Concepto

Fueros

A partir de los dos elementos señalados, la particularidad y su obediencia a cierto tejido social, se explica la vida de cualquier fuero: su nacimiento, las normas que contiene y su devenir.

Con independencia de su filiación (concejil, estamental, provincial o regional) y autoridad validante (rey, señor o nación), el fuero nace para actuar como esqueleto normativo que vertebre las relaciones jurídicas sostenidas en un espacio geográfico concreto. Su pretensión no es regularlas en su totalidad, pues el fuero convive con otras fuentes (costumbre oralmente transmitida, leyes generales y sentencias judiciales) que en él se encarnan, pero sí las necesarias para ordenar todo el conjunto de una determinada manera, la que es voluntad del grupo o grupos socialmente dominantes. De ahí que el interés en consolidar esa voluntad se despierte en situaciones coyunturales de índole política y social bien, sobre todo, porque la amenacen, bien porque le sean especialmente favorables. En el caso, no singular por otra parte, del País Vasco, típicas coyunturas de esta última calidad son las que tienden a propiciar el nacimiento de los fueros municipales, mientras que las primeras suscitan la concreción textual de los estamentales y regionales.

La especificidad vasca reside pues no en la manera de nacer los fueros, que es general al reino de Castilla y a otras entidades territoriales, sino, primero, en su particular contenido y, segundo, más relevante, en el hecho de que éste se mantenga, con muy relativas modificaciones, a lo largo de los siglos. Para examinar dicho contenido, y dado que su conservación secular es la nota característica de los fueros vascos, tomémoslos, mejor que en su versión local, cuyo devenir fué temporalmente limitado, en su dimensión provincial, con la que el término "fueros" acabará identificándose.

Prescindiendo de las diferencias estructurales existentes en la organización del espacio por parte de los distintos territorios vascos, y de las correspondientes instituciones políticas bajo las que se cobijan, en todos ellos el ordenamiento de las relaciones jurídicas públicas y privadas tiene un fondo común que es el que servirá como punto de referencia para convertirlo en imagen cultural. Ese fondo común está integrado por determinadas particularidades soportadas en lo esencial sobre dos conceptos: el respeto al estatuto jurídico de las personas y el carácter de privilegio remuneratorio mediante el que se consolidó la unión de la colectividad a la monarquía.

La hidalguía

Aunque en origen, en 1527, el reconocimiento de la condición general de hidalgos sólo afectara a guipuzcoanos y vizcainos, los efectos favorables de ese estatuto, que se mantuvieron hasta bien entrado el siglo XIX, acabaron revirtiendo por unas u otras vías sobre la población de todos los territorios vascos. Interesa pues captarlo en su momento de plenitud, cuando ya la doctrina jurídica, para mediados del siglo XVII, había proporcionado al pensamiento político los argumentos que en adelante permitirían su eficaz defensa, asegurando así su perduración.

Para esas fechas, ya los efectos favorables personales, como el poder entrar en treguas, el resolver los agravios mutuos mediante desafíos, el no poder ser encarcelados por deudas y la inaplicabilidad del tormento, habían cedido en importancia política a los que afectaban al conjunto de la colectividad, tales como una más liviana forma de tributar, una aventajada forma de combatir, la libertad de comerciar y la reserva del desempeño de cargos públicos. Unos y otros, personales y colectivos, se enraizan en los derechos y deberes que tradicionalmente eran los propios de la nobleza. Derechos y deberes ajustados a las más elevadas funciones que correspondían a los "mejores"en la jerárquica estratificación de la sociedad: las de defenderla combatiendo, aconsejando al jefe político y resolviendo judicialmente los conflictos internos que pudieran suscitarse. Es decir, las funciones integradas en el auxilium et consilium que competían a los vasallos feudales. El que acaben siendo desempeñadas por sujetos de condición inferior a la nobiliar no empece a la relación función-estatuto, pues el ejercicio de la primera justificará la adquisición de nobleza y, por ende, el disfrute de su estatuto. Doctrinalmente, en realidad no se trata de una adquisición ex novo sino de la recuperación, merced al comportamiento virtuoso del sujeto y mediante privilegio concreto y tangible de ennoblecimiento restitutorio, de una supuesta nobleza perdida por sus ascendientes más o menos remotos.

