Concept

Ontología en la Mitología Vasca

La ontología es la parte de la filosofía que se ocupa de estudiar el ser. Cuestiones como qué es el ser, cuáles son los modos del ser, qué realidades poseen un ser real y cuáles un ser aparente, y otras parecidas constituyen su ámbito. Al igual que la física del siglo XIX y el XX influyó en la filosofía de la percepción, el análisis desde la antropología y la mitología puede realizar alguna aportación a la ontología, aportación que, por su mismo origen, será parcial y sólo afectará al modo de ser de los seres humanos y seres semejantes a los humanos.

Estamos acostumbrados a afirmar la existencia de cada ser humano individual y por tanto la tomamos como algo "natural". Cada uno de nosotros es, posee un ser completo, y por ello, por ejemplo, cada uno de nosotros es sujeto de derechos, cosa que, obviamente no sucede con quien no es. Pero esta afirmación que casi tiene valor de axioma hoy día, no es, como sucede a menudo, ni axiomática, ni "natural", y no se ha cumplido por tanto siempre y en todo lugar.

Aún es posible encontrar en la mitología y en otros aspectos antropológicos de la cultura vasca, los ecos de una ontología distinta de la actual. Y como veremos, también es posible hallar tales vestigios en otras zonas de Europa. En dicha ontologóa el ser individual no es el ser más importante, e incluso podría discutirse su propia existencia. El indicio más revelador contenido en la mitología es la llamativa ausencia de nombres de los personajes. O quizás no deberíamos enunciarlo así ya que dichos personajes en realidad sí que tienen nombres, aunque no propios o individuales, sino topológicos. Los personajes más auténticos y originales de la mitología vasca tienen nombres como "la Dama de Anboto", "los gentiles de Arrola", "los basajaunes de Muskia" o "las lamiñas de Bazterretxe". Ya se trate de una denominación individual o colectiva, el lugar es el que presta en todo caso el nombre. Más tarde llegarán los Errolan, Sansón, Mateo Txistu, San Martín Txiki, Patxi Errementaria, etc. Incluso el nombre de Mari es un nombre propuesto por los etnólogos, a partir de usos locales del mismo, como por ejemplo Txindokiko Maria, en el que dicho nombre puede sin embargo ser tomado como nombre común con valor de "mujer", según un uso muy extendido (Marimutil, marimatxarda, etc.). La "ausencia" de nombres ha llamado la atención de ciertos estudiosos que, juzgando nuestra mitología desde parámetros extraños a la misma, han interpretado como signo de pobreza lo que no es sino expresión de una especificidad cultural. Y entrecomillamos "ausencia" porque no se trata en realidad de que falte el nombre sino de que se nombra de un modo distinto. Los seres mitológicos que hemos citado no carecen de nombre sino que reciben el suyo de la tierra que habitan. La tierra les presta su nombre.

Esta tendencia puede asimilarse a la que también se observa para designar a las personas. En efecto, hasta bien entrado el XVIII, era costumbre en el país que las personas tomaran como apellido el nombre de la casa, y no el apellido del padre. Un hombre nacido en la casa Harizmendi se llamaba Harizmendi. Quizás fuera la casa de su padre, o quizás la de su madre. Poco importa: la casa es quien prestaba su nombre a todos cuantos vivían en ella. Esta costumbre ya se perdió y hoy día apenas perdura de modo marginal en algunos pueblos y en ámbitos como el deporte rural, conviviendo con las denominaciones modernas. Endañeta, Arria o Goenatxo son nombres de casa, pero Perurena, Saralegi o Mindegia son ya apellidos.

En las zonas de Europa donde es posible encontrar los vestigios mitológicos más relacionados con la mitología vasca, es justamente donde observamos el mismo fenómeno, a la hora de denominar tanto a los seres mitológicos, como a las personas. Por ejemplo en la comarca alemana de Oldenburg, en las leyendas que nos muestran a los jentiles bien avenidos entre sí y practicando las reglas de la buena vecindad, dichos gentiles carecen de nombre propio y es la tierra la que les presta el suyo, al igual que ocurre en el País Vasco.

"Los gentiles que vivían antiguamente en el Hünenbrink que se halla sobre Nettelstädt, tenían muy buenas relaciones con los compañeros, también gentiles, que vivían en Stell (a 4 km.). Cuando algunos de ellos cocían el pan, si los otros querían una barra, simplemente se la lanzaban.

Un gentil que vivía en Hilverdingsen, en la orilla sur de la Laguna Negra, y otro que vivía en Hille, en la orilla norte, solían juntarse para cocer el pan ...

