Busto), que recibía a la reina, decía las oraciones del Pontifical y daba la bendición con la custodia. La reina era recibida con palio y "gustaba Su Magestad mucho de estas debotas ceremonias". Por su propia iniciativa se celebró una novena a la Virgen del Camino (venerada en San Cernin); para la imagen mandó hacer un nuevo vestido y regaló una pieza de diamantes "de su llevar" valorada en 10 ó 12.000 ducados de vellón (ACP, Libro 1.° de Notum 1725-43, 231v-237v). Durante la estancia de Mariana de Neoburgo en Pamplona se organizaron diversas actividades en su honor: bailes, fuegos artificiales, mascaradas, una corrida de toros, etc. En las Navidades de 1738 la Capilla de Música de la Catedral completa acudió al palacio para cantar los nuevos villancicos a la reina, que había expresado con insistencia su deseo de oírlos. La soberana participó activamente en la Semana Santa de 1739. Incluso hubo que traer una partida de palmas de Madrid para la reina y "su familia".

La visita de Mariana de Neoburgo inspiró unas anónimas Aclamaciones festivas (...), editadas en Pamplona en 1738. El tono de la obra (que se extiende a lo largo de 71 páginas) es satírico. Pérez Goyena cree que su autor pudo ser el jesuita P. Bermejo (M. Gembero, 1990, 629-632; ACP, Libro se Sacristía 1724-81, 70v). En abril de 1739 la corte reinante en Madrid decidió que Mariana de Neoburgo pasara a residir en Guadalajara, aunque se sabía que la reina "nada bien llevaba este viage, ni el que le hablasen dél (sic)". La soberana sintió mucho dejar la capital navarra, que tan hospitalariamente le había acogido.

Tras las despedidas oficiales, la solemne comitiva real partió el 23 de abril de 1739. Mariana de Neoburgo falleció poco tiempo después de su llegada a Guadalajara (ACP, Libro 1.° de Notum, 1725-43, 257v-259v; AMP, Asuntos Regios. Festejos Reales, leg. 6, n.° 15). En octubre de 1739 visitó Pamplona la infanta Luisa Isabel de Francia, desposada con el infante español Felipe. La infanta estuvo en la Catedral y el Regimiento organizó una corrida de toros, una máscara, danzas, etc. Desde la capital navarra la infanta prosiguió su viaje en dirección a Olite (Navarra) (M. Gembero, 1990, 632).

La monarquía española conoció un período de cierta tranquilidad y prosperidad económica con Fernando VI (II de Navarra, 1746-59) y Carlos III (VI de Navarra, 1759-88). Pamplona inició en esta etapa diversas construcciones arquitectónicas (veáse Las transformaciones urbanas en la Pamplona del Setecientos). Durante esos años las prerrogativas forales fueron sistemáticamente minadas. Ninguno de los dos monarcas citados visitó Navarra y, aunque no llegaron a violar directamente los fueros, en la práctica los debilitaron tanto como pudieron, de acuerdo con las ideas de centralismo administrativo que caracterizaron a la dinastía borbónica. En este proceso las resistencias por parte de los navarros no fueron unánimes. La burocracia pamplonesa, lo mismo que la nobleza y burguesía comerciante, estaban muy "borbonizadas". Había, por tanto, ciertos apoyos subyacentes hacia el gobierno de Madrid (A. Domínguez Ortiz, 1976, 159).

La estructura de los cargos concejiles en el ayuntamiento pamplonés se mantuvo invariable desde el Privilegio de la Unión (1423) hasta la Constitución de 1812. El tema en el siglo XVI fue estudiado por S. Lasaosa (1979, 552 pp.) y en el XVIII por J. F. Garralda Arizcun (1988, 131-144). A lo largo de todos esos años hay una clara línea de continuidad. La corporación municipal estaba compuesta por diez regidores y un alcalde ordinario. De los diez regidores, cinco pertenecían al burgo de San Cernin, tres al de la Población (o San Nicolás) y dos a la Navarrería. Tanto regidores como alcalde eran elegidos anualmente y no podían ser reelegidos en los años posteriores a su mandato. Los diez regidores salientes elegían a los diez entrantes el primer domingo de septiembre después de la fiesta de Santa María. Una semana después, los nuevos regidores elegían una tema de nombres para el puesto de alcalde.

El alcalde precedente tenía voto de calidad en caso de empate. Los nombres de la terna pertenecían cada año a uno de los burgos, sucediéndose paulatinamente los de San Cernin, San Nicolás y la Navarrería. De esa terna el virrey (en nombre del rey) nombraba al alcalde para el año. Si el alcalde fallecía en el ejercicio de su función, volvía a presentarse una terna con vecinos de su mismo barrio. El nuevo elegido ocupaba el puesto durante el tiempo que hubiera correspondido al difunto. Este sistema de funcionamiento de la alcaldía entró en crisis a comienzos del siglo XIX, entre otras razones por la ocupación francesa. La asistencia del alcalde a las sesiones de Consulta municipal no era fija, sino que se limitaba a los asuntos de mayor importancia y a los casos de votaciones empatadas. Para ser alcalde se exigía, entre otros requisitos, pertenecer a la nobleza. Precisamente la escasez de nobleza titulada en Pamplona motivó que hubiera repeticiones en determinados nombres para la alcaldía. Los regidores tenían facultades legislativas, ejecutivas y judiciales.