Ahora bien, hay una diferencia esencial entre esta nobleza de adquisición o de privilegio, obtenida por gracia del soberano que es el que tiene competencia para otorgar el privilegio y, por tanto, para revocarlo, y la de origen o de esencia que, por el contrario, es irrevocable. Por ello, en el discurrir del razonamiento con el que el pensamiento político y las instituciones vascas defenderán el mantenimiento de esos efectos favorables propios de la nobleza, un argumento decisivo sera el de la hidalguía originaria de sangre. Como en principio la calidad de "mejor" es un estado de mérito, al que se asciende por virtud personal, luego la transmisión familiar de la condición de noble devalúa dicho estado, al objeto de conciliar el mérito con el criterio de sucesión hereditaria se utilizó la idea de que la virtud, al igual que otros rasgos atávicos, se transmite y perfecciona por la sangre.

El argumento de la nobleza de sangre, primer sostén de las particularidades forales, de los fueros como ordenamiento de relaciones jurídicas diferenciadas, requería, para sortear perdurablemente el escollo del privilegio, demostración, mediante las oportunas teorías históricas (tubalismo, cantabrismo, etc.), del secular mantenimiento de una libertad originaria jamás menoscabada por poder político ajeno alguno, de manera que al no haberse perdido la nobleza y ser sustituída por el estado de plebeyez o servidumbre no existía mancha que limpiar a través de su restitución por el soberano. Esta idea de libertad y nobleza continuadas, construcción jurídica articulada en la hidalguía universal, aportó a la doctrina política la pieza maestra en la teoría del pacto con la Corona, pues su condición de libres y nobles fue la que facultó a los vascos para pactar en el pasado las condiciones de su fidelidad al monarca. Lo que, más allá del estatuto jurídico de las personas, nos sitúa ante el segundo concepto que sostiene las particularidades forales: el carácter de privilegio remuneratorio mediante el que se consolidó la unión de la colectividad a la monarquía.

La vinculación a la monarquía

Los privilegios generan, en la medida en que efectivamente se disfrutan, derechos que tienen la consideración de adquiridos y que por tanto se incluyen en el orden jurídico positivo. Ahora bien, si han sido establecidos a través de pacto o privilegio contractual, es decir, otorgados a cambio de servicios, se trata de situaciones jurídicas que la doctrina entiende son de Derecho natural. Por ser de Derecho natural coincidente en este caso con el orden jurídico positivo, los derechos adquiridos a través de esas situaciones jurídicas quedan doblemente protegidos respecto a una eventual vulneración por parte del soberano: frente al ejercicio de la potestas ordinaria por estar integrados en el Derecho positivo, y sobre todo frente a la extraordinaria o absoluta por pertenecer al orden natural, que si bien no impide al monarca ir contra ius se lo dificulta al exigirle que justifique su actuación acreditando la existencia de una justa causa, razones de utilidad pública y en especial la infidelidad, para que el acto que lesiona el derecho adquirido sea legítimo. En definitiva, lo que posibilita que unas cuestiones concretas sean objeto de pacto es la capacidad del monarca para exceptuar o eximir de las leyes generales, privilegiando, y que lo pactado se respete, que los privilegios escapen a una posible revocación arbitraria del soberano se debe a que su naturaleza no es gratuita sino remuneratoria.

Bajo este concepto de privilegio se cobijan las particularidades forales, fruto de servicios prestados o futuros. En origen, del servicio que supuso el juramento de fidelidad a un nuevo señor, el de Castilla, y a su dinastía, cuya contraprestación supondría el mantenimiento del Derecho existente según un principio general que en la época exigía a cualquier monarca a quien se jurara fidelidad el respetar y hacer respetar el orden jurídico vigente, que estaba situado por encima de la voluntad de los hombres, incluido él mismo, y sostenido en la desigualdad ante el Derecho. El que el nuevo señor de Castilla lo fuera por la vía hereditaria, caso del Señorío de Vizcaya, por ruptura de la anteriormente debida al señor navarro, en el caso de Álava y de Guipúzcoa, o por infeudación papal legitimadora de la previa conquista militar, en el de Navarra, no modifica la acción generadora de derechos, el contrato de fidelidad, que simplemente se inscribe en esas posibles vías de incorporación de territorios que el derecho internacional de la época consideraba ajustadas a Derecho.

