Lekaide eta lekaimeak

SAN MARTÍN DE LA ASCENSIÓN

Tres pueblos vascos se disputan la patria de este santo y mártir del Japón, Beasain (Gipuzkoa) atribuyéndole el apellido Loinaz; Ibarrangelu (Bizkaia) sosteniendo que su verdadero apellido es Aguirre, y lo mismo la villa guipuzcoana de Bergara. Según los de Beasain habría nacido el 16 de julio de 1566. Pero el pleito sobre el lugar de nacimiento queda ahí donde estaba. Las primeras noticias de la vida de Martín nos dicen que ingresó en la Universidad de Alcalá para estudiar Artes y Teología, pero fue al cursar los estudios teológicos cuando sintió la vocación franciscana marchando al noviciado de Auñón en 1585; profesó el 17 de mayo de 1586 adoptando desde entonces el nombre religioso de Martín de la Ascensión. En el convento de San Bernardino de Madrid terminó los estudios de Teología y se ordenó sacerdote en 1590. Ejerciendo de lector de Artes (Filosofía) en los conventos de San Bernardino y después en el del Santo Ángel de Alcalá llegó un Comisario para reclutar religiosos con destino a las islas Filipinas. Tocado en lo más profundo del alma se anotó inmediatamente para ir misionero con destino a dichas islas. Fue a pie hasta Sevilla donde se unió al grupo de frailes expedicionarios, unos treinta, que embarcaron en los galeones de la flota del general Juan de Uribe. Era mayo de 1592. La expedición fue un extraño fracaso ya que los galeones, después de navegar de una parte a otra, volvían a Sanlúcar de Barrameda. Martín se reintegró al convento de Alcalá enfermo y desilusionado, pero decidido definitivamente a ir misionero. Por ese tiempo, otro general vasco, Marcos Aramburu, preparaba otra flota con rumbo a Nueva España. Embarcado en Cádiz arribó a Méjico en agosto de 1593. Se dice que mientras celebraba misa en el convento de Nuestra Señora de Churubusco, Martín quedó arrebatado en éxtasis durante tres horas consecutivas. Al año siguiente, junto con otros religiosos, partió desde el puerto mejicano de Acapulco llegando a Manila en mayo del mismo año. Su primera labor fue explicar Filosofía y Teología a los jóvenes clérigos que allí había, aspirantes al sacerdocio. Sería a comienzos de 1596 cuando le envían sus superiores al Japón embarcando en un navío portugués. Llegado a Nagasaki, donde pasó unos días, ingresó en el convento de Miyako (Kyoto). Allí, siempre inquieto y laborioso, se entregó de lleno al estudio del japonés que aprendió rápidamente hasta el punto de confesar en dicha lengua tal como lo hacía en español y en euskara cuando llegaban navíos con marineros vascos. De ahí lo trasladaron al convento de Osaka. El trabajo evangelizador de la docena de religiosos que constituían el convento llegó a tal punto en intensidad y eficacia que pronto se contaron por millares los bautizados. La paz reinante se interrumpió por un asunto de intereses y ambiciones protagonizado por el tirano Taikosama. Ocurrió que un galeón, el San Felipe, bajo el mando de otro general vasco, Matías Landecho, arribó al puerto japonés de Urado llevando un cuantioso y rico cargamento. Los gobernadores japoneses no se atrevieron a apoderarse del cargamento a causa de un pacto hispano-japonés vigente entonces, pero se propagó el rumor de que el barco era corsario y que los franciscanos habían llegado al Japón para luego los españoles apoderarse del Japón como lo habían hecho con Perú y Méjico. Lo cierto es que el 8 de diciembre de 1596 los guardas japoneses cercaron los conventos de Miyako y Osaka con fines siniestros. Martín, cuando se percató de lo que ocurría, hizo aderezar los altares de blanco, cantando a medianoche el Laudamos en medio de austera fiesta no exenta de alegría. Llevados los monjes a Miyako condenaron a los frailes de ambas comunidades, como primera providencia, al corte de la nariz y la oreja izquierda. Solamente la intervención del general Matías Landecho consiguió que se les quitara el lóbulo de la oreja. Cumplido ello los distribuyeron en varias carretas de bueyes. Un monje, fray Pedro Bautista, que iba en la primera carreta comenzó a cantar, vuelta la cara hacia el grupo, el Te Deum laudamos en medio de gran emoción ya que sabían el fin que les esperaba colgados de las cruces ya plantadas en el lugar del martirio. Al día siguiente, 4 de enero de 1597, les hicieron montar a caballo uno a uno con un letrero colgado del cuello donde constaba su nombre. Llegados a Osaka se les encerró en la cárcel y el día 8 se firmó la sentencia cuya traducción es la siguiente: «Por cuanto estos hombres vinieron de los Luzones con título de embajadores y se dejaron quedar en el Miyako predicando la ley de los cristianos, que yo prohibí los años pasados rigurosamente, mando que sean ajusticiados juntamente con los japoneses que se hicieron de su ley; y así estos veinticuatro quedarán crucificados en Nagasaki. Y porque yo torno a prohibir de nuevo de aquí en adelante la dicha ley, entientan todos esto; y si alguno fuere osado a quebrantar este mandato, será castigado con toda su familia». Por caminos llenos de agua y nieve recorrió la comitiva de ajusticiados los ochocientos kilómetros que separaban Osaka de Nagasaki, ya a pie ya a caballo. Con sogas amarradas al cuello los llevaron por Nagasaki cortadas las orejas y a empujones. Fray Martín de la Ascensión entonaba el cántico de Zacarías, Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo. Llegados al lugar del suplicio fueron sujetados con argollas a las cruces, una por el cuello, dos por los brazos, y dos por las piernas. Era el día 5 de febrero de 1597 cuando alzadas las cruces, veintiséis en total, fueron alanceados hasta dejarles sin vida. De ellos seis eran franciscanos y veinte japoneses. Durante mucho tiempo permanecieron sujetos a las cruces hasta que los cristianos rescataron sus cuerpos para darles sepultura. El papa Urbano VIII les declaró beatos y el 8 de junio de 1862 el papa Pío IX los canonizó, en medio de una solemne ceremonia. Y no terminó ahí todo. El 10 de junio de 1962 el alcalde de Nagasaki inauguró un monumento a los mártires de bronce y granito. Se trata de un muro de piedra de diecisiete metros de longitud y seis de alto como marco a las esculturas de los santos. Culmina el monumento con una gran cruz de bronce. Ref. López Sainz, Celia. Cien vascos de proyección universal, Bilbao, 1977.