Concepto

Literatura vasca

La segunda mitad del s. XIX -sobre todo el último tercio- marca un giro esencial en la historia y el desarrollo de la literatura vasca. Hasta ese momento la poesía ha sido, como hemos visto, el único género específicamente literario que ha tenido un cultivo, si no continuado, sí al menos presente de manera intermitente, desde sus inicios escritos con Dechepare, alcanzando en más de un caso una calidad estética apreciable. La prosa euskérica, en cambio, ajena a motivaciones literarias directas, apenas conoce otro uso que el de los tratados ascéticos y de piedad, o la reflexión lingüística y gramatical. Por otra parte, no hay todavía una mínima institucionalización socio-cultural de la literatura, ni en lo que se refiere a los procesos de la propia creación literaria, ni mucho menos a los de la recepción. Los cambios que a lo largo de esta nueva etapa se van operando en la literatura vasca determinan un giro decisivo, cuyo resultado incide precisamente en las carencias de la etapa anterior: una progresiva institucionalización de la literatura como práctica cultural socializada, tanto desde la perspectiva de la actividad creativa como de la de la lectura.

El fruto más palpable y trascendental es precisamente el nacimiento de géneros que no habían tenido cultivo hasta entonces en la literatura vasca: la prosa narrativa y su forma mayor y más específica, la novela, y el teatro, que no había tenido fuera de la tradición popular -pastorales suletinas y otras formas menores- más que un par de muestras aisladas en la segunda mitad del XVIII, con Gabonetako ikuskizuna (Acto para la Nochebuena), de Pedro Antonio de Barrutia, muy en la línea de un teatro alto-medieval o pre-renacentista de raíz litúrgica (ciclo de Navidad) o esas mínimas incursiones del euskara en las piezas cómicas del conde de Peñaflorida. A la hora de intentar, desde la perspectiva de una historia de la literatura vasca, situar estos cambios en el interior de un proceso socio-literario, hay que tener en cuenta, a nuestro juicio, dos factores fundamentales: uno es la nueva situación que resulta en el País Vasco de la pérdida de los fueros, tras de la segunda guerra carlista.

El segundo factor es la mentalidad o el talante romántico, que se ha ido insinuando en la Europa de finales del XVIII y que en la primera mitad del XIX va tiñendo no sólo las producciones artístico-literarias, sino también los proyectos político-culturales. La conciencia creciente de la lengua, de sus posibilidades y necesidades, que ha estado presente como razón primera de la escritura euskérica desde los orígenes, y que en el XVIII ha llegado a un grado máximo de explicitación, aparece ahora situada en un sistema nuevo de valores y de proyectos colectivos: la conciencia del euskara, como carta de ciudadanía colectiva, inscrita ahora en la mentalidad romántica y en el movimiento de reivindicación nacional vasca provocará una actividad literaria distinta cuantitativa y cualitativamente de la de la etapa anterior: la literatura es por un lado expresión, no sólo del genio y la capacidad creadora del escritor, sino del espíritu de un pueblo que tiene en la lengua -el euskara- sus señas de identidad más certeras e indiscutibles, y por otra parte, permite crear un modelo de realidad vasca asentado precisamente sobre los valores que las vicisitudes socio-políticas han puesto en peligro y que es preciso defender y preservar. La lírica, entre existencial y patriótica, de los poetas vascos más significativos del XIX, de Etxahun a Arrese Beitia, pasando por Iparragirre, Elissamburu o "Bilintx", la novela histórica y costumbrista de Agirre y Etxeita, o los juguetes cómicos y las zarzuelas de Soroa, Baroja, Iraola o Alzaga, son las muestras más palpables de esta dimensión romántica, nacional y popularista, de la literatura vasca en este período. Pero hay además un trabajo de formación de una infraestructura cultural que facilita y hace posible la actividad literaria, como creación por parte del escritor y como recepción por el público. A ello contribuyen sobre todo los certámenes literarios y las revistas.