Sus poderes, sin embargo, no eran absolutos, sino que estaban limitados por el fuero municipal de Pamplona. Uno de los regidores ostentaba el cargo de alcalde del mercado. La distribución social de los cargos concejiles en la Pamplona dieciochesca se limita a varios grupos bien definidos: nobles, abogados, procuradores, escribanos reales, y también algunos labradores propietarios y comerciantes (incluidos chocolateros y cereros). En general se trata de clases aristócratas y medias más o menos pudientes. Falta la representación del artesanado, profesiones liberales o menos pudientes (como albañiles, canteros, etc.) y labradores humildes. "En todo momento, prevalece el criterio del Ayuntamiento de elegir a los vecinos mejor preparados, sobre el criterio de la representación orgánica, que en ningún momento es planteado" (J. F. Garralda Arizun, 1988, 135). El gobierno municipal pamplonés del siglo XVIII tenía ciertas peculiaridades respecto a los municipios castellanos: no existía la figura del corregidor, ni la de los alcaldes mayores; no afectó a Pamplona la reforma municipal decretada por Carlos III en 1767, que creaba los cargos de diputados del común y síndico personero; los cargos concejiles nunca eran vitalicios, no podían heredarse o venderse. Por otra parte, y a diferencia de lo que ocurría en Castilla o Vascongadas, en Pamplona no se evolucionó hacia una aristocratización ni hacia ayuntamientos más oligárquicos.

Por el contrario, las clases de menor categoría social ocuparon paulatinamente un mayor número de regidurías en detrimento de la nobleza titulada y la abogacía. Las reelecciones de cargos concejiles se debieron más a la carencia de vecinos aptos que al afán de concentrar el poder político en pocas manos (J. F. Garralda, 1988). En el siglo XVIII siguió vigente la división de la ciudad en barrios, que según las ordenanzas de 1741 (aprobadas por el Consejo Real y publicadas en 1749) eran 20. Al frente de cada barrio, además del prior (elegido por Pascua de Resurrección) había dos consultores, cuyo mandato era también anual; mayorales (que ejecutaban las órdenes del prior), contadores, procuradores y diputados. Las citadas ordenanzas de 1749 otorgaron amplias facultades a los priores. Estos eran los encargados de mantener el orden público y mediar en los conflictos entre vecinos para intentar llegar a una solución sin recurrir a la Real Corte.

Tenían también facultad para imponer multas y realizar embargos. Priores y mayorales tenían obligación de rondar de noche por sus barrios, aunque esto no supuso la desaparición de las rondas realizadas por los alcaldes de la Corte Real. En 1766 se desencadenó un pleito entre los barrios pamploneses y el Regimiento. Este había aumentado el precio de algunos productos básicos. Los priores de barrio se reunieron y pretendieron modificar la postura municipal en beneficio de la población. El Regimiento les negaba la representatividad popular, que según él recaía sólo en los cargos concejiles. José Andrés Gallego (1988, 113-126) opina que este contencioso fue una manifestación más de las tensiones creadas en España a raíz de los motines de 1766; representó la oposición entre un "absolutismo populista" (los priores no discutían la autoridad regia) y la "autonomía de los privilegiados".

En el Siglo de las Luces el aspecto de la ciudad cambió considerablemente. Si Julio Caro Baroja habla de "la hora navarra del siglo XVIII", cabría también referirse a "la hora pamplonesa del siglo XVIII", al menos en lo que a urbanismo se refiere. Se construyeron no pocos edificios y fachadas significativas y, sobre todo en la segunda mitad de la centuria, las obras públicas contribuyeron a mejorar el aspecto general de las calles y las condiciones de vida de los ciudadanos. Pamplona seguía encerrada en el recinto amurallado, que continuó siendo mejorado y ampliado. Hacia 1730 se construyó el fuerte de San Bartolomé. Poco después el virrey conde de Gages (1749-53) levantó los fuertes de Guadalupe y los Reyes debajo del Redín, y modernizó el camino real hasta Tudela. En 1787, de un total de 1.632 casas existentes en la ciudad, 1.428 (el 87,5 %) se situaban intramuros; 153 (9,37 %) "en los rabales" (es decir, en las afueras); y 51 (3,12 %) en la ciudadela.

El crecimiento demográfico de los años centrales del siglo XVIII fue acompañado por un aumento del número de viviendas, aunque éste último de menor cuantía. Entre 1727 y 1787 la población creció un 32,82 %, mientras que las casas en la misma etapa aumentaron sólo un 15,33 % (menos de la mitad del crecimiento demográfico). Como consecuencia se produjo una mayor densidad de ocupación en las viviendas. La media de habitantes por casa en 1679 era de 6,9 y aumentó a 7,4 en 1727 y 8,6 en 1787. La densidad ocupacional de las viviendas era superior en Pamplona a la media navarra (a su vez más elevada que la media española). El aumento fue más intenso en las parroquias menos pobladas (San Cernin y San Lorenzo). Las más populosas (San Nicolás y San Juan) sufrieron menos variaciones en ese sentido (M. Gembero, 1986, 49-53). La mayor parte del caserío pamplonés fue renovado y sustituido por construcciones que en ocasiones alcanzaron siete alturas, con fachadas de ladrillo y a veces de piedra. Es larga la lista de edificios notables que fueron levantados o mejorados y enriquecieron artísticamente la ciudad.