Los gentiles que vivían en Altehüffen no poseían más que un solo cuchillo para todos. Solían dejarlo clavado en el tronco de un árbol que había en medio del pueblo, y cualquiera que lo necesitara lo cogía de allí, y volvía a dejarlo en su sitio tras terminar su trabajo. Aún hoy muestran el lugar donde estaba dicho árbol" (Hartsuaga, 2004) (Traducción adaptada del euskera).

De modo semejante a como acostumbramos en el País Vasco, también en Oldenburg hallamos seres mitológicos que no poseen más nombre que el que les da la tierra que habitan. Y como cabría esperar, el modo tan auténtico de denominarse, coincide en los mismos relatos, con la descripción más auténtica y original de dichos seres. En la región británica de Cornualles nos topamos con una tradición que se ha quedado a medio camino, en la que uno de los gentiles tiene nombre propio mientras que el otro recibe el suyo de la tierra que habita.

"Cormoran y el gentil de la colina de Trecobben eran buenos amigos y buenos vecinos, y acostumbraban a prestarse cualquier herramienta que uno u otro pudieran necesitar, al modo que suelen hacerlo las personas que están en relación de buena vecindad" (Quiller Couch, 1914) (Traducción adaptada del inglés).

En el Twente holandés, donde igualmente se conservan con fidelidad tradiciones del ciclo de los gigantes, hallamos la misma costumbre que conocemos en el País Vasco, de llamar a las personas por el nombre de su casa:

"La ayuda entre vecinos se convierte en un sagrado deber y esto lo ha cumplido devotamente el de De Lappe en Venne.

(...)Siguen los versos elogiando el valor y la valentía del señor del caserío De Lappe; a este respecto relatan que una mañana se encontraban desayunando, todos sentados a la mesa, y el señor de De Lappe ve cómo se acerca desde lo lejos una nubecilla azul. Rápidamente coge una aldaba y logra encerrar en su hueco a la nubecilla. (...)

Sin embargo, de esta saga existe también una variante, de cuya existencia me enteré por el viejo Andrés, del caserío Meuienboer, en Rutbeek, un domingo por la tarde" (Hartsuaga, 2004) (Traducción adaptada del euskera).

Cuando las personas reciben su apellido de la casa que habitan, dicho apellido se completa con un nombre, que sirve para distinguir e individualizar a los habitantes de la misma. Esto puede hacerse de dos modos: mediante un nombre propio o mediante un nombre común. Antonio de Bazterretxea o Juanito de Sagastiberri son ejemplos de lo primero, y la señora de Bazterretxea, el señor de DeLappe, el pelirrojo de Ilarraga o el cojo de Gibelalde, de lo segundo. También en este caso parece intuirse que el empleo de nombres propios es relativamente reciente y que con anterioridad a generalizarse los mismos hubo otro tipo de denominaciones. Por ejemplo, en las inscripciones aquitanas de época romana hallamos nombres Sembe (seme, hijo), Ombe (ume, niño/niña) o Senar (marido), con valor de nombre propio, como hoy usaríamos Andrés o Jose Mari. Esto tampoco es nada extraño sino la expresión de una tendencia bastante universal. Por ejemplo los guineanos de la etnia fang de Guinea Ecuatorial que viven entre nosotros, usan aún hoy día con valor de nombre propio denominaciones que significan Mamá, Pequeña Mamá, Niña, Nenita, Pequeña Niña, Muñeca, etc. Además estos términos de parentesco no expresan relaciones unívocas sino clasificatorias. Por eso llaman hermana a lo que nosotros llamamos prima, una mujer mayor conservará hasta su muerte el nombre el nombre de Nenita, y una mujer que desde nuestra óptica es la tía, llamará a su sobrina Mamá si es la hija de su hermana mayor.

La ausencia de nombres propios, es decir, de "nombres de bautismo" y apellidos transmitidos por algún progenitor, define un ser individual que poco tiene que ver con el que hoy conocemos, y una situación en la que el ser individual palidece y el ser colectivo se destaca. Esto tiene consecuencias en numerosos ámbitos. Uno de ellos es el de la valoración de las acciones individuales. La alabanza de los méritos individuales desaparece y es sustituida por el canto a los valores colectivos. Por ejemplo en el texto holandés expuesto anteriormente, la hazaña del señor de De Lappe, que con encomiable valor y sangre fría, y asumiendo un riesgo importante, logra salvar de la peste a toda su comarca, no merece más comentario que el de:

"La ayuda entre vecinos se convierte en un sagrado deber y esto lo ha cumplido devotamente el de De Lappe en Venne."

