Literatos

Vigilancio

Escritor eclesiástico que -según cabe concluir de ciertos textos antiguos- nació en el territorio de los vascones, habiendo desarrollado su actividad a caballo entre los siglos IV y V.

En realidad, nuestras fuentes de conocimiento de Vigilantius se reducen a las cartas 58, 61 y 109 de San Jerónimo, al tratado polémico Contra Vigilantium del mismo y a una breve noticia de Gennadius en la continuación del De scriptoribus acclesiasticis, asimismo del fogoso eremita de Belén. Ahora bien, no resulta claro de los textos antedichos el lugar de procedencia de Vigilantius. Escribiendo al presbítero tolosano Riparius que había solicitado su intervención, Jerónimo parece adjudicarlo a la Galia (Contra Vigilantium, &1); pero unos renglones más abajo lo llama "tabernero calagurritano" (caupo calagurritanus), haciéndolo compatriota de Quintiliano y llamándolo, en contraposición a aquel que fue la gloria de Calagurris, un "Quintiliano mudo". Más adelante (&4) lo hace descendiente de los bandoleros vascones, seguidores de Sertorio, que Cneo Pompeyo reunió en la ciudad de Lugdunum Convenarum (Comminges, al norte de los Pirineos); pero, por cuanto en el mismo pasaje avanza sobre los Arevacos y Celtíberos como antecesores de Vigilancia, cabe pensar que Jerónimo tenía en mente la Hispania, cuando pensaba en el lugar de origen de Bigilantius, debiéndose interpretar la mención de Lugdunum Convenarum como la del lugar donde Vigilancia ejercía o ejerció su ministerio, en los días en que fueron formulados las quejas contra él. Lo que sea de esto, fuese que Vigilancia naciera en Calagurris a que lo hiciera en la Lugdunum pirenaica, lo que queda en claro es que su origen hay que buscarlo en el territorio vascón o, en el limítrofe al otro lado de los Pirineos.

Sabemos de este Vigilancio, por lo que da a entender san Jerónimo, que fue encargado por el aquitano Paulino (el futuro santo obispo de Nola), de una importante misión en Oriente, que consistía en distribuir en su nombre abundantes limosnas entre los ermitaños y cenobitas de Palestina y Egipto. La impresión que debió de causar entre los monjes, al pasar por Belén, fue -siempre según su furibundo antagonista- la de ser un "teólogo por demás testarudo, exégeta presuntuoso e ignorante, carácter difícil, huésped nada delicado. Se enzarzó en líos con ellos y con los huéspedes laicos, escandalizados por algunos puntos ridículos que se manifestaron en su conducta, sobre todo a raíz de un movimiento sísmico en que quedó en evidencia su cobardía". Debió de dejar Belén impensadamente, para marchar a Egipto, atribuyéndosele en aquella ocasión afirmaciones en el sentido de que sólo los subsidios traídos por él de Occidente habían salvado a los monjes del hambre, lo que, empero, no fue óbice (recalca con inquina san Jerónimo) para que, a su vuelta en Italia, proclamase que de nada tenían necesidad los tales monjes, que carecían de todo sentido las limosnas destinadas a Tierra Santa, y que las mismas peregrinaciones venían a resultar superfluas. No resulta nada halagüeño el retrato que de Vigilancio ofrece la pluma vengativa del eremita de Belén, que se burla de él llamándolo Dormitantius en lugar de Vigilantius. Tenemos, sin embargo, que Gennadio lo califica como "hombre de hablar erudito y que escribía movido por el celo de la religión, aunque reconozca a la postre que no estaba suficientemente ejercitado en el sentido de las Santas Escrituras" y que al escribir, lo hacía "dominado por la adulación humana presumiendo más allá de sus capacidades". Concretamente, Gennadio lo acusa de haber expuesto "con ingenio depravado la Segunda Visión de Daniel". Se le achaca también el haber criticado las prácticas recientes relativas al culto de los mártires y de las reliquias, el reprobar algunas innovaciones litúrgicas, tales como las vigilias, el canto del Alleluia fuera del tiempo pascual y las prácticas que justamente entonces empezaban a introducirse en Occidente en materia de continencia y de ascetismo monacal (no falta quien formule reservas sobre lo bien fundado de esta última alegación de san Jerónimo contra el Vigilancio-Dormitancio. Véase al respecto lo que escribe J. Labourt en sus comentarios a la edición de las cartas de san Jerónimo en la colección Budé, t. III, París 1953, pág. 244). Uno acaba por sospechar que el mayor crimen de Vigilancio debió de consistir en acusar de origenismo a san Jerónimo, con lo que se expuso a tener que cargar de por vida con las iras del temperamental exégeta.

Por lo que hace al lugar en que desempeñó su actividad nuestro heresiarca, la carta 109 de san Jerónimo parece que da a entender que al menos por un cierto tiempo se localizó en alguna circunscripción de los Pirineos (probablemente, en Lugdunum Convenarum, según queda dicho más arriba), donde su ministerio suscitó no pocas críticas, de las que se harán eco algunos sacerdotes tolosanos en sus misivas a san Jerónimo. Fue a estos presbíteros tolosanos (a Riparius, más en concreto) a los que encargó aquél la recogida de escritos de Vigilancio como paso previo a la redacción de un tratado doctrinal contra él. Nada se conserva de tales escritos, y sólo tenemos el reflejo de la impresión que produjeron en el Stridoniense, que se admira de que "el santo obispo, en cuya diócesis se dice que es presbítero, se avenga a su insanía, sin echar mano de la verga apostólica, para acabar de romper un instrumento inútil y entregarlo a la muerte de la carne, para que el espíritu sea salvado". Estas cortas y vengativas líneas sintetizan las actividades de Vigilancio en los 10 años que siguieron a su estancia en Oriente. Nada más sabemos de él ni de su obra, sino que murió en Barcelona, según lo recoge Gennadio.