Entre 1700 y 1702 se reconstruyó la basílica de San Fermín de Aldapa, que estaba muy deteriorada por las características de sus materiales. La Casa de Misericordia, inaugurada en 1706, se situó en el actual Paseo de Sarasate. En 1711 se terminó el palacio de los marqueses de Aguayo en la calle Mayor (que desde 1800 pasó a ser propiedad del conde de Ezpeleta). En la parroquia de San Lorenzo se concluyó en 1717 la nueva capilla de San Fermín. El Palacio Episcopal fue iniciado en 1734, con el obispo Melchor Angel Gutiérrez Vallejo. En ese momento los obispos habitaban en una casa alquilada, incómoda, distante de la Catedral y del tribunal para causas eclesiásticas; en sitio separado estaba el archivo y la torre o cárcel episcopal (indecente para los eclesiásticos e insegura para la custodia de los reos). Las obras del nuevo palacio se prolongaron varios años, y el primer obispo que lo ocupó fue Francisco de Añoa y Busto, en 1740.

El tribunal eclesiástico se estableció en la planta baja del edificio. Quedaron de momento sin construirse el archivo y la cárcel (esta última fue levantada en tiempos del obispo Gaspar de Miranda y Argaiz). De 1734 es el edificio del Seminario de San Juan Bautista, fundado junto al convento de Santo Domingo por el baztanés Juan Bautista Iturralde, ministro de Hacienda de Felipe V. En 1753 se inauguró la nueva basílica construida por los miembros de la Escuela de Cristo (cercana a la iglesia de San Cernin). Mediado el siglo se inició el edificio del nuevo Ayuntamiento. También en la segunda mitad de la centuria se derribó el claustro gótico de San Cernin para montar en su lugar la capilla barroca de la Virgen del Camino. La traslación de la imagen a la misma tuvo lugar en 1776, rodeada de solemnes celebraciones y festejos públicos. En 1777 se inauguró el Seminario conciliar de San Miguel, en terrenos cercanos al Palacio Episcopal. La Catedral conoció cambios importantes. Se hicieron varios retablos, obras de platería, algunas vidrieras, órgano nuevo (desde 1740), monumento, etc. Fue arreglada la sacristía menor o de los capellanes (1744-47) y hacia 1762 se decoró la sacristía rococó o de los canónigos. En el claustro recibió sepultura el virrey conde de Gages, cuyo sepulcro fue obra de Roberto Michel (1767).

Se hizo la nueva Biblioteca capitular, terminada en 1767-68. En 1772 finalizó el enlosado del claustro. La fachada románica, que había sido respetada al construir las naves góticas, seguía en pie todavía en 1783. El Cabildo deseaba cambiarla desde el siglo XVI y fue en 1782 cuando acordó demolar la anterior y construir una fachada nueva. El proyecto fue realizado por Ventura Rodríguez, director de la Real Academia de San Fernando, en estilo neoclásico (1783). Se amplió también la nave (añadiéndole un tramo en los pies) y se acondicionó el atrio de la Catedral. Santos Angel de Ochandátegui llevó la dirección de las obras. Puede decirse que en el primer templo navarro se condensaron los cambios estéticos del momento, pues en pocos años se sucedieron el rococó de la sacristía y el neoclásico de la fachada, las "vanguardias" artísticas de la época. Pero además de ver una ciudad distinta en alzado, los pamploneses del siglo XVIII asistieron a otros cambios más significativos si cabe para la vida diaria. La obra de alcantarillado comenzó en 1767 (siendo virrey el conde de Ricla) y fue concluida en 1773, con un costo de 2.300.000 reales.

De 1774 es el proyecto del ingeniero hidráulico Francisco Gency (francés) para conducir el agua a la ciudad desde Subiza. Hasta entonces los pamploneses se abastecían del río Arga, de pozos privados y públicos y de fuentes. En 1780 el Ayuntamiento confió la dirección de la obra a Ventura Rodríguez, que proyectó el acueducto de Noain; murió en 1785, sin ver culminada esta obra, ni la fachada de la Catedral. El acueducto fue iniciado en 1782, por Santos Angel de Ochandátegui y Alejo de Aranguren, y las obras no culminaron hasta 1790. En 1788 Luis Paret diseñó seis fuentes destinadas a embellecer la ciudad y dotarla de agua en varios puntos, una vez concluidas las obras de conducción. Las fuentes fueron colocadas en las plazas del Castillo, Consejo, Recoletas, Santa Cecilia, Mercado y calle Descalzos.

En 1750, siendo virrey el conde de Gages, se establecieron las rondas de vigilancia nocturna en la ciudad. En 1786 se instalaron fanales, se lucieron fachadas, se numeraron las casas y se rotularon calles y plazas. La seguridad nocturna mejoró cuando en 1799 fue instalado el alumbrado público en las calles. A pesar de ser el XVIII un siglo más pacífico que los anteriores, el urbanismo pamplonés sufrió algunas alteraciones por causas bélicas. La guerra de la Convención (1793-95), de tan negativas repercusiones para la vida de la ciudad, perjudicó también a sus edificaciones. Para mejorar la defensa de la plaza se derruyeron edificios en los arrabales y, entre ellos, los conventos de Trinitarios Descalzos y Santa Engracia, ambos extramuros de la ciudad.

Durante los 48 años que median entre 1679 y 1727, la población pamplonesa creció sólo en un 3,31 %, lo que permite seguir hablando de estancamiento. Sin embargo, en los 60 años que transcurren entre 1727 y 1787, el crecimiento fue del 42,94 %. Por primera vez durante la Edad Moderna se rebasa con amplitud el límite de los 10.000 habitantes, llegándose en 1787 a un total de 15.138. Sin embargo, los algo más de 15.000 habitantes alcanzados quedaron reducidos muy pronto, como consecuencia de las duras condiciones que Pamplona vivió durante la guerra de la Convención (1793-95). La contienda no ocasionó apenas muertes directas, pero sí un aumento de la mortalidad por otras causas: dificultades de abastecimiento, epidemias por convivencia de la población civil con la soldadesca, etc. Como reacción de recuperación, y pasados los momentos más críticos, aumentaron también los matrimonios y nacimientos.