Un caso parecido lo hallamos en una leyenda recogida por Barandiarán, que cuenta el robo que sufre un pastor a quien Mari arrebata un cordero. Un joven fraile de Arantzazu, con gran arrojo, desciende a la sima y enfrentándose a Mari recupera el cordero, y el relato, aparte de ni siquiera mencionar el nombre del fraile que culmina la hazaña, subraya en su conclusión que el pastor había dicho la verdad y que se le debe una comida.

Encontramos dos fenómenos que se complementan. Por un lado la difuminación hasta casi desaparecer, del ser individual, o al menos su evidente debilidad ante la pujanza del ser colectivo. Y por otro, la denominación del ser colectivo a partir de la tierra que habita, que es quien le cede el nombre. Las personas nacemos y morimos. El grupo, sin embargo, permanece, como permanece también la tierra. Para esta ideología que no sabe que también la tierra cambia a escala geológica, el topos es eterno e inmutable, y por eso, es, y por eso tiene nombre. También los grupos son eternos e inmutables: casa (entendida como familia), barrio, pueblo (entendidos como grupo), etc. permanecen aunque cambien las personas. Por eso son dueños del ser. Pero los individuos que no somos sino anécdotas temporales en el devenir de tales grupos no tenemos un ser propio, no tenemos más ser que el que tomamos prestado de dichos grupos mientras formamos parte de los mismos. Los individuos no somos más que el acné de la tierra. Y nadie pone nombres propios a los granos que vienen y van. La tierra permanece. Lo que permanece es lo que es, y por tanto, lo que tiene nombre propio.

Al señor de Bazterretxea se le llama Bazterretxe. Si cuando aún vive su hijo accede a la jefatura de la casa, será este último quien pase a llamarse Bazterretxe y aquel se convertirá en Bazterretxe Zaharra (el Viejo Bazterretxe). Y cuando se muera se convertirá en Bazterretxe zena (el que fue Bazterretxe) según el uso tradicional del euskera, porque no puede guardar consigo el nombre, porque no le pertenecía, porque no lo tenía más que en alquiler, como lo tiene ahora su hijo. Porque de hecho, no somos. El individuo, per se, no es. He aquí una ontología que niega la posibilidad teórica de la Historia como ámbito de inmortalidad.

Tenemos más evidencias de que una teoría del ser como la que estamos exponiendo prevaleció en otro tiempo entre los vascos. Por ejemplo el análisis de los tipos de propiedad conduce a las mismas conclusiones. Y es que quien no es, no puede evidentemente poseer. Aunque en la cultura megalítica no parece haber signos que indiquen propiedad privada de la tierra, los síntomas de la apropiación colectiva de la misma parecen evidentes. Los numerosos dólmenes que aún hoy sirven de mojones parecen indicar que los antiguos vascos encomendaron a sus difuntos la tarea de guardar las fronteras del territorio. Cuando, posiblemente por la influencia feudal del Medievo, el nivel de la apropiación colectiva pasa a un colectivo menor,- la casa-, ésta recibe el ser (ya que sigue siendo un lugar inmutable y eterno), en una adaptación del viejo esquema a la nueva realidad. La casa es el nuevo referente de la propiedad de la tierra, y se entierra a los difuntos bajo su alero para que guarden el nuevo ámbito. En todo caso, aunque en adelante la casa será la nueva referencia ontológica, el ser doméstico y el ser comunitario convivirán entremezclados. La propiedad comunal del suelo se conservará en mayor o menor medida hasta nuestros días, surgirá el auzolan para transcender el ámbito doméstico y permitir que toda la comunidad siga realizando junta los trabajos como antaño, y se seguirá despidiendo a pedradas a los del pueblo vecino que acuden a las fiestas del propio, como recuerdan aún los más viejos. Apuestas y desafíos de gran calado y transcendencia social enfrentarán a los pueblos y barrios en una suerte de pequeñas guerras incruentas (?), acontecimientos que quedarán en el recuerdo legendario aunque no así los nombres de los individuos que los protagonizaron, porque lo importante no es que fueran éste o aquél, sino acrecentar la fama y las hazañas colectivas de Leitza, de Ezkurra, de Beruete o de Eratsun, porque a estos pertenece el ser, a estos pertenece el nombre.