Con posterioridad al establecimiento del convenio de sujeción originario, las particularidades forales se sostienen, además de sobre el general principio del respeto al orden vigente, sobre las obligaciones singulares que específicamente surgen de diversos compromisos gestados en razón de servicios y van concretándose en los textos normativos que, más o menos temprano según los territorios, acabarán designándose con el nombre de Fueros. Textos medievales de Hermandad, de índole penal primero y luego también de organización política, que en Álava se compendiarán en el Cuaderno de Ordenanzas de 1761, en Guipúzcoa en la "Nueva Recopilación de los Fueros, Privilegios, buenos usos y costumbres, Leyes y Ordenanzas de Guipúzcoa" de 1696, y que en Vizcaya culminan en 1630 con la llamada "Concordia entre Villas y Tierra Llana". De mayor relevancia, por cuanto su contenido jurídico es plural e incluye normas que regulan las relaciones personales privadas, son otros textos forales, caso en particular de los dos Fueros de Vizcaya, el Viejo de Tierra Llana de 1452 y el Nuevo de 1526 publicado con el nombre de "El Fuero, Privilegios, Franquezas y Libertades del Señorío de Vizcaya", y del Fuero General de Navarra en sus distintas versiones, desde el conocido como "fuero reducido" de 1528 al editado en 1686.

Raigadas en los privilegios del estatuto nobiliar y redefinidas mediante sucesivos compromisos que, en esencia, no son para ambas partes más que revalidaciones de su primitivo pacto feudal, las particularidades forales se mantendrán, sin mayores conflictos, en tanto en cuanto no se modifique con carácter general y de manera efectiva el principio de la desigualdad ante el Derecho que les sirve de base. E incluso, más tarde, cuando su justificación tenga ya otras raíces: las del reconicimiento foral constitucional. Fijémonos en las substanciales: las referentes a la actuación jurisdiccional, la libertad de comercio, las cargas y la transmisión hereditaria de la propiedad.

La competencia jurisdiccional

La capacidad que tienen los aforados para actuar jurisdiccionalmente, deriva de la consideración de "repúblicas", cuerpos políticos que se rigen con arreglo a su propio orden jurídico, que los municipios vascos y las agrupaciones por ellos formadas conservaron del común origen municipal del medioevo, perpetuándola en el tiempo aún cuando en otros lugares el poder del rey primero y el liberalismo después acabó convirtiéndolos en instituciones situadas en la base de una pirámide jerárquica de cuya cabeza dependen.

Esas "repúblicas", para poder ejercitar su autonomía, es decir, desempeñar su función como corporaciones encargadas de mantener el orden natural que rige la sociedad, estaban en posesión de competencia territorial para el ejercicio de la jurisdicción, con independencia de que se considerara originaria, concepción que no desaparecerá hasta fines del Antiguo Régimen, o delegada, luego otorgada y potencialmente revocable, concepción que se va imponiendo a medida que avanzan las ideas monistas acerca del poder político.

La competencia jurisdiccional englobaba en la época tres facultades: hacer normas y estatutos, constituir magistraturas y juzgar. Resulta del ejercicio de la primera un orden jurídico tradicional consolidado en el tiempo, que coexiste con un orden recibido procedente de la superior autoridad política. Ese orden tradicional adopta la forma de costumbres arraigadas en el lugar, normas de buen gobierno, privilegios concedidos por el rey o señor, y derechos adquiridos por el uso y práctica de los tribunales locales. Al ser estatuído para sí, bajo cualquiera de las citadas formas, por la propia comunidad en las asambleas vecinales y juntas de hermandad o provinciales, cabe entenderlo como expresión de los sentimientos comunitarios acerca de lo justo y de lo conveniente para el medio humano al que se dirige. La facultad de constituir magistraturas se concreta en la designación de cargos públicos por parte de los vecinos o sus representantes en las juntas provinciales, con independencia de la forma en la que se lleve a cabo, cuya mudanza obedece a las transformaciones sufridas por el mero efecto del tiempo y de las siempre cambiantes circunstancias que fueron afectando a la composición de la comunidad política y al juego del poder desarrollado en su seno.