El apeo de 1796 (realizado por mandato de las Cortes nada más terminar la contienda) recoge un total de 12.567 habitantes. En el censo de Godoy de 1797 la población registrada es de 14.298 personas. Aun teniendo en cuenta las críticas que a veces se han hecho a esta última fuente (hoy en día de nuevo revalorizada), parece claro el receso de población en relación al censo de Floridablanca de 1787. Los libros parroquiales confirman esta tendencia. La parroquia más poblada durante el siglo XVIII siguió siendo San Juan, que concentraba más del 37 % de los habitantes de la ciudad. Las otras tres parroquias tenían en torno al 20 % de la población pamplonesa cada una. El crecimiento demográfico del XVIII fue mayor en Pamplona que en otras ciudades y regiones navarras estudiadas. La población de la capital era en 1787 el 6,57 % de la de Navarra y el 34,37 % de la que habitaba en la merindad pamplonesa.

La nupcialidad pamplonesa entre 1700 y 1800 continuó estando muy relacionada con las tareas agrícolas, aunque los contrastes entre diferentes épocas del año fueron menos bruscos que en el siglo XVII. Los matrimonios registraron máximas en meses como febrero y diciembre, tranquilos para las labores agrícolas; y mínimas en marzo y abril (por incidencia probablemente de las restricciones cuaresmales). Muy similar a este comportamiento descrito para las nupcias era el de las concepciones (deducidas a partir de las fechas de nacimiento). Por lo que se refiere a la mortalidad, las diferencias estacionales fueron también menos acusadas que en el siglo XVII, aunque puede señalarse la máxima de defunciones en septiembre. La tasa de natalidad del siglo XVIII (tomando como ejemplo la parroquia de San Nicolás) estuvo en tomo al 34 por mil, algo más elevada que la del siglo XVII. La tasa de mortalidad adulta (también en la citada parroquia) era aproximadamente del 18,54 por mil. Las mencionadas tasas son valores normales dentro de las sociedades del Antiguo Régimen.

Por lo que se refiere a la estructura interna de la población, la conocemos a través de los censos de Floridablanca (1787) y Godoy (1797). La Pamplona de finales del siglo XVIII era una población "joven", aunque con cierta debilidad en el segmento comprendido entre o y 16 años. El número de mujeres era superior al de hombres, aunque nacían más niños que niñas (lo que indica que la mortalidad era más acusada en los varones). Los matrimonios se celebraban generalmente en edades avanzadas, y más en el hombre que en la mujer. Los varones que quedaban viudos se casaban por segunda vez con mucha frecuencia, pero no ocurría así con las viudas, que lo hacían en menos casos. Las solteras abundaban más en Pamplona que en otras regiones, aunque la soltería definitiva era más frecuente en los varones que en las mujeres (M. Gembero, 1985).

Las actividades económicas sufrieron un pequeño cambio cualitativo a finales del siglo XVIII respecto a la centuria anterior. El sector primario siguió siendo importante (26 % de la población activa en 1787), aunque registró un acusado bajón tras la guerra de la Convención (15,69 % en 1797). El sector secundario (33 % de la población activa en 1787, 38 % en 1797) quedó por debajo del terciario (38 % de la población activa en 1787, 45 % en 1797). Esta "terciarización" acentuó más el carácter urbano de la capital, a pesar de su todavía importante número de agricultores (M. Gembero, 1986). El censo de Godoy (1797) especifica el status interno del sector agrícola: de 744 personas comprendidas en éste, 19 eran labradores propietarios; 332 arrendatarios; y 393 jornaleros. Como puede observarse, eran muy minoritarios los agricultores propietarios de tierras en la ciudad. También en 1797 había 16 pastores en la misma. El sector artesanal e industrial ocupaba a 1.041 personas en 1787 y 1.895 en 1797. El porcentaje respecto de la población activa era superior a la media española, pero inferior en cambio al de ciudades como Bilbao, Valladolid o Granada a finales del siglo XVIII. En cuanto a la composición de este grupo profesional, en 1787 lo integraban 150 "fabricantes" (14,40 % del sector) y 891 "artesanos" (85,59 % del mismo). En 1797 los grupos numéricamente más importantes del artesanado eran:

En la sociedad pamplonesa del Siglo de las Luces los valores religiosos estaban arraigados hasta en los más mínimos detalles cotidianos. El clero era influyente y numeroso. En 1787 había en Pamplona 462 seculares y 386 regulares. En conjunto, los eclesiásticos suponían el 6,57 % de la población total de la ciudad. En otras palabras: una de cada quince personas pertenecía al estado eclesiástico. Los regulares se repartían en 14 conventos: 9 de religiosos (Santo Domingo, Carmelitas Descalzos, Carmelitas Calzados de la antigua observancia, San Agustín, Mercedarios, San Francisco de la observancia, Capuchinos extramuros, Trinitarios Descalzos extramuros y San Antonio Abad); y 5 de monjas (Agustinas Recoletas, Carmelitas Descalzas, Clarisas de Santa Engracia extramuros, Agustinas de San Pedro de Ribas extramuros y Beaterio de Dominicas). Además de la Catedral y las cuatro parroquias (San Cernin, San Lorenzo, San Nicolás y San Juan) existían siete basílicas en la capital: San Ignacio, San Fermín de Aldapa, San Felipe Neri, Nuestra Señora de la O, Santa Cecilia, Santa Maria Magdalena y San Martín. A las cofradías ya existentes con anterioridad se añadieron en el siglo XVIII algunas de nueva fundación.