Por último, al ser el ser colectivo, las alabanzas y las condenas, las bendiciones y maldiciones se extienden a la totalidad de sus constituyentes. La gloria que obtiene uno de sus miembros es la gloria de todos ellos y la maldición que provoca la mala conducta de uno de ellos cae sobre todos. Las gentes de Agerre que trataron de robar la sobrecama de oro de los gentiles atrajeron sobre su casa la maldición de estos, maldición que aún sufren sus habitantes actuales a pesar de haber transcurrido tantas generaciones, ya que su caducidad se expresa mediante la frase Agerre Agerre den bitartean (mientras Agerre sea Agerre), o sea, que no caduca. En realidad el destinatario de la maldición no son las personas sino la propia casa. Sólo hay un ser, el de la casa, y todos los que lo "alquilan" en su paso por este mundo han de aceptarlo con la maldición que viene incluida. Frecuentemente se escucha la expresión los hijos no han de pagar por las culpas de sus padres. Dicha frecuencia es un indicador de que esta ontología de la que hablamos no es una mera especulación, sino algo que realmente ha estado en vigor en otro tiempo, de manera generalizada.

Que la ontología en vigor se base en el ser individual o en el ser grupal y topológico, tiene profundas consecuencias en las características individuales y sociales de una sociedad. Quien posee el ser prevalece y quien no lo tiene o lo tiene en segundo término, queda subordinado al anterior. Cuando prevalece una ontología basada en lo grupal y topológico, la sociedad tiene mayor capacidad de movilización y de trabajo, muestra mayor solidaridad entre sus componentes, pero sin embargo sus miembros gozan de escasa libertad para realizar tareas o tener intereses distintos de los grupales, su libertad individual es menor y sus alternativas decrecen. Cuando está en vigor una ontología basada en el ser individual, el ámbito de las libertades individuales se ensancha notablemente, las alternativas se multiplican, y se debilitan, también notablemente, la fuerza grupal, la solidaridad y la capacidad de trabajo y movilización.

El tema posee un interés y una actualidad innegables. Cada vez que se discute, por ejemplo, sobre derechos individuales y derechos colectivos, se está en el fondo discutiendo sobre el ser: ¿Cuál es nuestra ontología? ¿Pertenece el ser al individuo o al colectivo? Y es que quien no es, no puede ser sujeto de derechos. A veces se escucha discutir sobre estas cuestiones de un modo que recuerda los debates sobre la esencia de la Gracia de Dios de tiempos de Santo Tomás de Aquino, y en este sentido es necesario recordar que la asignación del ser a una u otra entidad no es un absoluto, y que, como muestran entre otras la mitología y la antropología, es posible realizar dicha asignación tanto al individuo como al colectivo, o al topos o a la entidad que nos parezca. Hay quien dice incluso, medio en broma medio en serio, que a lo único que puede asignarse el ser es al ADN, que es lo único sustancial, mientras que todas las criaturas vivas, incluidos nosotros los humanos, no somos más que accidentes de la evolución de dicha molécula. Cada sociedad asigna el ser como mejor le parece. Tal asignación es siempre una decisión cultural. No hay absolutos sino relaciones de fuerza y convenciones sociales. Y por supuesto, como se ha dicho anteriormente, hay consecuencias que se derivan de cada elección.

En nuestro lugar y tiempo presentes, la ontología en vigor asigna el ser al individuo y se lo niega al colectivo. Esa es la regla general. En consecuencia, no hay más sujeto de derecho que el individuo y no existen los derechos colectivos. De todos modos al ser la ontología una decisión cultural, la regla tiene sus excepciones y sus contradicciones. Aunque teóricamente se niegan los derechos no individuales, algunas legislaciones castigan con especial dureza los delitos relacionados con el odio grupal (por ejemplo, los cometidos contra musulmanes, homosexuales, o rumanos, por el hecho de serlo); poner en duda las cifras del Holocausto es delito en algunas legislaciones; no es delito sonarse los mocos con un trapo pero sí con una bandera; cada vez más gente reclama que se reconozcan los derechos de los animales; y la iniciativa Gaia propone tratar al planeta como un sujeto para detener su degradación. Algunos dicen que nuestros descendientes tienen derecho a conocer el planeta en tan buen estado como nosotros mismos lo hemos conocido (aunque los no nacidos no son en teoría sujetos de derecho) y otros que el planeta tiene derecho a perdurar sin el exceso actual de intervención humana. También hay quien sostiene que las múltiples lenguas en peligro de extinción tienen derecho a perdurar. Y no falta quien replica a todos los anteriores que sólo el individuo es sujeto de derechos. Ser consciente de que no existen absolutos en esta cuestión ayuda a realizar un debate más rico y profundo. Debate que aunque ha de servir para cosas más transcendentes, también nos ha de guiar a la hora de poner nombre a los frontones (nombre de pelotaris de renombre o nombre prestado del solar donde se construye), o a la hora entender e intentar remediar el hecho de que el trabajo grupal desinteresado para crear un coro u organizar una carrera ciclista haya súbitamente casi desaparecido por completo, ya que también de estas pequeñas cosas se construye a diario nuestra ontología.