Pieza maestra del ejercicio de la jurisdicción, pues sin ella la potestad normativa y el nombramiento de oficiales con capacidad para juzgar hubieran decaído, faltas de sentido, fue el mantenimiento a lo largo de los siglos de una instancia judicial propia en la persona de un juez popular, el alcalde ordinario, y de una jurisdicción de hermandad que terminó recayendo en las diputaciones. En el caso vasco hay que rechazar la versión general que da la historiografía para el común del reino, según la cual el corregidor, como juez delegado del rey, acabó reasumiendo la jurisdicción de las entidades locales Que la amenazó seria y sistemáticamente no cabe duda, y tampoco que la recortó de hecho, pero no por ello la suplantó de forma definitiva, ni en la práctica ni en la letra, entre otras razones, por la tenacidad con la que las mismas instituciones forales la defendieron. Defensa perdurable, mediante la que se pudo conservar una jurisdicción en materias administrativas y de mantenimiento del orden público incluso trás la supresión del régimen foral pleno y su reemplazo por el limitado de conciertos económicos.

La libertad de comercio

En cuanto a la libertad de comerciar, la necesidad de su defensa no se plantea hasta comienzos del siglo XVIII al hilo del proceso de concreción gubernamental de una reforma del sistema aduanero vasco cuyo fundamento reside en los supuestos abusos cometidos al amparo de la tradicional franqueza en el pago de derechos de aduana. El punto de arranque de la cuestión fué el decreto de 1717 y los convenios o capitulados que, fruto suyo, le siguieron en 1727 y 1748 como consecuencia de la renuncia del gobierno al mantenimiento de las aduanas en la costa y en la frontera terrestre con Francia, recién trasladadas desde el interior en 1717. Dichos convenios reafirman la vieja libertad de comercio recogida en los fueros, consagrando una exención prácticamente ilimitada de derechos de aduanas y la competencia en primera instancia de las autoridades forales para el ejercicio de la jurisdicción en esa materia, como contrapartida al desempeño por ellas de las labores de policía y represión del contrabando, fundamentalmente de tabaco, que desde o a través del territorio se hiciera con destino al resto de España. Es el supuesto incumplimiento de esa contrapartida lo que se considera como abusos: "abusos o fraudes en rentas y derechos reales" y "abusos de autoridad y jurisdicción que los encubren y defienden".

Como los convenios de 1727 eran el marco jurídico vigente, cualquier modificación aduanera debía ajustarse a dicho marco, y si la modificación prevista lo vulneraba ello suponía necesariamente que había que derogarlo y sustituirlo por otro. Ahora bien, la regulación existente no se reducía a un mero reglamento administrativo sino que había nacido de un verdadero convenio, un acuerdo entre partes que con entera libertad se obligaban recíprocamente a respetarlo y, en su caso, a deshacerlo de mutuo acuerdo. Por tanto, como no había sido dictada unilateralmente por la monarquía, ésta, para actuar conforme a derecho, tampoco podía derogarla por su sóla decisión sino que necesitaba contar con la otra parte. En el caso de que esa otra parte no se aviniera a dicha derogación o, lo que es lo mismo, no estuviera dispuesta, en palabras actuales, a superar el marco vigente, la única alternativa jurídica era invalidar el acuerdo hecho en su momento. Y para poder declararlo nulo de pleno derecho sólo cabía demostrar la incapacidad de la otra parte para firmarlo. Es decir, la imposibilidad en la que se había hallado siempre la contraparte, los territorios o Provincias Vascongadas, de contraer como tales compromisos por sí mismas, sin autorización o habilitación de éste o aquél superior del que dependieran, en su caso el rey de España. La contradicción que pudiera existir en que el convenio se firmara con dicho superior, se salvaba invocando error, léase benevolencia, de éste en la buena fe de los que esgrimían una independencia originaria demostrada en los tradicionales pactos con la Corona en los que el respeto al derecho propio era una auténtica contraprestación a la fidelidad.

La argumentación jurídica necesitaba pues que se le proporcionara un fundamento histórico: la inexistencia de independencia originaria que hacía caer la capacidad de contraer pactos, tanto antiguos como recientes. A ello irá dirigida la línea de interpretación histórica, con su indispensable aseguramiento documental, cuidadosamente elaborada en especial por Llorente y Tomás González durante las dos primeras décadas del siglo XIX, y cuyo verdadero sentido es el de fundamentar una cuestión jurídica vital para poder modificar conforme a derecho el sistema aduanero vasco.