Así, la de los Esclavos, creada en 1797 en la parroquia de San Juan de la Catedral, con objeto de aumentar la devoción al Rosario. Sus constituciones fueron aprobadas en 1798. La institución se ha mantenido hasta nuestros días, en que sigue celebrando el tradicional "Rosario de los Esclavos" en la catedral pamplonesa. Si tenemos en cuenta que la ciudad seguía encerrada en el recinto de las antiguas murallas y apenas alcanzaba los 15.000 habitantes, se comprenderá el papel preponderante que hubo de tener el estamento eclesiástico. A lo largo del siglo XVIII el Ayuntamiento, como representación de la ciudad, asistía a todo tipo de actos religiosos, en consonancia con las creencias de sus vecinos (J. F. Garralda, 1987a, 111 y ss.). La vida cotidiana estaba marcada por el tañer de las campanas llamando a variadas funciones y liturgias. Jimeno Jurío se refiere a la capital navarra en esta época como "ciudad levítica (...) preñada de tristeza y misticismo", que a más de un visitante produciría la impresión de "estar metido en un convento" (J. M. Jimeno Jurío, 1974, 233). Habría, no obstante, que profundizar sobre la penetración de ideas ilustradas en ciertos sectores del clero pamplonés. A raíz de la Revolución Francesa los eclesiásticos galos que rehusaron jurar la constitución civil del clero emigraron en diversas direcciones.

Muchos de ellos fueron acogidos en la diócesis pamplonesa y concretamente en su capital, donde participaron en algunas ceremonias religiosas (J. Goñi Gaztambide, VIII-1989b, 255-309 y 401-418). La religiosidad popular encontraba una de sus mejores expresiones en las procesiones, que frecuentemente iban acompañadas de gran solemnidad, arquitecturas efímeras, altares, interpretación de villancicos musicales, etc. Las de Jueves y Viernes Santo se celebraban de noche, lo que al parecer originaba ciertos abusos. A partir de 1761 el Ayuntamiento, apoyado por las instituciones religiosas, consiguió que se celebraran de día, terminando antes de las siete de la tarde. Hubo cultos solemnes en muchas ocasiones. En tales eventos, además de misa cantada, solía celebrarse procesión general con participación del Ayuntamiento, cabildo de la Catedral, comunidades religiosas, parroquias, gremios, cofradías y alguna imagen sujeta a especial devoción (la Virgen de la Catedral, la del Camino, San Fermín, etc.).

Las comunidades promovían importantes celebraciones cuando eran canonizados santos de su orden. Así ocurrió, por ejemplo, con los capuchinos por la canonización de San Feliz de Cantalicio (1713), San Fidel de Sigmaringa y San José de Leonissa (1747). Los tres conventos carmelitas de la ciudad celebraron en 1727 la canonización de San Juan de la Cruz. Los franciscanos observantes las de San Jacome Lamarca y San Francisco Solano en 1727, y la de San Pedro Regalado en 1747. Los jesuitas festejaron la canonización de San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka (1727) y la de San Francisco Regis (1738). Los dominicos hicieron cultos solemnes en 1747, con motivo de la canonización de Santa María de Rici. Especial importancia en toda la ciudad tuvieron los festejos celebrados en 1776, con motivo de la traslación de la Virgen del Camino a su nueva capilla en la parroquia de San Cernin, que trascendieron lo meramente religioso para incluir también "regocijos públicos" de todo tipo. La diócesis de Pamplona abarcaba en el siglo XVIII todo el territorio de Navarra y se extendía por el O. hasta el río Deba, en Guipúzcoa

La preocupación por la conveniente preparación del clero motivó la creación de varios seminarios en la capital navarra. El de San Juan Bautista fue fundado en 1734 por los marqueses de Murillo el Cuende (Juan Bautista Iturralde y Manuela Munárriz). El seminario episcopal, fundado en 1772, ocupó de momento el edificio que antes servía de torre y cárcel episcopal. En 1777 se inauguró el seminario conciliar de San Miguel, según las directrices tridentinas; fue construido en terrenos cercanos al palacio episcopal, y en su financiación participó decisivamente Juan Bautista de Irurzun.

A lo largo del siglo XVIII el Ayuntamiento de Pamplona dio una extensa normativa sanitaria, divulgada a través de bandos. Estas medidas reflejan el concepto ilustrado de intentar conseguir la higiene y la salud de la población a través de la intervención institucional. Las condiciones sanitarias de la ciudad mejoraron a raíz de varias obras públicas: fuente de la Taconera (1724), red de alcantarillado (1767-73), conducción de aguas desde Subiza (1774-98), mejora del enlosado de las calles, etc. El municipio controlaba también los alimentos de primera necesidad y colaboraba con otros territorios peninsulares en la prevención de determinados brotes epidémicos (peste en Marsella de 1720, fiebre amarilla del Levante y Sur Peninsular en 1800-1805). La ciudad no se vio afectada por pestes importantes en el Siglo de las Luces. Las principales crisis coincidieron con motivos bélicos. Así, en 1794 y 1795, durante la guerra de la Convención, la convivencia de la población civil con tropas militares originó un severo brote (probablemente tifus exantemático epidémico).