Antoine D'Abbadie, irlandés de padre suletino, es el que inicia los certámenes literarios y juegos florales ("Lore Jokuak"), en 1853 en Urrugne, pasando más tarde a Sara. En 1880, y gracias al entusiasmo de José de Manterola, se empiezan a celebrar también certámenes poéticos en San Sebastián, y luego en las demás capitales vascas y en algunas otras poblaciones. La importancia de estas fiestas poéticas no está en la calidad de los concursantes, que son en general versificadores habilidosos e inspirados, pero nada más, o en el valor de las composiciones premiadas, que es más bien mediocre. Poetas como Elissamburu y Arrese Beitia, galardonados repetidamente en tales certámenes, serían más bien la excepción que confirma la regla. La verdadera importancia está en que en estos concursos el quehacer literario, aunque sea el de versificadores aficionados, adquiere un estatuto social que hasta entonces no había tenido. La actividad misma de los certámenes supone de alguna manera una reflexión crítica, siquiera mínima y elemental, sobre los textos literarios, y las fiestas entre poéticas y folklóricas, pero siempre populares, a que los certámenes dan lugar fundan también un modo nuevo de comunicación literaria, contribuyendo a la formación de un público receptor.

Otro factor decisivo es la aparición creciente de revistas y publicaciones periódicas patriótico-culturales, donde lo literario, más la creación que la crítica, más el verso que la prosa, va encontrando un espacio habitual de expresión. Es importante además considerar que la mayoría de estas revistas son resultado y expresión de un trabajo responsable y concienzudo, cultural y patriótico, de una serie de ilustres personalidades del país, que, desde una conciencia lúcida de los problemas colectivos, inician un trabajo serio de solución. Así, por ejemplo, surge en Pamplona la Revista Euskara, como órgano de expresión de la "Asociación Euskara de Navarra"; o la Revista de las Provincias Euskaras, en Vitoria, que agrupa a hombres como Apraiz, Becerro de Bengoa, Herrán... Euskal-Erria, fundada en San Sebastián y dirigida por Manterola, o Euskalduna, en la parte norte del País; o en Bilbao la actividad de Delmás, Trueba, Azcue y, sobre todo, Sabino Arana Goiri, cuya significación, además de política, incide también en el campo de la literatura, desde los nuevos planteamientos lingüísticos sobre el euskara y desde la dinámica que consiguió imprimir a todo el movimiento de reivindicación política y cultural. En la encrucijada del siglo XX estamos en lo que más de un historiador ha llamado "Eusko Pizkundea", el Renacimiento Vasco. Aunque, desde el punto de vista de la historia de la literatura vasca, el fenómeno más importante y decisivo de este período es sin duda el nacimiento de la novela.

La novela es en todas las literaturas -clásicas y modernas- un género tardío. En la vasca lo es de modo especial. Sin caer en las relaciones demasiado mecánicas que una cierta sociología pretende establecer entre burguesía y género novelesco, sí hay coincidencia histórica entre el desarrollo y apogeo de la novela moderna el realismo -naturalismo de la segunda mitad del XIX- y el de la burguesía. Al decir de Hegel, la novela sería precisamente la epopeya de la moderna sociedad burguesa. La novela vasca surge a finales del siglo XIX, en el umbral ya del XX, inscrita precisamente en ese movimiento político cultural de defensa y reivindicación del euskara, como seña inalienable de la identidad nacional vasca. Esto explica seguramente el hecho de que la novela vasca no adopta las formas del género vigentes en ese momento en las literaturas europeas, sino otras, caducas ya, y que se adscriben a un romanticismo de fuertes resonancias idealistas y conservadoras. La primera obra propiamente novelesca y escrita originalmente en euskara es Auñemendiko Lorea, de Txomin Agirre, ganadora de un premio convocado en 1897 por la revista Euskalzale. Se trata de una novela histórica, que recuerda mucho la Amaya de Navarro Villoslada.

Pero el paradigma de la novela vasca que se producirá, si no de manera exclusiva, sí al menos muy predominante a lo largo de la primera mitad del siglo XX, lo constituyen Kresala (1906) y Garoa (1912), ambas también de Txomin Agirre. Ellas se erigen en modelo de las funciones que se atribuyen a la novela: la exaltación y defensa de los dos valores fundamentales sobre los que se hace descansar la vida vasca: el euskara y la fe religiosa. Sobre ellos se apoya esa ejemplar y arcádica existencia individual y colectiva de los pueblitos marineros de la costa vasca o de las aldeas rurales del interior. Esta naciente narrativa vasca gira, de cualquier modo, en la misma órbita en que desde mediados del XIX se han venido moviendo una serie de narradores vascos que escriben en castellano y que recrean en sus obras un pasado histórico y legendario nostálgicamente magnificado o celebran un presente románticamente idealizado. Trueba o Goizueta, Manteli o Araquistain pueden servir de ejemplo. Pero la novela costumbrista vasca, la de Txomin Agirre o Etxeita, la de Anabitarte, Irazusta o Erkiaga, no es representación de la realidad, sino creación de un modelo ideal de realidad, donde se encarnan de modo ejemplar valores sustanciales que se hace necesario defender. De ahí su carácter estático, dualista, aproblemático y en el fondo antinovelesco. Curiosamente, en pleno siglo XX y todavía en la década de los 50 se sigue haciendo fundamentalmente novela costumbrista, de espaldas a la verdadera realidad vasca y a los profundos cambios que la novela ha venido experimentando desde la llamada "revolución novelesca" de los años 20.