Evidentemente también el incumplimiento de lo pactado, difícil de probar, legitimaría dicha modificación. En todo caso, contribuirían a avalarla las vulneraciones o abusos del convenio suscrito en 1727 en que hubieran incurrido las Provincias Vascongadas, aunque al tratarse de meras cuestiones de administración económica la fuerza persuasiva de su impacto sería débil y justificarían muy malamente una actuación gubernamental expeditiva, que se entendería siempre en clave política y no jurídica.

La defensa foral se centrará, por una parte, en la argumentación tendente a demostrar la tradicional capacidad para pactar, avalada por la pacífica y continuada posesión de las instituciones peculiares desde la incorporación a Castilla, y, por otra, muy en la linea de la época, en la bondad del libre comercio, haciendo resaltar tanto los beneficios que en general de él se derivan y los que en particular había reportado a las provincias vascas, como, en contrapartida, la perniciosa influencia y negativos efectos que sobre la economía nacional tiene el sistema de aduanas. Es mérito propio de Novia de Salcedo, quien centra su atención en las causas concretas de los supuestos abusos en que hubieran podido incurrir las autoridades forales en el desempeño de las labores de policía y represión del contrabando, el haber sabido sortear así el riesgo de la pretendida ligazón entre las estructuras orgánicas de la foralidad y las meras cuestiones, subsanables, de administración económica.

Las cargas

Por lo que se refiere a la tercera particularidad foral de envergadura, las cargas, mejor que de exención hay que hablar de tratamiento privilegiado. En el caso de las tributarias por dos razones principales: la primera, porque es obligatoria la contribución a los gastos del Estado, bajo la forma de pago colectivo institucionalizado de una cantidad más o menos fija que según las épocas recibe el nombre de donativo o de concierto; la segunda, porque en el marco de cada localidad se tributa siempre personalmente a título de vecino y con independencia del estatuto que se posea, cosa que, por ejemplo, no ocurría en el resto del reino de Castilla, donde los nobles estaban exentos de los tributos municipales.

Quizás aún más expresiva al respecto sea la cuestión de las cargas militares, mejor llamadas armamento foral, que está articulado sobre la doble obligación de defensa armada del territorio propio y de colaboración en la del común, monárquico o nacional. Esa doble obligación se sostiene sobre tres conceptos nodales: el de territorialidad, el de comunidad política y el de voluntariedad. La territorialidad significa que la defensa propia armada concierne al territorio siempre y cuando el espacio que él delimita constituya una esfera de poder autónomo, es decir, que continúe teniendo la calidad de ámbito jurisdiccional exento. Se entiende por comunidad política aquélla que se rige con arreglo a su propio orden jurídico, facultad que le corresponde al tratarse de una corporación naturalmente nacida de las necesidades sociales de relación, con un derecho colectivo a armarse y a hacer la guerra bajo sus propios mandos, designados por y entre ellos. Y la voluntariedad deriva del concepto de comunidad política en cuanto perteneciente, junto con otras corporaciones, a un único sistema natural cuya cabeza es el monarca, quien en el desarrollo de sus funciones puede requerir los servicios militares de esas corporaciones para actuar fuera de los ámbitos jurisdiccionales que les son propios. Ahora bien, dado que se trata de una comunidad política integrada por hidalgos, el requerimiento se ajusta a esta cualidad, que tiene prerrogativas justificadas por su esencial función militar, entre ellas que la prestación del servicio venga exigida por una necesidad concreta y temporalmente determinada, y que esté previamente remunerado, por lo que en este sentido no cabe hablar de servicio forzoso sino de deber voluntariamente cumplido.

Esta concepción del armamento foral responde a un modelo de vinculación política corporativa, es decir, aquél en el que el sujeto sólo se concibe como perteneciente a distintos grupos naturalmente formados, que se combinan entre sí formando un cuerpo o sistema completo, no una mera suma de sujetos sino una unidad viva, y de ahí que en relación a la defensa armada ese cuerpo político se defina como "república militar". Lo peculiar es que este modelo corporativo foral se mantenga hasta casi finales del siglo XIX, aún cuando en el resto de España hubiera sido ya sustituído por otros modelos de relación sujeto-orden político distintos, que conciben la comunidad política no como una totalidad sino como una suma de individuos, desiguales en el modelo de sujeción propio de la monarquía absoluta e iguales en el modelo nacional revolucionario, susceptibles en ambos casos de reclutamiento militar forzoso para el reemplazo anual de un ejército permanente.