Otra crisis epidémica tuvo lugar en 1808-1809, coincidiendo con la guerra de Independencia. La principal institución sanitaria seguía siendo el Hospital General (aunque existían otras, como la casa hospital o convento de San Antón). Creado en el siglo XVI, el Hospital General atendía a enfermos de toda Navarra (especialmente norte y zona media) y parte de Guipúzcoa. Recogía también en su inclusa niños expósitos hasta los siete años. Para su mantenimiento se aplicaron cada vez más caudales públicos, aunque su subsistencia seguía dependiendo de donaciones particulares y limosnas (en gran parte rentas del obispado de Pamplona). También tenía algunos ingresos por diversas explotaciones que realizaba (por ejemplo, fabricación de naipes); y por el cobro por atención a militares. En 1787 trabajaban en el Hospital 49 profesionales (incluyendo facultativos, empleados y sirvientes). En el centro se hallaban acogidos 86 enfermos (46 hombres y 40 mujeres), así como 10 expósitos (6 niños y 4 niñas). Según el censo de Godoy (1797), el número de empleados en el Hospital era algo menor (34 personas), para un total de 65 ingresados. Aparte había 14 expósitos y otros 209 niños y niñas que se criaban fuera de la institución, a cargo de nodrizas particulares.

La mortalidad infantil de los niños acogidos en la Inclusa del Hospital era muy elevada, aunque en la última década del siglo XVIII se llevaron a cabo determinadas reformas que mejoraron mucho la supervivencia de los niños. Entre los cambios realizados se incluyó el aumento del número y calidad de las nodrizas, la mejora de su alimentación, etc. El proceso de transformación de la Inclusa fue apoyado por el monarca, virrey, Cortes y Ayuntamiento de Pamplona, entre otros, y en él tuvo un papel fundamental el sacerdote Joaquín Xavier de Uriz. Una nueva inclusa, independiente del Hospital, fue fundada en 1804. Ver niño. Tanto o más importante que la asistencia sanitaria ofrecida por el Hospital era la atención espiritual: confesión, celebración de la Eucaristía, enseñanza de la doctrina, entendimiento de los difuntos, etc. El Hospital desarrolló también una importante labor docente a través de la cátedra de Cirugía que, establecida en 1757, elevó el nivel de la practicada hasta entonces. Las Cortes de 1780-81 no consiguieron ni la prorrogación temporal ni la perpetuación de la cátedra, por lo que ésta hubo de ser desmantelada. Todavía continuaron las enseñanzas en el curso 1781-82, fuera de la legalidad, por lo que los alumnos hubieron de pedir al virrey como gracia la convalidación de sus estudios ese año.

En opinión de Jesús Ramos la dotación de profesionales sanitarios en la ciudad era abundante, aunque la edad media de muchos de ellos resultaba elevada. El ejercicio de la cirugía era superior al de la medicina propiamente dicha. En la Pamplona de finales del siglo XVIII existían cuatro cirujanos por cada médico (J. Ramos, 1989, 464). Esta idea se confirma con los datos del censo de Godoy (1797), según el cual había en Pamplona 8 médicos, 21 cirujanos "con 34 mancebos que siguen la facultad" y 7 boticarios con 9 mancebos (M. Gembero, 1986, 73). Durante el siglo XVIII continuaron funcionando en la ciudad otras instituciones de carácter benéfico-asistencial que en parte incluían también aspectos sanitarios y educativos. Así por ejemplo, la Casa de los Doctrinos, que acogía a los niños de edades comprendidas entre los siete y los doce años, y no registro alteraciones sustanciales en su funcionamiento.

El Padre de Huérfanos resultaba ya una institución poco operativa, más correctiva que benéfica; el Ayuntamiento la suprimió en 1777, en parte por la existencia de los alguaciles de la Casa de Misericordia (J. F. Garralda, 1987a, 146). La Casa de Misericordia fue inaugurada en 1706 por el Ayuntamiento, que estaba preocupado por el elevado número de mendigos y vagabundos que pululaban por la ciudad, "expuestos a manifiestas ruinas espirituales": Los acogidos en esta institución, de ambos sexos, serían educados en los preceptos cristianos y se les enseñaría a trabajar para que no supusieran una carga a la sociedad. No podrían salir a pedir limosna sino en las festividades de Jueves y Viernes Santo, ferias de San Fermín y Vísperas de Navidad. Se creó un taller de pelairía y manufactura de lana para el sostenimiento de la Casa y ocupación de sus moradores. En 1787 había 8 profesionales al cuidado de la institución y 181 personas albergadas. En 1797 eran 14 los responsables y 108 los acogidos. Además de adultos, también se recogían en la Casa de Misericordia niños provinientes de la Inclusa, del Hospital o de la Casa de los Doctrinos.

Entre los ideales ilustrados la educación ocupaba un lugar primordial. Elevar el nivel cultural del pueblo, creían los pensadores de la época, contribuiría al progreso continuo. Los dirigentes primaron las enseñanzas de tipo positivo y técnico, frente a las tradicionalmente humanistas que impartían los centros hasta entonces controlados por la Iglesia. Pero la puesta en práctica de estos ideales fue causa de no pocas tensiones. El Ayuntamiento mantuvo el monopolio de la enseñanza de primeras letras. La Gramática Latina (para los alumnos de más edad) había sido cedida por el Regimiento a los jesuitas desde el siglo XVI. Existían también escuelas privadas que regentaban algunos religiosos y maestros. La expulsión de los jesuitas, decretada por Carlos III en 1767, supuso un duro golpe para el sistema educativo pamplonés. Según Jimeno Jurío (1974, 244) la medida probablemente no agradó ni al Regimiento ni a los ciudadanos de la capital navarra. La corporación municipal hubo de encargarse directamente otra vez de la elección de maestros de Gramática Latina. En 1791 acordó entregar la enseñanza pública de primeras letras y las aulas de Gramática a los escolapios (J. F. Garralda, 1987a, 148).

