Concepto

Franquismo

Desde un primer momento, la violencia y la represión fueron las herramientas principales de quienes protagonizaron el golpe de estado contra la II República, siguiendo fielmente una de las instrucciones que Mola: "hay que extender el terror". En Euskal Herria, la represión fue especialmente dura en la Ribera de Navarra, donde los sublevados asesinaron a la mayor parte de las 3.131 personas fusiladas en Navarra. Así pues, también aquí se puede afirmar que la represión, al igual que en el resto del estado, fue especialmente intensa en zonas en las que se había desarrollado una fuerte conflictividad en torno a la propiedad de la tierra y las condiciones de vida de los jornaleros: las cuencas del Ebro, Guadiana y Guadalquivir, fundamentalmente en el verano y otoño de 1936. En el resto de territorios vascos el número de personas asesinadas fue mucho más bajo: 406 en Álava, 1.004 en Gipuzkoa y 906 en Bizkaia. Desde Gipuzkoa mucha gente tuvo la posibilidad de huida hacia Bizkaia o Iparralde, mientras que para cuando las tropas fascistas entraron en Bizkaia, en junio de 1937, había cambiado ya en cierto modo la política hacia los prisioneros, con un sistema de clasificiación llevado a cabo en los campos de concentración. Además, las nuevas autoridades debían cuidar de manera especial la retaguardia industrial, ya que la actividad de las fábricas rápidamente se reorientó hacia la guerra, con la colaboración entusiasta de la patronal, y para ello era imprescindible mantener una mano de obra cualificada. De todos modos, la represión se mantuvo como un pilar del régimen en las siguientes décadas, tanto en Euskal Herria como en el resto del estado.

Otra modalidad represiva fue el establecimiento de toda una red de trabajos forzados. En la primavera de 1937 la Junta Técnica del Estado, dirigida por Franco, puso en marcha un sistema para obligar a trabajar a los prisioneros, y ese mismo año empezó a trabajar en las minas de Bizkaia el primer Batallón de Trabajadores. Se crearon los campos de concentración para clasificar a los prisioneros, y de ellos partieron los batallones de trabajo, tanto durante la guerra como en la posguerra, para trabajar en el frente de guerra, en las vías férreas, en tareas de reconstrucción urbana (Gernika, Eibar, Zornotza, Bilbo...), en fábricas (Naval, Dinamita, Babcock...) o en carreteras del Pirineo. En total, por lo menos 36.736 cautivos estuvieron trabajando en Euskal Herria. En el conjunto del Estado, más de 90.000 lo hicieron hasta 1940 en Batallones de Trabajadores, y más de 45.000 desde entonces hasta diciembre de 1942 en los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores.

Muy pronto se pusieron en marcha también las normas jurídicas que legitimaron la represión y que facilitaron el juicio, encarcelamiento o asesinato de muchos de los cautivos, como la Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo, de 1940, o la Ley de Seguridad del Estado, de 1941. Asimismo, durante la guerra el nuevo ministro de Justicia, Conde de Rodezno, procedió a una reestructuración del sistema judicial y carcelario, siendo su base el Patronato de Redención de Penas por el Trabajo, encargado de regular el trabajo de los presos y presas, su comportamiento en prisión y de controlar a sus familiares. En este caso, la solidaridad de estas redes familiares fue fundamental para aliviar en parte la situación de las personas encarceladas, que soportaban unas míseras condiciones de vida y recibían escasísima comida.

En total, había unas 400.000 personas estaban encerradas al final de la guerra, lo cual provocó la reutilización de multitud de edificios. En Euskal Herria, por ejemplo, se convirtieron en campos de concentración la Universidad de Deusto, el colegio de los Jesuitas de Orduña o el monasterio de Iratxe, entre otros. Entre las cárceles la más famosa fue el fuerte de San Cristóbal, en el monte Ezkaba, especialmente dura ya que las celdas estaban excavadas bajo tierra, y especialmente famosa ya que 795 presos protagonizaron la fuga de 1938. También se crearon cárceles exclusivamente dedicadas a mujeres, como las de Amorebieta o Saturraran. En los años de posguerra fue difícil mantener una población reclusa tan numerosa (hay que tener en cuenta que en las cárceles de antes de la guerra no había más que 15.000 presos), de modo que en la década de los cuarenta el número de personas encarceladas descendió progresivamente, al tiempo que se construían nuevas cárceles.

El nuevo régimen también castigó económicamente a los vencidos, utilizando para ello multas y expropiaciones, con escaso control judicial durante la guerra, y desde 1939 a través de la Ley de Responsabilidades Políticas. Así, muchas familias perdieron tierras, casas u otros bienes, en muchos casos después de que alguno de sus miembros hubiera sido previamente asesinado o encarcelado. Del mismo modo, también hubo miles de personas despedidas de su puesto de trabajo a raíz de los procesos de depuración puestos en marcha en la administración pública y en empresas.

Este proceso de depuración fue especialmente intenso en la enseñanza, donde muchos profesores y profesaras perdieron su trabajo al tiempo que se reorganizaba, de arriba abajo, el sistema educativo. En la misma dirección, la represión fue también intensa en el ámbito de la cultura, en el que se cortaron múltiples iniciativas puestas en marcha en los años de la II República, como teatros o ateneos populares, escuelas libres, ikastolas, así como otras destinadas al fomento de lenguas minorizadas, como el euskara.

Además, hay que tener en cuenta que la represión, basada en valores de género, se dirigió de una manera específica contra las mujeres. Fueron muchas menos las fusiladas, pero miles de ellas fueron humilladas públicamente y sufrieron diversas agresiones sexuales. Además, el nuevo régimen eliminó las conquistas sociales en los años de la República restableciendo el código civil de 1889, según el cual las mujeres casadas quedaban en posición dependiente respecto a sus maridos.

Como es evidente, esta política represiva quiso provocar un cambio radical, paralizando la actividad social y política de millones de personas que podían ser incómodas para el régimen mediante el terror y el exterminio. Como ha señalado el historiador Javier Rodrigo, el franquismo hizo una muy alta inversión inicial en violencia, lo que le hizo posible, en buena medida, su pervivencia en el tiempo. Tan grande fue, además, esa inversión, que le permitió, a medida que pasaron los años, descender el número de personas encarceladas y aplicar la pena de muerte de modo mucho más restrictivo, si bien sin renunciar nunca a ella, como demuestran los fusilamientos de 1975.