El que los tres conceptos nodales que soportan el sistema foral de defensa se esgriman como argumentos válidos y sean eficaces en órdenes jurídicos distintos a aquél en el que nacieron no sólo resulta de la comunicabilidad entre tradición e innovación, del complejo trasvase de rasgos importantes propios de un determinado modelo de relación política a otro que los incorpora, sino también de su misma solidez intemporal como factores de cohesión y estabilidad social. Por ello, el concepto de territorialidad se mantiene frente a cualquier intromisión extraña, aunque no bajo la ya inasumible acepción de jurisdicción originaria sino bajo la de competencia delegada. Aún más evidente es el caso del concepto de comunidad política en cuanto integrada por sujetos que tienen la consideración jurídica, bien por fuero bien por inmemorial costumbre, de "iguales". Esa su característica más sobresaliente en un orden jurídico corporativo naturalmente jerarquizado, deviene rasgo equiparador a la normalidad del orden burgués revolucionario, por lo que su pervivencia no exige adaptación alguna. De parecida índole es el tercer concepto, el de voluntariedad en el servicio al rey frente a la obligatoriedad de los pecheros, si lo situamos, no por oposición a esa misma obligatoriedad de todos a la que va a quedar abocado en la mayoría de los países el servicio militar a la nación, sino por identificación al voluntario de la comunidad de ciudadanos tal y como lo imaginó el pensamiento revolucionario en su traslación a la gran nación de la idea de las milicias urbanas propia de las pequeñas repúblicas municipales.

La transmisión hereditaria de la propiedad

La más sobresaliente peculiaridad foral en materia de Derecho privado es la perduración de un régimen jurídico plurisecular de transmisión hereditaria de la propiedad. Puesto por escrito unas veces u, otras, bajo la forma de costumbres oralmente perpetuadas y sancionadas por el uso, se caracteriza por un rasgo mayor: la vinculación de los bienes a la familia (tronco o raíz) de la que proceden. Vinculación que obliga a la reversión troncal en los casos en los que los ascendientes suceden a los descendientes. De raigambre germánica, el régimen de vinculación troncal en los bienes de patrimonio y abolengo es común en los fueros municipales navarros y castellanos de los siglos XII y XIII. Cuando las Leyes de Toro (1505) recogen y preceptúan que en ausencia de descendientes heredan los ascendientes, excluyen de esta regla general castellana de suceder a aquellas villas y lugares donde, según el fuero de la tierra, se sigue acostumbrando a tornar los bienes al tronco o a la raíz.

Es particularmente interesante el caso de Vizcaya debido a la amplitud y extrema sujeción a la troncalidad que tiene su régimen de transmisión de bienes. Radicalización a la que se llega con el tiempo pues hay que diferenciar al respecto dos fases distintas: la anterior al Fuero Viejo de 1452 y la que nace con éste. Con objeto de soslayar la usual consideración, nacida en el derecho germánico, de los bienes inmuebles, fuera cual fuera la razón de su propiedad, como heredados, luego vinculados a la familia de procedencia, y de los muebles como adquiridos, es decir, de libre disposición por parte de su titular, antes del Fuero de 1452 se tenían por bienes muebles todos los adquiridos en vida, fueran verdaderamente muebles o raíces, de manera que podían transmitirse libremente. Sólo los inmuebles procedentes de la familia se consideraban troncales y debían dejarse necesariamente a los parientes tronqueros. El Fuero de 1452, que hizo tronqueros a los hijos y descendientes, declaró troncales no sólo los bienes heredados o propios sino también los adquiridos por el causante en vida, por compra o por cualquier otro título.

A esta modalidad vizcaina de incluir entre los bienes troncales a los adquiridos constante matrimonio se ajusta la costumbre guipuzcoana, por lo que, no obstante la ausencia de soporte documental, puede suponerse que fue su influjo el que provocó la difusión de esta especie de vinculación en territorio guipuzcoano, particularmente en zonas limítrofes al Señorío de Vizcaya. al igual que por influencia navarra se propagaría por las localidades vecinas al reino de Navarra, sobre todo por el valle del Bidasoa y especialmente en el área de San Sebastián, donde tomaría forma escrita, bien que muy limitada, en su fuero municipal de 1180.