Las tensiones entre el concepto educativo tradicional y las nuevas corrientes quedaron patentes en la crisis que en 1776 sufrió la Escuela Municipal de Gramática, entonces dirigida por maestros seglares. Ese año se enfrentaron dos profesores de la misma, de opuestos métodos y concepciones pedagógicas: Manuel Silvestre de Arlegui, representante de la tradición; y Martín de Erro, más progresista y cercano a la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, es decir, a las ideas ilustradas (J. M. Jimeno Jurío, 1974, 244). Las enseñanzas de tipo técnico no lograron cuajar en la ciudad. En 1770 la Universidad cerró su cátedra de Medicina y al año siguiente Carlos III decretó el cierre de la propia Universidad, regentada por los Dominicos. En 1782 cesó la actividad de la cátedra de Cirugía en el Hospital General. Fracasó el intento de crear una escuela de Botánica. Las Cortes de 1794 acordaron el establecimiento de una escuela de Dibujo en Pamplona (R. Olaechea, 1980, 53), aunque ésta no es mencionada en el posterior censo de Godoy. A finales del siglo XVIII las instituciones educativas que seguían funcionando en la ciudad no diferían apenas de las existentes en siglos anteriores. La relación que ofrece el censo de Godoy (1797) es la siguiente:

Pamplona contaba con un único teatro público, la Casa de Comedias, cuyos beneficios iban a parar a los Niños Doctrinos, como se ha dicho anteriormente. A lo largo de todo el siglo XVIII fueron constantes las representaciones. Los espectáculos no eran exclusivamente teatrales, sino que incluían también una considerable porción de música (algo normal en la España de la época). La admisión de comedias supuso un continuo debate en el Regimiento pamplonés sobre la licitud de las mismas. El argumento moral subyace en todas las discusiones; según los detractores, las comedias ocasionaban perjuicios morales; según los favorables a ellas, eran un espectáculo inocuo. Las razones que solían argumentarse, sin embargo, eran en muchos casos económicas: los que querían comedias aducían que con sus beneficios se aliviaba la situación de la Casa de Niños Doctrinos; los que se oponían a ellas opinaban que las representaciones ocasionaban excesivos gastos y abandono de los trabajos habituales de la población.

En 1721, a causa de la peste de Marsella, Pamplona hizo un voto para no admitir comedias, con objeto de obtener el favor divino y verse libre de la peste. La infección no penetró en la ciudad. Desde 1724 los regidores comenzaron las gestiones para que fuera levantado el voto, cosa que no se consiguió definitivamente hasta 1729. La buena acogida de las comedias queda fuera de toda duda, dado el número y asiduidad de las representaciones. Estas suponían una pequeña "revolución" en la Pamplona habitualmente recoleta y monacal. Hubo temporadas con más de 100 representaciones, que solían ser muy concentradas en el tiempo. Así por ejemplo, en 1789 la compañía de Vallés representó 42 comedias en 41 días; en 1792, la compañía de Manuel Balladar y María Munteis puso en escena 108 comedias en 110 días, etc. Los horarios de las funciones eran a veces sorprendentes, aun teniendo en cuenta la diferente concepción del tiempo en el siglo XVIII respecto a nuestros días.

En 1777, por ejemplo, el empresario italiano de ópera Croce obtuvo permiso para representar mañana y tarde los días 6, 8 y 9 de julio (durante las fiestas de San Fermín), empezando las funciones de la mañana a las nueve. Por otra parte, los actores y músicos no siempre eran un modelo de conducta. En más de una ocasión originaron escándalos sonados en el teatro (incluso en escena), obligando a intervenir a la autoridad. Por lo que se refiere a los autores de las obras representadas, hubo una gran pervivencia de los del Siglo de Oro español (Calderón, Lope de Vega, etc.), junto con dramaturgos del siglo XVIII como José de Cañizares y Ramón de la Cruz. La ópera propiamente dicha fue un espectáculo minoritario en número de representaciones, si lo comparamos con otros géneros muy enraizados en la tradición española (entremeses, sainetes, tonadillas, etc.). Varias compañías italianas arribaron a la ciudad, pero junto a ópera italiana interpretaban también piezas en español. A la inversa ocurría algo parecido: había compañías españolas que incluían en su repertorio piezas italianas, tan de moda en la España de la época. A partir de los años 60 de la centuria se dieron casos de clara presión por parte del poder central al Ayuntamiento pamplonés para que admitiera determinadas compañías a representar en la ciudad.

Esto originó conflictos de competencias, puesto que el Ayuntamiento pretendía mantener la regalía de admitir o no a su arbitrio las compañías que tuviera por conveniente. En definitiva, se trata de un episodio más del afán centralizador por parte del gobierno ilustrado, afán que se extendió también a otros teatros de la monarquía (M. Gembero, 1990). La afición por la danza estaba muy arraigada en la población, como muestra el edicto dado por el obispo de Pamplona Gaspar de Miranda y Argaiz en 1750. Con durísimas expresiones y bajo pena de multas y excomunión, prohibía Miranda en dicho documento las danzas y bailes públicos con intervención de ambos sexos en recintos sagrados, lugares ocultos, etc. Condenaba también el uso de instrumentos profanos en iglesias y funciones eclesiásticas.