El importante despegue que la literatura vasca conoce a finales del XIX -poesía, novela y teatro- se sitúa claramente en la órbita del movimiento romántico, el romanticismo más conservador y nacionalista que ha recorrido Europa en el primer tercio del siglo. Ello explica sin duda el carácter doblemente nacional -por la lengua y por los temas- que la literatura vasca de la época ofrece. Se trata de un romanticismo tardío, epigonal casi, pero que encaja perfectamente en la situación político-cultural que está viviendo Euskalerria. La literatura que esta actitud romántica genera no es tanto exaltación de un fuerte individualismo sentimental y desbordado -"Bilintx", el más romántico, por no decir el único romántico de los poetas vascos, no es desde luego comparable a un Espronceda o a un Byron-, sino celebración y defensa, entre nostálgica y apasionada, de realidades o valores colectivos, que van de lo lingüístico a lo religioso, pasando por lo patriótico o lo costumbrista. Y esto es común a los diferentes géneros, que adquieren un asentamiento definitivo en el sistema literario vasco: la poesía por supuesto, pero también la novela, y de algún modo el teatro, ese teatro menor, urbano, musical casi siempre, elemental y popularista, de la denominada "Escuela de San Sebastián".

Con todos los condicionamientos que supone ser una literatura, como hoy se dice, "de ámbito restringido", con las indudables servidumbres que la literatura sigue manteniendo con relación a la lengua -como Dechepare, Txomin Agirre o Etxeita escriben también para defender, preservar o extender el euskara-, con las indudables limitaciones de ser una literatura corta en cantidad y en obras de reconocida validez estética, a pesar de estar sujeta, en los diferentes géneros, a convenciones y formas ya caducas en las grandes literaturas occidentales, la literatura vasca entra en el siglo XX con un asentamiento relativamente fuerte en la vida socio-cultural vasca, siempre naturalmente y desde la perspectiva en que nos situamos, en relación a lo que la literatura y la vida literaria vasca habían venido siendo hasta bien entrado el XIX. El concepto mismo de literatura, implícito en la propia creación y explícito en una reflexión crítica cada vez más frecuente, sintoniza con lo que por literatura se entiende y practica en el contexto cultural. La obra literaria empieza a ser, cada vez con más nitidez, expresión y resultado de una vida literaria, con las diferentes mediaciones que la condicionan y la hacen posible: además de la poesía, con fuertes raíces en la tradición popular, la consolidación, siempre relativa, de los géneros en prosa: relato costumbrista y prosa dramática como base de un incipiente teatro urbano y popular. Revistas y certámenes literarios, una mínima industria editorial y la formación de un nuevo público lector escaso, es verdad, dadas las precarias condiciones socio-lingüísticas del euskara, pueden constituir una infraestructura suficiente para que la literatura vasca conozca un cambio cualitativo en su estatuto socio-cultural.

A todo esto habría que añadir un proceso creciente de "secularización" del escritor vasco. La literatura no es ya actividad casi exclusiva de clérigos. La generalización progresiva de una literatura civil tiene como correlato la incorporación al trabajo de creación literaria de laicos de las más diversas procedencias profesionales. Esta secularización de la literatura vasca no afecta todavía a los presupuestos ideológicos sobre los que descansa la visión del mundo o el sistema de valores que los escritores proyectan en sus obras. Una ortodoxia, no sólo religiosa sino también patriótica, sin fisuras, hace de la literatura una de las cristalizaciones más sólidas y significativas de la dinámica histórica y el sistema de valores que protagoniza la sociedad vasca de ese tiempo. De cualquier manera, la institucionalización de esa incipiente vida literaria como una actividad cultural socializada empieza a acercar la literatura vasca a la órbita de modernidad en que se mueven las literaturas europeas desarrolladas.