El edicto provocó pleitos en determinadas zonas del obispado (sobre todo en Guipúzcoa), donde era frecuente la inclusión de danzas en la iglesia en determinadas solemnidades. La inquietud generalizada que existía acerca de la influencia moral del teatro y la danza se plasmó en una obra del dominico fray Antonio Garcés, impresa en Pamplona en 1756: la Consulta y respuesta (...) sobre las comedias y bailes de contradanzas y otros deshonestos e instrucción de la crianza buena de Los hijos. El influyente clérigo condenó buena parte de las comedias y bailes que en ese momento se practicaban en el país, citando expresamente el fandango y la contradanza (ambas danzas gozaban de gran popularidad en el siglo XVIII) (M. Gembero, 1990, 639-644). El mismo Padre Garcés dio en 1761 unas pláticas para eclesiásticos en la capital navarra. Otros espectáculos de tipo cultural que se dieron en la Pamplona dieciochesca fueron los conciertos instrumentales, bailes públicos de salón, "academias" y "conciertos espirituales". Aunque falta profundizar sobre su incidencia social, indican la formación de un nuevo público musical (M. Gembero, 1990, 634-636). El contacto más habitual del pueblo con la música culta tenía lugar en los templos.

La Capilla de Música de la Catedral era el conjunto más estable de la ciudad, con unos 20 miembros que actuaban continuamente no sólo en la propia Catedral, sino en otros muchos actos, tanto de iniciativa religiosa como de diversas instituciones civiles. Durante el siglo XVIII se sucedieron cinco maestros de capilla: Sebastián de Urrutia, Miguel Valls, Andrés de Escaregui, Juan Antonio Múgica y Francisco la Huerta. Entre los músicos catedralicios hubo nombres tan ilustres como el infante Sebastián de Albero, el organista José Ferrer o el tenor Julián Prieto. La música sacra incorporó desde los años 40 algunos elementos del mundo profano (en especial el belcantismo y el nuevo estilo galante). Todo esto explica el gran éxito que tenía entre la gente, que era atraída no sólo por el aspecto religioso, sino también (y además) por la amenidad que esta música sacra aportaba. Los villancicos nuevos que se estrenaban en las principales festividades causaban a veces auténticas aglomeraciones y desórdenes entre el público, que el Cabildo intentaba evitar. Aunque a menor escala que la Catedral, las parroquias pamplonesas fomentaban también la música a través de sus respectivos organistas y un número variable de coristas.

En los palacios de la nobleza pamplonesa la música era práctica habitual. Un caso singular al respecto fueron los marqueses de Castelfuerte, al servicio de los cuales trabajó el compositor italiano Girolamo Sertori al menos entre 1758 y 1772. La afición a los toros estaba muy arraigada en la ciudad. El autor de unas anónimas Aclamaciones festivas (...) de 1738, refiriéndose a los habitantes de Pamplona, dice que "Desde niños pierden el respeto al toro más maestro, y al mismo Júpiter plantaran una vanderilla si le huvieran encontrado en la Rochapea [barrio extramuros de la ciudad] quando el robo de Europa". Los espectáculos taurinos solían celebrarse en las fiestas patronales de San Fermín, o con motivo de grandes festividades, visitas de personajes reales, etc. En función del horario taurino se planificaba a veces el de las comedias. Los toros acarreaban incluso pequeñas modificaciones en el desarrollo de los oficios litúrgicos (M. Gembero, 1990, 628-633). El desarrollo de los espectáculos taurinos difería bastante de la práctica actual, y fue estudiado con detenimiento por Luis del Campo (1972).

La plaza de toros era una construcción desmontable, de madera, situada en la plaza del Castillo y que pertenecía al Ayuntamiento. Solían lidiarse diez toros en cada corrida. Para dar variedad al espectáculo, eran intercaladas en él diversas "invenciones". Si se trataba de corridas especiales, había también "mojigangas" y "mascaradas" (es decir, números con danza y baile, disfraces, etc.). Las diversas disposiciones reales que a lo largo del siglo XVIII prohibieron los espectáculos taurinos no consiguieron terminar con ellos. Entre 1700 y 1800 hubo en Pamplona 92 corridas ordinarias y 17 extraordinarias, además de otros espectáculos menores organizados por particulares. En toda la centuria sólo hubo nueve años en los que no se celebraron corridas en la capital (1706, 1711, 1714, 1719, 1721, 1727, 1759, 1793 y 1794).

Falta todavía un estudio de conjunto sobre otras diversiones de ámbito popular. A veces visitaban la ciudad compañías de arlequines, saltimbanquis, diversiones de caballos, pigmeos, etc. Era frecuente que la gente se reuniera en tabernas o casas particulares para jugar a los naipes, charlar y cantar. Las veladas musicales solían acompañarse con guitarras, vihuelas o violines y podían terminar en rondas nocturnas o en "cencerradas". Estas a su vez degeneraban en no pocas ocasiones en escándalos y trifulcas callejeras, que las autoridades intentaron atajar una y otra vez a través de diversas disposiciones legales. Las ordenanzas municipales de 1749, por ejemplo, prohibieron que hubiera casas en las que se jugara a los dados, "zacanete" y otros juegos "prohibidos o excesivos". También se intentó limitar el acceso a tabernas, los bailes escandalosos, cantares deshonestos, el exceso de autoridad en padres, maridos o amos, etc. (J. F. Garralda, 1987a, 139-141). La ciudad contaba con "dos juegos de pelota cubiertos y cercados de paredes". En 1797 uno de ellos estaba en uso uy el otro ocupado con efectos pertenecientes a la real hacienda desde la última guerra con Francia" [es decir, la de la Convención] (M. Gembero, 1986, 61).

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